“Dicen que son las víctimas, pero ellos son los delincuentes”

Historia

En las localidades del municipio de Leonardo Bravo, pobladores no aguantaron más y se armaron. En noviembre, junto con el Frente de Policías Comunitarias, expulsaron a quienes señalan como sus agresores.

Una de las viviendas abandonadas era usada como casa de seguridad. (Jesús Quintanar)
José Antonio Belmont
Guerrero /

Aquí se vivía de la amapola, pero el fentanilo lo cambió todo. La venta de goma ya no era negocio y pobladores de algunas comunidades de Guerrero, con la fachada de policías comunitarios, optaron por el crimen y la violencia se recrudeció.

En las localidades del municipio de Leonardo Bravo, pobladores no aguantaron más y se armaron. En noviembre, junto con el Frente de Policías Comunitarias, expulsaron a quienes señalan como sus agresores.

Cientos de habitantes de Filo de Caballos, Puentecillas, Corralitos, La Escalera, Los Morros, Campo de Aviación, Torre Camotla y Carrizal se marcharon a Chichihualco, cabecera municipal de Leonardo Bravo, a unos 50 kilómetros de distancia. Se dijeron desplazados por la inseguridad de la región y amenazados de muerte si volvían.

De noviembre a febrero se instalaron en el auditorio de Chichihualco, hasta que decidieron exigirle al presidente Andrés Manuel López Obrador garantías para regresar a sus comunidades y se plantaron afuera de Palacio Nacional.

Apenas el jueves regresaron a la cabecera municipal, luego de anunciar un acuerdo con el gobierno federal que, dijeron, se comprometió a instalar tres filtros de seguridad en el poblado.

Y es que en las comunidades los pobladores que hoy las ocupan no quieren que los desplazados regresen, los acusan de asesinar, secuestrar, extorsionar, robar...

Dicen que son víctimas, pero ellos son los delincuentes que le hicieron mal a la gente, a nosotros, y por eso estamos tomando las armas para recuperar los espacios que ellos nos quitaron”, dice Salvador Alanís, del Frente de Policías Comunitarias.

También acusan a los desplazados de arrebatarles sus viviendas y usarlas como casas de seguridad. Una docena de policías comunitarios, cubiertos con pasamontañas y rifles al hombro, junto con un grupo de locatarios, entran a una casa abandonada.

El comisario Ruperto Pacheco levanta una placa de acero que lleva a un sótano y baja por unas escaleras de cemento. Las ventanas del cuarto están cubiertas con tabiques y las puertas soldadas. Ahí ocultaban a sus víctimas.

Estábamos amenazados, desde las 4 de la tarde ya deberíamos estar en casa porque operaban ellos”, recuerda José Varona, a quien le asesinaron a su hijo.

De igual forma denunciaron que utilizaban a la población como carne de cañón ante las autoridades para legitimar los ilícitos que cometían como policías comunitarios, los hoy desplazados.

“Iban a nuestras casas para las asambleas y nos exigían que los apoyáramos. Si no agarrábamos un arma nos cobraban 200 pesos, si no íbamos a bloquear carreteras para que no subiera el Ejército teníamos que pagarles 500”, cuenta María López.

En Filo de Caballos el recuerdo de aquel enfrentamiento del 11 de noviembre está en las paredes de las casas. La mayoría de las 14 abandonadas están baleadas o incendiadas. En ese entonces, unos 3 mil policías comunitarios participaron en la refriega.

Una hora de balacera con cuerno de chivo cuesta 300 mil pesos, detalla Alanís, cada una de las balas calibre 7.62 mm cuesta 35 pesos. El Frente de Policías Comunitarias compra cubetas de a millar. La balacera duró cinco horas.

Alanís se asume como desplazado: junto con 200 familias fue expulsado del Valle del Ocotito por quienes hoy se encuentran en Chichihualco. “Esa gente desplazada nos hemos unido y somos los que hoy traemos un arma, los que venimos recuperando los espacios que la delincuencia primero nos quitó”.

OMZI

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