A 50 años del linchamiento de San Miguel Canoa, Julián González Báez, sobreviviente, alberga dos sentimientos: por un lado, la alegría de mantenerse con vida; y por otro, el que ocurra este tipo de actos en la entidad.
“En lo personal es un privilegio estar acá, tener la oportunidad de seguir con vida (…) No estoy complacido en que en el país, y sobre todo en Puebla, se sigue linchando a la gente, y, desgraciadamente, la linchan sin investigar si es culpable o no; además, aun siendo culpables de algún delito, creo que no se merecen que los maten. Ha habido linchamientos por ignorancia o fanatismo, mala información, manipulación. La gente se deja llevar y comete este tipo de asesinatos con gente que muchas veces no tiene la culpa de nada”.
El 14 de septiembre de 1968, él, y cuatro empleados más de la Universidad Autónoma de Puebla (UAP), fueron víctimas de la población de San Miguel Canoa, luego de que los pobladores los confundieron con estudiantes comunistas que, supuestamente, querían izar una bandera rojinegra en la iglesia del pueblo, cuando en realidad habían llegado al lugar porque se dirigían a escalar La Malinche.
Explica que la confusión de los habitantes se generó, en gran medida, por las noticias que se publicaban en los diarios nacionales, en cuyas páginas se desacreditaba el movimiento estudiantil que prevalecía en la capital del país, además de los discursos que emitía el párroco de la iglesia de San Miguel Arcángel, Enrique Meza Pérez, contra los comunistas y estudiantes.
Una turba privó de la vida a sus compañeros de trabajo, Jesús Carrillo Sánchez y Ramón Calvario Gutiérrez; mientras, a él, a Miguel Flores Cruz y a Roberto Rojano Aguirre, los golpearon con tanta saña que requirieron un largo proceso de recuperación.
Esa noche también murió la persona que los hospedó, Lucas García García, y el hermano de éste, Odilón.
En su caso, las heridas con un machete le hicieron perder tres dedos de su mano izquierda, en la que sólo cuenta con pulgar e índice. Por fortuna, el resto de su extremidad le salvó la vida de un machetazo que pudo haberle atravesado la cara.
Pese a ello y al dolor que ha tenido que cargar durante este medio siglo, asegura que todo quedó en el pasado y no alberga ningún resentimiento.
“Desde que ocurrió eso, quiero comentarles que nunca estuvo en la mente ni en el corazón la idea de odiar o de tomar venganza. Siento que nunca hubo en mi mente odio y rencor, sino el perdón, siempre existió, y yo este hecho se lo dejo más bien a Dios, quien es el que al final pone a cada quien en su lugar. Le puedo decir que he liberado y superado”.
Aseguró que el día de los hechos, no toda la comunidad fue la que los agredió, ya que muchos habitantes fueron más conscientes; sin embargo, no pudieron evitar el linchamiento.
“Quiero comentar que hay gente de Canoa que es buena, no toda la comunidad participó. En ese entonces, no sé si estoy bien con el dato, pero creo que eran como cuatro mil o cuatro mil 500 habitantes.
Calculando la asistencia de ese día, Roberto decía que eran como mil 500 los que creía que estaban ahí, yo calculé la cantidad de mil, pero el pueblo era como de cuatro mil o cuatro mil 500 gentes, pero muchísima gente no participó, no aprobó, hay gente buena en ese pueblo también. Conozco algunas gentes de ese lugar y es gente que viene a trabajar a la ciudad, es gente que se dedica todavía a la cosa del campo y he tenido oportunidad de platicar con algunos, algunos, incluso, estudian”.
Este hecho quedó grabado en la historia de la comunidad y hasta hoy prevalece un estigma sobre sus habitantes, a quienes se les califica como agresivos; sin embargo, insiste en que “no todos son así”.
“Estuve en una presentación de un libro de Canoa y conocí a cuatro jóvenes que se presentaron como estudiantes originarios de Canoa, y querían participar ese día en el evento. Yo les dije que con ‘gusto, pásenle y hay gente buena’. Nunca, nunca, guardé ningún resentimiento de odio. Los perdoné, aunque no se puede decir que se olvida que ahí cuatro personas murieron y tres de ellos eran padres de familia, esposos y un joven, que ignoro si ya estaba casado, pero no creo porque tenía 17 años; de todos modos, el dolor que le causó a su familia debe de haber sido fuerte”.
Sobre ese día de agosto de 1968, recordó que el grupo intentó ascender a ese volcán, pero como se frustró por un problema de salud de uno de los asistentes, lo reprogramaron.
“(En agosto) Fuimos seis, cuando llegamos a lo que es (los) Arenales, (a) Panchito le dio el mal de montaña. Entonces le dijimos quédate aquí, pues ya no vas a poder subir y aceptó, contra su voluntad, pero aceptó.
Cuando concluimos la excursión, en el transcurso de los días (Ramoncito) me dice: ‘Oye, Julián. Yo me quedé picado porque a este Panchito le dio el mal de montaña, no habrá la oportunidad de que la vuelvas a organizar’. Y le digo, ‘en la primera oportunidad que se pueda, la organizamos. Y en septiembre se presta que el sábado fue 14, domingo de descanso y lunes también festivo. Que la programo y que se apunta, y él es uno de los muertos. Cosas tan trágicas. Él pidió que volviera a programarles la excursión y él es uno de los muertos”.
Sobre sus compañeros, recordó: “Roberto era el más inquieto. Él era fotógrafo y aparte dentro de la UAP era como coordinador de Ciudad Universitaria (…) Era un joven inquieto. Miguelito era un amigo que era también mi compadre. Este Miguelito de los cinco era físicamente el más fuerte. Él era originario de Oaxaca y cuando ocurrió el linchamiento él es el que aguantó de pie todo lo que pasó, aun ya con ocho golpes en su cabeza estaba de pie y por esto lo consideraba fuerte físicamente. Yo los aprecié mucho en el tiempo que convivimos (…)
Lamento mucho que Roberto dejó una criaturita pequeñita, ahora ya es una persona adulta; mi compadre (Miguelito) dejó como cuatro o cinco hijos, eran pequeños, ahora todos ya son adultos. Ramón también tenía como cuatro hijos; Jesús Carrillo tenía tres hijos; y el dueño, el que nos dio la posada, recuerdo que tenía cuatro hijos, o sea este hecho causó dentro de estas familias dolor por esta pérdida humana y en el caso de los tres que sobrevivimos, también les causamos dolor a la gente que nos quiere”.
“A la comunidad de Canoa nunca (le) faltamos al llegar ni causamos desmanes. Nuestro propósito era subir la montaña y el paso que escogimos fue Canoa (…) Nuestra idea del sábado era acampar, quedarnos a dormir (y) el domingo subir y bajar ese mismo día, pero todo bien hecho, como una diversión de jóvenes que queríamos disfrutar de esta excursión”.
Refirió que el único error que cometieron fue haber recibido ayuda para que pasaran la noche.
Añadió: “En todos los lugares nos negaron hospedaje (…) El único que nos abrió las puertas fue el señor Lucas (García García) de una manera franca, de amistad, de gente que, pues, creyó en nosotros en lo que platicamos. Les dijimos que éramos empleados y que íbamos a subir la montaña, él nos comentó a qué se dedicaba y algunos detalles. Nos explicó que no había una buena afinidad con el sacerdote de la comunidad porque exigía algunas cosas y él no estaba de acuerdo en entregarlas”.
Narró que una vez dentro de la casa, una multitud tocó a la puerta de madera y gritaban a Lucas que entregara a los comunistas. Ante su resistencia, la multitud decidió destruir la puerta a hachazos, entrando a la casa.
“Cuando la muchedumbre llegó, él aun sabiendo que ponía en peligro su vida (…) los detuvo en la puerta y les decía que estaban equivocados y que no era lo que ellos pensaban, nos defendió y alguien lo agredió. A este hombre le guardo un respeto y un reconocimiento como una persona que nos trató con una hospitalidad excelente”.
ARP