• Estadounidenses vienen a México para curarse del fentanilo con planta africana: la ibogaína

México es uno de los países líderes en el tratamiento con ibogaína, un alcaloide de una planta africana. Su uso, ilegal en Estados Unidos, puede interrumpir la adicción al fentanilo.

Cancún, Quintana Roo /

DOMINGA.– Así se instala el fentanilo: un dolor físico o emocional somete al cuerpo y la sustancia permite olvidarlo. En el cerebro estalla la dopamina y el sistema de recompensa aprende rápido: hay que volver ahí. Pero al faltar la sustancia, el cuerpo pasa factura. Arrecian los dolores, llegan los mareos, las náuseas, la diarrea, el insomnio. Es la abstinencia. Y el único alivio es la sustancia en dosis cada vez mayores. La voluntad se va apagando y el cerebro se aferra a la euforia, a veces con más fuerza que a la propia vida.

El fentanilo, una de las sustancias más adictivas, mata así a más de 80 mil personas al año en Estados Unidos. Una crisis que ese país enfrenta desde 2015, en parte, por la popularidad y dependencia a los opioides recetados como oxycontin. Donald Trump, quien acaba de declarar a esta droga como un “arma de destrucción masiva”, culpa a México y a sus traficantes pero no habla del dolor físico y emocional entre su gente.

Tampoco menciona que miles de sus ciudadanos con problemas de adicciones cruzan la frontera en busca de alivio en establecimientos mexicanos, donde se ofrece la terapia más efectiva conocida hasta ahora para interrumpir la dependencia a este opioide sintético. Consiste en la administración de otra sustancia psicotrópica de África –la ibogaína–, ilegal en el país vecino pero desregulada en otros, incluido México.

En los últimos años se han establecido clínicas de desintoxicación que utilizan la ibogaína en nuestro país. Se concentran principalmente en la Riviera Maya y Baja California, sitios estratégicos para pacientes estadounidenses, muchos de ellos veteranos de guerra. También surgieron varios tipos de proveedores en México: los médicos, los exadictos, los chamánicos.

Visito una de esas clínicas en Cancún en el pico del verano de 2025. Parte del personal se refugia del calor en la única oficina de esta mansión con licencia de clínica de rehabilitación. Hay un urgenciólogo, un cardiólogo, un psiquiatra, un enfermero, un psicólogo. En un pizarrón están listados los ocho pacientes-huéspedes del momento: todos extranjeros, vienen de Estados Unidos o Canadá. Cada uno pagó unos 14 mil dólares (260 mil pesos) para pasar 10 días con la intención de abandonar opioides de prescripción, cocaína, alcohol o el fentanilo.

El doctor Fernando Rivas es urgenciólogo y director médico de la clínica Transcend, fundada apenas en 2024. Procede a preparar las cápsulas con el remedio. Sobre su escritorio hay una báscula preparada y un libro en inglés: Integración Psicodélica. Psicoterapia para estados no ordinarios de conciencia, de Marc B. Aixalà. Todo a propósito del polvo, de color hueso, que a continuación saca de un cajón: es la ibogaína, un alcaloide de origen natural.

Preparación de cápsulas de ibogaína en una clínica de rehabilitación en Cancún, Quintana Roo.


El paquete llegó de Sudáfrica, dice, donde una empresa farmacéutica extrae el alcaloide de una planta del género Tabernanthe. La más conocida (pero no la única) es la iboga (Tabernanthe iboga), que crece en África occidental, en los bosques de Gabón y el Congo. Es la raíz la que se ha utilizado en su forma cruda desde hace siglos: en dosis bajas para combatir la fatiga, el hambre y la sed, y en dosis altas como sacramento en ritos de iniciación o sanación, entre los miembros de la religión bwiti.

Los médicos comentan los casos de algunos de los pacientes actuales. Hay un par de veteranos estadounidenses de la Guerra del Golfo. También una mujer de 31 años que pesa 42 kilos, canadiense, quien ha consumido opioides desde los 14 y vive con diabetes tipo 1. Su caso es delicado. Tanto, que a su llegada a México –durante los días de desintoxicación controlada–, debió ser enviada a un hospital privado para su estabilización antes de la administración de ibogaína.

Transcend se distingue por recibir a todos los que soliciten (y puedan pagar) el tratamiento. Son “pacientes que nadie quiere”: los que llegan con problemas cardiovasculares, arritmias, cirrosis hepática, edades avanzadas u otros padecimientos.


Esto dicen los estudios científicos sobre la ibogaína

La sala de tratamiento en esta clínica no se parece demasiado a un hospital: la iluminación es muy baja, suena una música instrumental al fondo y sobre el techo se proyectan luces de colores fluorescentes en forma de galaxias. Pero los pacientes se encuentran conectados a aparatos especializados que detectan arritmias en tiempo real, y están vigilados en todo momento por personal de enfermería.

Este mediodía en Cancún, el doctor Rivas prepara dosis de refuerzo –de 200 mg– para pacientes que ya atravesaron “el gran viaje” o la “dosis de inundación”, un trance que puede durar varias horas y requiere alrededor de 900 mg. Mientras el médico pesa el polvo y lo introduce en cápsulas, habla apasionadamente sobre el tratamiento que ha transformado –y salvado– la vida de miles de personas.

En la clínica Transcend la iluminación es muy baja, suena una música instrumental y sobre el techo se proyectan luces de colores | Especial


​En un estudio de 2017 dirigido por Alan K. Davis, de la Universidad Johns Hopkins, 80% de 88 usuarios de opioides reportó una reducción drástica o total de los síntomas de abstinencia tras el tratamiento con ibogaína en Rosarito, Baja California, México; 30% aseguró no haber vuelto a usar opioides; y aunque 70% sí volvió a consumir, también reportó haber disminuido la frecuencia, así como los síntomas de ansiedad y depresión.

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Otro estudio de 2018, de Geoffrey E. Noller, registró que 75% de los participantes no consumió opioides en los siguientes 12 meses tras el tratamiento. 

El doctor Rivas explica que la ibogaína funciona mediante dos mecanismos de acción. El primero es la experiencia subjetiva que produce, a veces descrita como luminosa y a veces, terrorífica: 

“Hay pacientes que no ven nada, otros ven una bola de fuego durante tres horas o dan vueltas alrededor del mundo, ven junglas, universos submarinos, animales. Otros refieren una experiencia onírica, como si fuera un sueño. Cierran los ojos y ven episodios de su vida. Una evaluación de lo que se ha vivido”.

El segundo, dice el médico, ocurre en el cerebro con la creación de nuevas conexiones entre neuronas. Si bien esto pasa también con el consumo de sustancias psicodélicas –como la psilocibina–, la ibogaína es la de mayor potencia, explica el doctor Rivas: “Es la única que trabaja con los receptores opioides: mu, kappa y delta”. Estos se ubican en el sistema nervioso central y son a los que se adhieren los opioides endógenos (como las endorfinas) o los sintéticos (como el fentanilo).

Investigaciones más recientes han revelado otros beneficios potenciales de la ibogaína. En 2025, la revista Nature publicó un estudio dirigido por el psiquiatra Nolan R. Williams, de la Universidad de Stanford, donde se observó que el alcaloide mejoró notablemente los síntomas de 30 veteranos de guerra con lesión traumática cerebral. El empuje de estos excombatientes ha llevado a estados como Texas o Arizona a aprobar, este año, presupuestos públicos millonarios para la investigación de la ibogaína. Todo esto ha contribuido a aumentar su popularidad en Estados Unidos.

Ahora bien, la ibogaína puede actuar como “droga milagrosa” –de acuerdo con sus defensores–, pero también tiene el potencial de matar a quien la consume. Está comprobado que, bajo su influencia, se modifica el ciclo eléctrico del corazón, lo que vuelve más probable la aparición de arritmias cardíacas severas.

“Esa es la razón por la cual solamente es seguro, prudente y adecuado administrar ibogaína en un contexto médico supervisado”, advierte el doctor Rivas.

La iboga crece en África occidental | Especial


¿Cómo llegó México a encabezar tratamientos con ibogaína?

La historia empieza con Howard Lotsof, la primera persona que descubrió –por accidente– las propiedades antiadictivas de la ibogaína, en 1962. “Tenía 19 años y había experimentado con distintos tipos de drogas, incluyendo la heroína. Llevaba entre tres y seis meses de uso”, cuenta el propio Lotsof en una entrevista hoy disponible en YouTube, filmada para un documental holandés.

Un día, el joven neoyorquino visitaba a un amigo químico, quien le ofreció probar la ibogaína: “un alucinógeno de África”. Lotsof aceptó, con la idea de tener una nueva experiencia, y pasó las siguientes horas inmerso en un intenso delirio, repleto de visiones, del que recuerda haber salido exhausto y arrepentido.

Pero al día siguiente se sentía completamente fresco: “Me vestí, salí de casa, empecé a caminar y de repente me di cuenta que no tenía síntomas de abstinencia. Y que mi percepción sobre la heroína había cambiado por completo: si antes la veía como una droga que me daba placer, en ese momento la vi como una droga que emulaba a la muerte. Mi siguiente pensamiento fue: prefiero la vida que la muerte”.

Lotsof no volvió a consumir heroína y pasó buena parte de sus 67 años –hasta su muerte en 2010– abogando por la investigación, difusión y regulación de la ibogaína para el tratamiento de adicciones. Una de sus aliadas en la década de 1990 fue la profesora Deborah Mash, una neurocientífica de la Universidad de Miami, que en 1993 recibió el único permiso otorgado hasta el día de hoy por la Food and Drug Administration (FDA) para llevar a cabo un ensayo clínico en Estados Unidos. Sin embargo, un par de años después, se cortó el financiamiento.

El gobierno nunca estuvo realmente de acuerdo. Tomaron como pretexto que se había registrado una muerte por ibogaína en Holanda y retiraron el dinero para la investigación”, cuenta en Cancún el médico Alberto Solà, uno de los mayores expertos en ibogaína en el mundo y, muy probablemente, quien más pacientes ha supervisado bajo los efectos de la sustancia. Él calcula que han sido alrededor de 3 mil 700, desde su encuentro –hace 21 años– con la doctora Deborah Mash.
Tras la cancelación de fondos de la FDA, Mash se trasladó a la isla caribeña de St. Kitts para continuar su investigación. Y hasta ahí viajó el doctor Solà en 2004 por solicitud de un amigo de su familia que vivía en Los Ángeles. El amigo había visto una entrevista en la televisión con la doctora, en la que hablaba de la ibogaína como un interruptor de la adicción. Y le pidió a Solà, por ser médico urgenciólogo, si podía acompañar a la isla a sus dos hijos, quienes iban a someterse al tratamiento por problemas de abuso de sustancias.

Tras conocer a la doctora Mash –de quien se volvió colaborador–, Solà comenzó a leer todo lo que pudo encontrar sobre la planta africana y su principal alcaloide, la ibogaína. Ya había visto de cerca la eficacia del tratamiento, lo mismo que su amigo, quien al poco tiempo le sugirió: “¿Por qué no ponemos una clínica de ibogaína en Cancún?”

“Yo acababa de abrir el hospital Amerimed. Era el director y acababa de sacar todos los permisos, conocía a todas las autoridades de salud. Así que fui a decirles lo que quería hacer. Y me dijeron: ‘si no está prohibido, está permitido’. Buscamos inversionistas y en 2005 abrimos Clear Sky”.

La clínica de Solà operó durante dos décadas. En ese periodo, cuenta, se transformaron de manera notable los patrones de consumo de opioides, siempre en pacientes extranjeros, pero en particular de Estados Unidos:

“Cuando empecé, las personas venían por heroína, les dábamos una sola dosis de ibogaína, se quedaban cinco días y se iban a casa. Luego empezaron a llegar con problemas de dependencia al oxycontin, un medicamento legal que se repartió en Estados Unidos como cacahuates”, dice el doctor Solà aludiendo a la epidemia generada por la farmacéutica Purdue y sus sobornos millonarios a la FDA, con el fin de mentir sobre el efecto adictivo del analgésico.
Las cantidades de consumo de oxycontin se dispararon y vimos que ya no era suficiente una sola dosis de ibogaína. Tenían que quedarse más tiempo en la clínica. Cuando cambiaron las leyes en Estados Unidos, volvió la heroína otra vez y se empezó a mezclar con el fentanilo. Hoy en día, todo es fentanilo. Se requiere una dosis inicial y tres o cuatro dosis de refuerzo”, agrega.

Además del uso de la planta, existen otro tipo de tratamientos para atender la adicción al opioide | Javier Ríos/Milenio


Entre 3 mil y 4 mil pacientes se tratan con ibogaína en México

En las últimas dos décadas se han multiplicado las clínicas de ibogaína en México, concentradas en la Riviera Maya, Baja California Norte o Tepoztlán. La mayoría de sus clientes son estadounidenses y, muchos de ellos, veteranos de guerra. De manera paralela, surgieron múltiples proveedores informales: “Desde los más charlatanes, hasta los chamánicos, hasta el típico ‘exadicto’ que busca convertirse en el salvador”, dice el médico, suspicaz.

Una búsqueda en el sitio Retreat Gurú arroja ofertas de decenas de “retiros con ibogaína” en sitios como Puerto Vallarta, Cabo Pulmo, Cozumel, Playa del Carmen y Tepoztlán. Solà considera que se pueden contar con una mano las clínicas realmente profesionales y seguras, de las cuales menciona tres: Transcend, Beond y Ambio, todas de capital estadounidense. Él mismo trabaja ahora como investigador en Beond, a media cuadra de Transcend. Mientras que Ambio se localiza en Tijuana.


Su colega y exaprendiz, Fernando Rivas, de Transcend, hace un cálculo: él cree que, si se suman los establecimientos formales con los informales, en México se tratan hoy en día entre 3 mil y 4 mil pacientes con ibogaína cada año. Es probable que sea el país líder en el mundo respecto a estos tratamientos.

Solà presume que, entre las miles de personas que él ha supervisado en los últimos 20 años, nunca se ha producido ninguna muerte. Sin embargo, no pueden hacer lo mismo sus actuales empleadores, fundadores de Beond, donde murió un estadounidense de 49 años en la primavera de 2022 (antes de la llegada de Solà), lo cual fue reportado en un artículo de la revista Rolling Stone.

“Algo sucede con esta planta, la iboga, que te escanea”

Ni el doctor Rivas ni el doctor Solà han consumido ibogaína. A diferencia de otras sustancias psicodélicas, el alcaloide africano no suele utilizarse con fines recreativos. La experiencia puede ser muy retadora. Por eso muchos se refieren a ella como “el Monte Everest” de los psicodélicos.

Después de Cancún, visito a otra proveedora de ibogaína. Sus tratamientos son uno-a-uno en Tepoztlán, Morelos, en un espacio para huéspedes junto a su casa en medio del bosque, a dos horas de la capital mexicana. Aunque siempre solicita a sus pacientes exámenes médicos que coteja con especialistas –antidoping, electrocardiograma y otros–, no cuenta con los grandes aparatos que se ven en las clínicas de capital estadounidense.

Cuando supervisa tratamientos, Verónica Gómez, de 64 años, les mide la presión arterial a sus pacientes cada 20 minutos. Conoce bien la sustancia por sus propias experiencias de consumo y porque la ha compartido con otros durante más de 17 años. Considera fundamental la experiencia para ser una buena guía.

“Hay muchos médicos y psiquiatras que dan conferencias sobre iboga y nunca la han probado. No tienen idea de lo que está pasando con sus pacientes. ¡Es una irresponsabilidad!”, dice quien se considera una autodidacta.

Ella no sólo ha consumido iboga (la planta deshidratada) y su principal alcaloide (la ibogaína), sino que también viajó a Gabón en 2014, donde realizó una ceremonia de iniciación dirigida por una curandera bwiti. De ese viaje trajo consigo semillas de iboga y una de ellas se convirtió en una pequeña planta que crece en su propiedad.

Me recibe en la terraza un sábado por la mañana, en ese momento no tiene ningún paciente hospedado. De otra forma le sería imposible, dice, ya que es la única cuidadora. Durante largo rato, me habla y muestra fotos de un chico francés que acaba de pasar allí tres semanas, acompañado de su madre: un bailarín profesional de 20 años que buscaba ayuda por su consumo problemático de cocaína y alcohol.

Gómez no tiene credenciales médicas ni título de psicóloga. Es originaria de la Ciudad de México, donde estudió Nutrición. Antes de nuestra primera entrevista, por videollamada, me hizo llegar una semblanza suya enfocada en sus prácticas espirituales: meditaciones budistas, largos retiros de silencio, viajes a Tíbet, India, Gabón, la Amazonía peruana y un listado extenso de maestros, desde renombrados monjes orientales hasta practicantes de chamanismo en América Latina.

“La meditación como técnica de introspección ha sido mi eje central. Se necesita un trabajo interno muy profundo y de mucho compromiso personal para ser proveedora de ibogaína”, dice. Por eso, lo primero que hace con sus pacientes es enseñarles técnicas básicas de meditación. “Es fundamental, van a estar entre ocho y doce horas observando pensamientos como imágenes”.
Extranjeros acuden a México en búsqueda de un tratamiento para su adicción | Especial


La historia de cómo Gómez empezó a tratar personas con iboga e ibogaína, en 2009, también está relacionada con Howard Lotsof, el descubridor de las propiedades antiadictivas de la planta. Me cuenta que su pareja de entonces, Barry Rossinoff, era un viejo conocido de Lotsof. Fue él y otro amigo quienes le ofrecieron a la pareja comenzar a trabajar con ibogaína, ya que la demanda era muy alta y los riesgos de ser proveedores en Estados Unidos, demasiado elevados. Sin saber nada, aceptaron el reto y comenzaron a recibir personas con problemas de adicción. Más tarde cofundaron la clínica Iboga Quest, que aún opera en Tepoztlán bajo la dirección de Rossinoff.

Algo sucede con esta planta que te escanea”, dice Gómez, convencida de que las adicciones a sustancias, o a cualquier comportamiento destructivo-compulsivo, siempre están relacionadas con dolores emocionales profundos. “Es impresionante porque empiezas a ver, literalmente, dónde está el origen del dolor. A veces en heridas de infancia, a veces en patrones habituales de pensamiento. Se da la posibilidad de manera consciente de vivir el rol del testigo silencioso, que observa sin juzgar.

La proliferación de proveedores de ibogaína en México

La ibogaína provoca múltiples procesos químicos en el cuerpo y el cerebro, los cuales no están cien por ciento identificados por la ciencia. Pero hay uno bien conocido y relevante para los efectos terapéuticos, al que hacen referencia Verónica Gómez y los médicos en Cancún. Después de consumir ibogaína, ésta se almacena en el hígado entre 30 y 90 días, liberando pequeñas cantidades al torrente sanguíneo. Así, una sola dosis tiene efectos benéficos por varios meses, en los que se expanden las oportunidades de desandar las rutas neuronales anómalas.

Gómez también critica la proliferación de proveedores de ibogaína en México, sobre todo se refiere a los ‘exadictos’ que dirigen clínicas. En su opinión, debe pasar un tiempo considerable antes de que alguien que tuvo problemas con sustancias pueda hacer este trabajo de manera responsable. 

Dice que las muertes por ibogaína en Tepoztlán (ella ha sabido de al menos cinco) están relacionadas con negligencias de este tipo de proveedores. Por otro lado, cree que los entornos exclusivamente médicos desdeñan la integración, es decir, el proceso posterior a la toma, que desde su punto de vista, es el más importante.

“El trabajo [terapeútico] de verdad empieza allí: en cómo se integran los aprendizajes a la vida cotidiana, en cómo cambia la relación con el dolor del alma. Eso se hace con trabajo personal, del tipo que quieras, pero es trabajo personal, no es sólo una píldora”.

Para las comunidades bwiti, en Gabón, África, la iboga está lejos de ser una píldora: la consideran una medicina natural y una entidad sagrada poseedora de un espíritu. Dice Verónica que por supuesto existe recelo de parte de estas comunidades por la manera en que su planta se usa en occidente. Para ellos es impensable que se extraiga uno sólo de sus alcaloides y, más aún, que se administre en entornos clínicos u hospitalarios. Sus rituales suceden en contacto con la tierra y sostenidos por prácticas comunitarias, como puede verse en el documental Ibogaína: rito de paso.

Algunos miembros de la comunidad bwiti, originarios de Gabón, expresaron su sentir durante la Conferencia Global de Ibogaína realizada en Tepoztlán, en 2016. Me lo cuenta un activista mexicano por los derechos indígenas, Iván Sawyer, que estuvo presente: “Lo que dijeron básicamente fue: ‘Están extrayendo nuestra iboga, nuestra cultura, para curar sus adicciones. Y además muchas de estas personas vuelven a caer en la adicción y se hace un círculo vicioso donde involucran a la ibogaína. Son insaciables: tienen una enfermedad muy grande y nos vienen a robar nuestra medicina para curar algo que nunca terminan de curar’”.

Algunas soluciones planteadas en ese y otros espacios donde se discuten cuestiones éticas, son obtener ibogaína de otras especies además de la iboga y hacer cultivos sostenibles fuera de África. En México, ya hay científicos y emprendedores que lo intentan.


GSC / MCM


  • Eugenia Coppel
  • Periodista independiente. Ha colaborado para 'Milenio', 'Gatopardo', 'El País', La 'RUM', entre otras. Formó parte del equipo periodístico del documental 'La Oscuridad de La Luz del Mundo'.

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