Hace siete años, en Texcaltitlán, Estado de México, aparecieron las primeras señales de que el crimen organizado había llegado al pueblo.
Eran papeles blancos del tamaño de un billete doblado que muchachos menores de 18 años entregaron a vendedores del tianguis tradicional El Tixca para avisarles que La Nueva Familia Michoacana requería una “cooperación” para vigilar la periferia del municipio de otro supuesto cártel que llegaba desde Guerrero.
Cuatro habitantes del municipio contaron a MILENIO, bajo condición de anonimato, que dos pequeños sellos en esos papeles con un teléfono celular al que debían llamar para pactar con esa “nueva” organización criminal y que años después se volverían los símbolos del terror en Texcaltitlán y alrededores del sur del Estado de México: un pez y una fresa, en alusión a los apodos de dos hermanos, los Hurtado Olascoaga, quienes se erigían como los continuadores del trabajo criminal que empezó a principio de este siglo Nazario Moreno González, alias San Nazario o El Más Loco.
“Primero, empezaron con cosas sencillas. Pedían 100 pesos por cada puesto y se cobraba los martes en la plaza principal”, narra uno de los informantes. “Y aceptamos porque este pueblo no es de pleito y queríamos la fiesta en paz. Ahí nos equivocamos: una vez que dimos el primer pago, nos condenamos”.
Luego, la instrucción creció a 100 pesos por trabajador. Y se extendió más allá de la plaza principal: a los dueños del Hotel El Señor de la Esperanza les pidieron una cuota mensual que creció a pago por habitación, vacía u ocupada.
Luego se exigió un depósito por cada cabaña donde se quedaban los pocos turistas que en aquellos años visitaban el bosque de la Venta Ejido Morales, a un lado de la Laguna del Aserradero.
“Pensamos que iban a ir sólo por lo turístico, que no es mucho en el pueblo. Y de nuevo pensamos: ‘pues está bien, no tenemos mucho turismo, más que nuestros paisajes’. Somos un pueblo de campesinos, comerciantes, empleados de limpieza. No pensamos que se iban a meter con nosotros”, dice otra vecina.
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Impuesto criminal por doquier
Los pocos que pagaban lo hacían a regañadientes. Eran los “ricos” del pueblo y sentían la obligación moral de hacerlo por la comunidad, como también lo hicieron por meses los dueños de los restaurantes sobre la carretera Toluca-Sultepec, famosos por sus pulques y guajolotes con mole rojo.
Hasta que un día, el “impuesto criminal” se trasladó a las tiendas de abarrotes, la primera señal de que la vida cotidiana también sería trastocada.
Fue sutil. Las cajetillas de cigarros y botellas de licores aparecieron con calcomanías con un sombrero y la leyenda “Distribuidora del Sur”, una empresa fachada de La Nueva Familia Michoacana que obliga a las tiendas a comprar su producto y venderlo hasta 30 por ciento más caro para entregar sus ganancias al cártel.
Para que ninguna tiendita desviara recursos, el cártel creó su propio sistema de código de barras. El impuesto serviría para armar a los pistoleros de los hermanos Hurtado Olascoga en la guerra contra el Cártel Jalisco Nueva Generación, según comunicaron más muchachos flacos y armados que intentaron convencer de que la guerra convenía a Texcaltitlán.
Los precios empezaron a cambiar. Una cajetilla de 20 cigarros que en Ciudad de México costaba, hace tres años, unos 55 pesos, en Texcaltitlán valía 85. Un paquete de seis cervezas allá costaba 120. Un refresco de dos litros, 40. Pero se trataba de insumos que, en un pueblo con el 45.6 por ciento de habitantes en pobreza, son considerados lujosos, así que la comunidad no protestó.
“Y un día, se metieron a la carne, ya también costaba más. Y el pollo. El huevo. El litro de leche a 25 pesos, el kilo de tortilla a 16. El garrafón de agua a 60”, cuenta otra persona. “Y empezaron otros impuestos: por cada auto, por cada guajolote para hacer mole, por cada niño por ir a la escuela, por cada arreglito a nuestras casas. El costal de arena lo pusieron a 400 pesos y los ladrillos ni le digo. Ahorita tenemos que esconder hasta que arreglamos las fugas de agua porque nos lo cobran”.
Entonces, aparecieron los primeros inconformes, quienes fueron también los primeros desaparecidos, como el señor que rentaba lanchas en el Rancho Turístico El Pedregal o el empresario que se negó a pagar para meter varillas de construcción de su empresa al pueblo.
Uno de los habitantes cuenta que “si el coche se descompone, a veces ya es mejor dejarlo así porque les tenemos que comprar las refacciones a ellos y salen carísimas. A lo mejor uno puede pagar una llanta ponchada, pero ya algo como arreglar una suspensión o comprar medio motor, olvídese. El pueblo es un cementerio de coches abandonados”.
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La gota que derramó el odio
Y el extremo llegó a finales de noviembre, cuando un nuevo impuesto fue anunciado. Se cobraría por metro cuadrado de cultivo, sin importar que la cosecha de haba, chícharo o avena fuera para venta o autoconsumo familiar.
Tampoco importaba que las heladas de diciembre o enero pudieran arruinar lo sembrado. Aunque Texcaltitlán es una zona de temporales inciertos, la única certeza es que todos pagarían por una hipotética cosecha. O eso creyó el cártel.
Lo demás es bien sabido: el 8 de diciembre, los campesinos rodearon al jefe de plaza de Texcaltitlán, Rigoberto Sancha, El Payaso, y lo asesinaron junto a ocho gatilleros.
En la revuelta, también murieron tres pobladores. Y aunque el gobierno federal ordenó una ocupación militar en el pueblo para evitar una venganza, La Compañía puso retenes para secuestrar a inocentes y tiene, al menos, nueve rehenes, entre ellos hay cuatro menores de edad, a quienes pretende intercambiar por los pobladores que dieron muerte a sus cómplices.
Hoy, Texcaltitlán tiene una certeza y una duda. La primera es que hoy sabe que el crimen organizado coopta poco a poco a cualquier pueblo y la pesadilla empieza con cobros aparentemente inofensivos, como 100 pesos.
La incertidumbre es no saber cómo amanecerá el próximo 1 de enero, día marcado en el calendario como la fiesta en honor al Señor de Chalma, una de las más importantes de la comunidad.
En otros años se festejaría en las calles, con algarabía. Este 2024, la mayoría estará pertrechada en sus casas orando para recibir un Año Nuevo que no esté cargado de miedo, desasosiego y nuevos impuestos criminales.
MO