Mario Alberto Chávez Traconi era un falsificador y estafador de novela que incluso la Interpol lo señalaba como el número uno de México. Se especializó en fraudes con vouchers falsos, cheques de caja y certificados, cheques de viajero, tarjetas de crédito y transferencias. Como reportero lo había visitado a inicios de 2001, casi 10 años antes de que yo fuera ingresado a esta misma cárcel, el Reclusorio Norte del entonces Distrito Federal. Traconi me contó sus historias mientras yo, incrédulo, anotaba.
Pensaba que mucho de lo que salía de su boca podría no ser cierto o incluso producto de una fantasía. Chávez Traconi hacía apología de sí mismo y de lo que era capaz de lograr incluso en prisión. Se reía cínicamente. Se jactaba de tener relaciones con exdirectores del penal que le permitían privilegios, dinero, drogas, sexoservidores, y salidas clandestinas para delinquir con la firme promesa de regresar y compartir.
Mientras entrevistaba a este hombre que acababa de cumplir los 50, no fui muy consciente de lo que contaba La Traconi –como le llamaban los presos–, pero años después, con mi estancia en el mismo Reclusorio, lo que me dijo aquel falsificador comenzaba a tener sentido; yo mismo podía observar de cerca al sistema carcelario, lleno de úlceras, y constatar que las relaciones entre los funcionarios y los delincuentes –que generan dinero dentro y fuera de prisión– eran abiertamente cercanas, como si adentro del penal no importara de quién debían cuidarse.
Lo había visitado en el Área de Segregados y Protegidos, que ahora sabía que servía para los internos que corrían un alto riesgo de ser asesinados porque defraudaron, robaron o adeudaban dinero a otros de alta peligrosidad.
Traconi contó que en una ocasión convenció al director del penal –Jesús Villasagua Álvarez– para que le permitiera salir y, no sólo eso, también recibió financiamiento para rentar varias habitaciones en el hotel Sheraton María Isabel del Paseo de la Reforma. Después se hizo pasar por jeque árabe –esa gran nariz heredada de su madre italiana le pudo haber ayudado– y citó a varios joyeros judíos para que le mostraran sus mejores piezas. Hizo varias ofertas de compra, pidió un pequeño lapso de tiempo para decidirse y regresó a la cárcel para repartir y disfrutar del botín.
–¡Chécate nada más de lo que soy capaz! –me dijo con una sonrisa petrificada y sus ojos dilatadísimos por el crack que fumaba.
Recordé esa frase durante mis días en prisión. Habían pasado 10 años después de aquella entrevista, pero comencé a reescribirla con reflexiones actuales escritas en pedazos y servilletas de papel.
El Rey del Fraude ya no estaba en esta prisión, pero yo lo traje de nuevo aquí porque, repito, sus palabras parecían tener sentido en mi realidad.
Chávez Traconi alardeaba que se fugó con una boleta de salida falsa
Recordé y escribí que el pasillo largo que llevaba a su celda acababa de ser lavado, era irrespirable. El olor a suciedad era añejo, igual al que respiraría en los días de mi cárcel.
Cuando llegué a su celda, Chávez Traconi se estaba bañando así que tuve tiempo de observar detenidamente cada detalle. La celda parecía tener una especie de terraza en la que había dos sillas para que se sentaran los internos que le confiaban su expediente criminal para que los defendiera legalmente. Decía que contaba con las licenciaturas de Derecho, Ciencias Políticas y Ciencias de la Comunicación y Relaciones Internacionales.
Chávez Traconi era entonces el falsificador más importante de todo México. Su carrera delictiva la había iniciado falsificando la firma de su padre en un cheque al portador. Pero lo que más seducía de él era la historia de que había escapado de prisión, caminando por la puerta principal. Que concediera la entrevista no era algo difícil porque si algo le encantaba a Traconi era hablar, presumir, alardear.
A pesar de la sobrepoblación del penal, Traconi tenía la celda sólo para él. Colgado en la reja había un letrero que decía: “por educación toca antes de entrar, por tu comprensión, gracias”. De izquierda a derecha en las paredes colgaba un mapa de Tesoros del Mundo de la National Geographic Society, y también varios pensamientos escritos en cartulinas: “la creatividad no se agota, cuanto más se usa, más dura”; “mucha gente ve en el riesgo a un enemigo cuando en realidad es el aliado de la fortuna”; “Dios creó al hombre porque le encantan los cuentos”.
Pues el cuento número uno de Chávez Traconi –y por el cual había tomado la decisión de visitarlo– era que, el 24 de septiembre de 1999, huyó por la puerta principal del penal de Jonacatepec, en el estado de Morelos. Con ayuda de sus contactos en la cárcel imprimió una boleta de salida y un oficio de compurgación. Falsificó sellos y firmas del sistema penitenciario y después contrató a un actuario, le hizo llegar los documentos falsos y éste acudió al penal para exigir su inmediata libertad.
Chávez Traconi salió de esa cárcel caminando, sin sospecha alguna. Sin embargo, en una audiencia fechada en noviembre de 2000 negó su fuga y aseguró que ese día recibió una copia de la resolución que ordenaba su inmediata libertad y por eso exigió y amenazó a las autoridades que, de no cumplirse, las denunciaría por privación ilegal de la libertad. Mientras me contaba esa historia, que sí se había fugado, sus ojos destellaban. Pero luego ese brillo era interrumpido, otros internos llegaban a buscarlo, para pedirle o contarle algo mientras estaba dando una entrevista y eso lo enfurecía.
Así que gritó a uno de sus ayudantes para que no dejara pasar a nadie. Luego siguió contando que el entonces director del penal de Jonacatepec, Jesús Javier Rodríguez Robles, incluso lo hospedó en su casa y, al día siguiente, le ofreció llevarlo al aeropuerto del Distrito Federal. Ya estando ahí, el funcionario recibió una llamada en la que le informaron de que la boleta de salida era falsa. Así que Traconi dijo que no había problema, que regresaría a la cárcel para aclararlo todo.
Pidió permiso para ir al baño y… desapareció.
‘El Rey del Fraude’ hacía lo que quería dentro y fuera de prisión
Además de su cercanía con el director de la prisión de Jonacatepec, Mario Alberto Chávez Traconi contaba que su amigo íntimo había sido Jesús Villasagua Álvarez, exdirector del Reclusorio Norte. Él se supone le concedió la salida para realizar lo del hotel Sheraton e incluso le dio otro permiso para salir de prisión y festejar su cumpleaños en el puerto de Acapulco. Insistía en que no era un hombre de alta peligrosidad y por eso le concedían privilegios y salidas.
–Mis únicas armas son la pluma, el papel y la creatividad –me dijo.
Chávez Traconi describía realmente lo insólito en las relaciones cercanas entre reos y autoridades penitenciarias, llámense custodios o incluso el propio director. Y cuando estuve recluido sus palabras rebotaban dentro de mi cabeza y cobraban más que sentido. Podía ver con mis propios ojos que los internos que controlaban el mercado de la droga dentro del penal, por ejemplo, tenían acceso preferencial a la dirección de esa institución.
Muchas veces que estuve ahí por cuestiones de docencia penitenciaria, me daba cuenta de que esos vendedores de droga cruzaban las puertas de la dirección y salían de manera muy similar como cuando un funcionario de gobierno –que se cree muy influyente– entra a la oficina de su compadre, otro funcionario de gobierno parte de ese tráfico de influencias, sin que nadie lo cuestione. Ambos corredores de droga, que todos conocíamos porque no se ocultaban de nadie y eran intocables, como Traconi, implicaban dinero. Por eso su cercanía con Villasagua Álvarez.
En mis días de reescribir la historia, una compañera periodista me había ido a visitar y precisamente hablábamos de que, en el periodismo, aunque fueras testigo de algún hecho no lo podías publicar porque se necesitaban pruebas documentales, ya que la simple observación no era suficiente. La cuestión aquí es que ahora el animal carcelario me había tragado y yo podía deambular por sus paredes y entrañas intestinales.
Así que cada día corroboraba lo que pensé en algún momento era fantasía de Chávez Traconi. En mi permanencia de hecho también constaté que el total de las áreas del penal (Dirección, Subdirecciones, Comandancia de custodios, Servicio médico, Visita íntima, Centro escolar, Talleres y Cocina) mantenían relaciones muy íntimas con los internos que les generaban ganancias. Cada área tenía una célula de internos a su servicio que se encargaban de hacer el trabajo sucio para recolectar dinero.
Eso significaba el falsificador Chávez Traconi para el penal. Para reafirmar sus historias comencé a buscar internos que, como yo, lo hubieran conocido durante su estancia en el Reclusorio Norte. Y encontré a varios que lo recordaban. Dijeron que no salía de la dirección y que en verdad Villasagua le daba el mejor trato preferencial por delinquir y engañar a la gente dentro y fuera de la cárcel. Incluso en la oficina del director cocinaban y fumaban juntos base de cocaína, me lo confirmó el propio cocinero, alguien que recordaba a Traconi como uno de los personajes más emblemáticos de los tiempos en que internos poderosos y directivos eran de la misma clica.
También dijeron que Chávez Traconi, en sus mejores días, era el preferido de las comandantes de custodia que lo ocupaban para hacer dinero a través de cuotas de extorsión a la gran mayoría de los recién llegados. Decían que prácticamente hacía lo que quería dentro y fuera con ayuda de las autoridades.
En la celda de Chávez Traconi había una botella de agua bendita
Regreso nuevamente a la entrevista con Traconi: en su celda no había camarotes más que el suyo, los demás fueron transformados en un escritorio en el que tenía cajas con expedientes. Traconi defendía a muchos, pero también era un incesante escritor de oficios de reclamo dirigidos a la institución y a las comisiones de derechos humanos.
Con pluma y papel, lograba rebajar condenas, la propia y la de sus clientes; con pluma y papel lograba mejores condiciones de vida en prisión; con pluma y papel se acercaba a miles de pesos para sobrevivir en prisión. Con esos dos elementos inició su carrera delictiva: a los 14 años fue al cuarto de su padre, abrió un cajón, sacó la chequera y arrancó un cheque, lo firmó, y consiguió ayuda para cobrarlo en el banco. Ya en la primaría falsificó las firmas de su madre italiana Ana Maria, “la persona más bella y comprensiva”, y de su padre Mario, “macho mexicano, indio ladino, cerrado”.
En su estancia había una botella de agua bendita, me dijo, con la imagen de Judas Tadeo. También estaban las agendas penales 2000 y 2001, un manual de criminología, el Código Civil, Filosofía jurídica de la prueba, El proceso penal y su exigencia intrínseca, pero también había una bandeja con muchos, muchos, muchos, encendedores gastados.
–Con droga y sin droga soy funcional, ya estoy acostumbrado a esto y hay de aquel que se atreva a reclamar, incluyendo la autoridad porque aquí todos me la pelan.
Chávez Traconi no era continuo en la entrevista, y cada rato pedía un momento para fumar detrás de una cortina. Y cada vez que regresaba sus orejas parecían más grandes con su rostro empequeñecido por la droga. Aun así, pudo contar que en uno de sus primeros empleos fue promotor en la agencia de viajes Promociones Turísticas, de la cual lo despidieron. Dijo que le dio a ganar mucho dinero al dueño y en venganza, al día siguiente, llegó más temprano al lugar, llamó a un cerrajero argumentando que había perdido la llave y después extrajo la chequera y cobró los cheques.
Regreso a la huida del penal de Jonacatepec en Morelos. Dijo que cuando lo reaprendieron, seis meses después, en su cuarto de hotel fueron halladas identificaciones de la Presidencia de la República, de la Secretaría de Gobernación, de la Organización Mundial de Comercio, del Banco Interamericano de Desarrollo, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y de Amnistía Internacional. Las identificaciones tenían los nombres falsos de David García Guzmán o Alfredo Tello Busalachi.
Las autoridades decían que había acumulado una fortuna de millones de dólares con sus fraudes, pero la verdad eso no se percibía por ninguna parte. El defraudador vestía el uniforme beige, el color que viste la población con condena, y llevaba puestos unos huaraches. Era demasiado delgado, casi estaba en los huesos, pero no había opulencia como la acostumbran presumir los hombres que producen dinero en la prisión con cadenas y esclavas de oro macizo. Tampoco había lujos como un gran televisor o una videocasetera. Algo no encajaba con lo que presumía.
La única realidad era que Chávez Traconi siempre fue “carne de presidio”, como se conoce a los reclusos que entran una y otra vez a la cárcel. Llegó a tener 43 procesos acumulados por falsificación de documentos y fraude y aseguraba que, en al menos el 50 por ciento de los casos, él mismo logró su absolución. Sin embargo, parecía sentirse más seguro detrás de los muros porque casi una tercera parte de su vida la había pasado en prisiones de Ciudad de México y Morelos, donde operaba y radicaba su familia.
Chávez Traconi recibió más de 200 tiros de AR-15
En 1997 salió del Reclusorio Norte después de purgar una condena de 15 años, después vino lo de la fuga de Jonacatepec y luego volvió a ingresar al Reclusorio Norte, donde lo entrevisté. Incluso ya en su decadencia volvía a estar en otra prisión de Morelos, en la Cárcel Distrital de Jojutla, donde contaba con cinco averiguaciones previas, todas por el delito de fraude. Tenía 54 años y purgaba una sentencia de 26. Ahí en Jojutla también vivía de la extorsión y engaños a los reos y continuaba extendiendo su malicia más allá de los bardas y torres carcelarias, sin importar quien fuera la víctima.
Me enteré de eso casi 23 años después de aquella entrevista, ya estando yo en libertad porque lo googleé. Tenía curiosidad por saber qué había pasado con su vida. Y cuando leí otra vez de él, me acordé de su sonrisa que mostraba casi la totalidad de su dentadura y la punta de su lengua pegada a los dientes superiores. En el fondo siempre pensé que su sonrisa era cínica y que sinceramente no era capaz de causar tanto mal como para que lo asesinaran, pero creo que me equivoqué.
El 8 de agosto de 2010, El Rey del Fraude iba a bordo de una camioneta que lo trasladaría del penal de Jojutla al Centro de Reinserción Social de Atlacholoaya para cumplir con una diligencia, cuando fue alcanzado por un comando armado de entre 10 y 12 hombres. Dispararon muchas balas, incluso para matar a dos custodios y herir a otro más. En la cámara del vehículo quedó el cuerpo del que fuera considerado el falsificador número uno de México.
Uno de los artículos que encontré sobre el crimen publicó que Mario Alberto Chávez Traconi recibió más de 200 tiros de AR-15 y que hombres al servicio de un cártel lo habían asesinado. Sin saberlo, reescribí su historia ya con él muerto. Adiós a Traconi.
GSC/ATJ