El lugar donde habita Jorge Iván Hernández Cantú es un congal. Es 2016 y cada noche la mesa se empolva de cocaína, se derraman las botellas de whisky, entran y salen mujeres que cobran por hora y suenan corridos a todo volumen que retumban los muros: la cama king size, el jacuzzi improvisado, la pantalla de 50 pulgadas, un cuadro de Scarface y el altar a la Santa Muerte. Nada inusual para la morada de un capo poderoso, excepto un detalle: está dentro del Penal de Topo Chico en Monterrey, Nuevo León.
De lunes a lunes, el primer piso del dormitorio “Ambulatorio C” se vuelve un antro que funciona desde la tarde hasta la madrugada. Pero un día de diciembre de 2015 la música resuena con más fuerza. La perilla del volumen está al máximo y los woofer del sistema de sonido vibran como si fueran a romperse. Nadie en el penal puede ignorar esos corridos que enaltecen al Cártel del Golfo.
Pero a Jorge Iván, apodado El Credo, sólo le interesa que una persona en particular los escuche: Juan Pedro Salvador Saldívar Farías, un enemigo a muerte por ser un miembro prominente de Los Zetas que ha sido trasladado recientemente a esta cárcel de la Sultana del Norte.
La voz del cantante Beto Quintanilla sirve al Credo para avisarle a El Z-27, que está pisando territorio ocupado. El Cártel del Golfo es el administrador del Penal de Topo Chico desde hace, al menos, cinco años y lo ha convertido en un negocio pujante: todo lo que se vende, renta, entra o sale de aquí paga impuesto, además de que los sicarios se mueven a su antojo. Y esos privilegios no van a cambiar de bando con la llegada de ningún “zetón” por más ambiciosos que sea.
Del congal del Credo salen risotadas en el cambio de canciones. Gritos, porras, burlas. El Z-27 toma nota del agravio y desde esa noche escandalosa planea su venganza, que no sólo incluye la cabeza de su viejo enemigo, sino la toma de la prisión.
No lo sabe aún, pero su ira acabará con su grupo criminal. Los Zetas, infames en México y en el mundo por sus brutales ejecuciones, alguna vez el cártel de mayor expansión en México, se extinguirán.
La temible era de los ‘numerados’
Siete años antes de que el expresidente Felipe Calderón militarizara la seguridad pública al declarar la “guerra contra el narco”, el Cártel del Golfo hizo lo mismo con el crimen organizado al engendrar a Los Zetas como su guardia armada.
El entonces líder del Cártel del Golfo, Osiel Cárdenas Guillén, convocó a militares de élite que habían desertado de la Secretaría de la Defensa Nacional para que les dieran protección, así como a la cúpula y sus negocios. En diciembre de 1999, en el restaurante de un hotel en Matamoros, Tamaulipas, los diez más cercanos le juraron lealtad y se repartieron las primeras claves inspiradas en el color “azul zeta” de los uniformes de los oficiales del Ejército mexicano. Arturo Decena se hizo llamar El Z-1; Alejandro Lucio Morales Betancourt, El Z-2; Heriberto Lazcano, El Z-3 y así sucesivamente.
Con el grito “¡Mata, Dios perdona!”, se inauguró la temible era de los “numerados”, según el relato de Ricardo Raphael en Hijo de la guerra (2019).
Los Zetas destacaron rápidamente por su brutalidad. Mezclaban los castigos aprendidos en la milicia con las iniciaciones de los cuarteles estadounidenses, como el Fuerte Hood, y le añadían las torturas que debían soportar los kaibiles. Así crearon sus propios métodos de presión. Las incipientes redes sociales y las primeras planas de los medios se atiborraron de degollamientos, descuartizamientos o decapitaciones que, hasta entonces, sólo cometían los grupos terroristas en Medio Oriente. México aún no conocía ese horror.
La sangre se convirtió en otra forma de pornografía y el terror en la marca de este grupo criminal. Una vez que forjaron una reputación de bárbaros, Los Zetas iniciaron una agresiva expansión por el noreste del país para que el Cártel del Golfo dejara de ser una agrupación estatal en Tamaulipas. En 2003 llegaron a Coahuila, de acuerdo con el analista Jacobo Dayán, y en 2004 arribaron a Nuevo León, según Simón Vargas. Con esa tercia de estados bajo su bota militar, Los Zetas y el Cártel del Golfo se preparaban para expandirse.
Ubicarse en estados con poderosas economías fue una tragedia para el país. El entonces director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), Guillermo Valdés, notó que Los Zetas cambiaron el modelo criminal en México, pues al narcotráfico sumaron la extracción del patrimonio a la sociedad a través del secuestro y el derecho de piso. No sólo militarizaron el crimen, lo diversificaron.
Y aplicaron su propio método. “El yugo zeta”, lo llamó el académico Sergio Aguayo. Primero, infiltraron las policías estatales y municipales. Luego, extorsionaron a los empresarios, silenciaron a los medios e impusieron su agenda mediante asesinatos híper publicitados y masacres silenciosas. Y entonces cooptaron toda actividad económica: desde las maquinitas tragamonedas en tiendas de abarrotes y deshuesaderos en las periferias hasta casinos, carreras de caballos, bares de table-dance y gasolineras en las zonas más acaudaladas.
Un emporio del crimen organizado
Con esa estrategia Los Zetas pelearon contra el Cártel de Sinaloa en La Laguna, convirtiendo esa región metropolitana en una fosa clandestina. También se metieron a Monterrey asesinando a mansalva. Crearon un sistema de franquicias y así inauguraron células que iban desde Baja California hasta Chiapas para crear la sensación de que ningún rincón de México estaba a salvo de ellos. Y cuando hicieron metástasis, se expandieron fuera de las fronteras convirtiéndose en socios de pandilleros en Centroamérica, de narcos en América del Sur y mafiosos en Europa, como la italiana 'Ndrangheta.
Para 2010, Los Zetas estaban en todo el país, superando en plazas a la gente de Osiel Cárdenas Guillén. Ebrios de poder, decidieron dar el paso siguiente: ya no ser la guardia armada de otros, sino afianzarse como un grupo propio. La emancipación de Los Zetas.
Los “numerados” se independizaron con una certeza en la mente: su marca criminal era más grande que la de sus creadores. Los Zetas habían logrado convertirse en sinónimo de brutalidad y violencia irracional dentro y fuera de México. Su sola enunciación hacía temblar a pueblos enteros. Sembraban miedo y cosechaban rendiciones. Al mismo tiempo, provocaban un amplio rechazo por sus asesinatos contra civiles y crueles métodos.
En 2006 Los Zetas asesinaron al ídolo musical Valentín Elizalde; un año más tarde, torturaron y ejecutaron al capitán de infantería Jacinto Granada. En 2008 aventaron tres granadas de fragmentación a la multitud que festejaba el Grito de Independencia en Morelia, Michoacán, con lo que inició la era del “narcoterrorismo”. Y al año siguiente asesinaron al periodista Eliseo Barrón, balearon el diario El Siglo de Torreón y su enloquecida racha de desapariciones causó la fundación de ‘Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos’ en Coahuila, con apoyo de la Iglesia católica.
Su violencia había disparado los homicidios: México contó 9 mil 921 asesinatos en 2005 y, cinco años después, ya sumaban 25 mil 757. Aparecieron fosas clandestinas. Brotaron palabras como “enmaletado” o “tableado”. Y cada video con torturas atroces se convirtió en un desafío a las Fuerzas Armadas. La situación era insostenible.
El exdirector del Cisen aseguró en el estudio “Reconquistando la Laguna”, elaborado por El Colegio de México en 2020, que el gobierno se dio cuenta de que no podía ganar la guerra. Había muchos frentes abiertos. Demasiados enemigos al mismo tiempo. Tenían que concentrarse en uno, el más violento. “En consecuencia, cambiamos el objetivo [...] y decidimos irnos contra Los Zetas”, admite Valdés.
El relato oficial sostiene que el Estado se decidió a perseguirlos con toda la fuerza. Otros expertos, como el periodista José Reveles, aseguran que el entonces secretario de Seguridad Pública federal —Genaro García Luna, hoy encarcelado y con sentencia de 38 años por coludirse con el crimen organizado— se alió con el Cártel de Sinaloa para acabar en conjunto con Los Zetas. Éstos serían descritos por Barack Obama como “una amenaza global”.
Los Zetas respondieron de la única manera que conocían: con más violencia. En agosto de 2010 masacraron a 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, y operaron la matanza de 17 personas en la Quinta Italia Inn en Torreón. El año siguiente asesinaron a unas 300 personas en Allende, Coahuila, mataron a 53 con la quema del Casino Royale en Monterrey, y ultimaron al agente estadounidense Jaime Zapata.
Incluso, se metieron con una de las actividades sagradas de los mexicanos: el fútbol. En agosto de 2011, en vivo y a través de las cámaras de TV Azteca, el país vio cómo cientos de aficionados se protegían de balas pérdidas durante una balacera afuera del estadio del equipo Santos en Torreón, Coahuila. Ni en la grada se podía estar a salvo de Los Zetas. El contraataque del gobierno arreció.
Así fue la ofensiva del gobierno mexicano
“El objetivo no era [deshacer] a la organización. La estrategia era ir de abajo hacia arriba, agarrando a las estacas [...], [con lo cual se reducían] las capacidades de violencia y operación de la organización, detener de preferencia a los contadores que tenían computadoras con mucha información sobre la red de protección, sobre los líderes de plaza y sobre los líderes regionales”, resumió Valdés en una mesa redonda en El Colegio de México en 2020.
Los operativos dieron resultados pronto. Sus apoyos en policías locales fueron arrestados, sus giros negros clausurados, sus propiedades requisadas. Para 2012, Z-1 había sido abatido; Z-2, detenido; Z-3 asesinado por fuerzas federales; Z-4, aprehendido. Otros numerados, como Z-7 o Z-14, estaban fuera de combate. Incluso, agentes antidrogas en Texas hicieron correr el rumor de que cualquier narcotraficante detenido en suelo estadounidense con cocaína del Cártel de Sinaloa no sería “molestado”, pero sí la “merca” venía de Los Zetas, irían sin escalas a prisión.
En 2013 fue detenido Miguel Ángel Treviño Morales, Z-40, líder del grupo. Y dos años más tarde su hermano Omar, Z-42, corrió la misma suerte. Monte Alejandro Rubido, comisionado Nacional de Seguridad en el gobierno de Enrique Peña Nieto, festejó ese arresto en marzo de 2015 con una frase contundente que resumía el éxito de la misión: “Los Zetas pueden desaparecer”.
Arrinconados en las cárceles, a Los Zetas sólo les quedaba la presencia en las celdas. Desde ahí pensaron que podrían recuperar fuerza y retomar el poder perdido. Hasta que una mala estrategia en el penal de Topo Chico generó el efecto contrario.
El motín carcelario más letal de Los Zetas
Sólo Z-27 sabe cuánto tiempo toma planear una venganza. Las fechas sugieren que tardará entre dos y tres semanas en agrupar a sus guerreros y contarles la estrategia para vengar el agravio de aquella fiesta ruidosa y apoderarse del penal. En silencio decide el día y la hora de ejecutar el plan: miércoles 10 de febrero de 2016, a las 23:30 horas.
Es crucial ganar la batalla. La presencia de Los Zetas se ha debilitado en las calles y las cárceles se han vuelto su último reducto de poder. Desde ahí organizaban masacres, ocultaban líderes, disolvían cadáveres e, incluso, blindaban artesanalmente a sus “monstruos” o tanques de guerra. Pero desde que el gobierno federal avaló los cierres de los penales de las ciudades Gómez Palacio y Piedras Negras para restarle poder al crimen organizado, Topo Chico es lo último que les queda.
Así que Z-27 y sus cómplices esperan la hora acordada y abren las puertas para avanzar hacia el “Ambulatorio C”, el congal del Credo. Apenas llegan y blanden las armas blancas que han escondido de los custodios: puntas hechas con cepillos de dientes, navajas para afeitar, desarmadores, cuchillos de cocina y machetes. Los integrantes del Cártel del Golfo responden con martillos, barras de acero, tablones para castigo y bates de béisbol.
Un custodio activa el botón de alerta. Sabe que está frente a una batalla perdida: en el área de conflicto hay sólo tres celadores contra unos 300 internos armados. Y en el resto de la prisión hay sólo 49 guardias para 3 mil 984 internos. Contener a esa turba es imposible, así que el personal de seguridad decide mitigar los daños: espera el arribo de la Fuerza Civil y deja que se maten entre ellos, mientras cuidan de las 480 mujeres y los niños que viven en la prisión.
El “Ambulatorio C” se vuelve un matadero. En los dos niveles y sus 16 celdas van cayendo los internos: decapitados, apuñalados, apaleados. Casi todos con contusiones profundas en el cráneo, según el dictamen de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Sus cuerpos fueron abandonados en sanitarios, regaderas y hasta en la tortillería de la zona.
Alguien inicia una hoguera en las Secciones 2, 3 y la bodega de alimentos. El fuego consume las sábanas, la ropa, las televisiones y los refrigeradores. Unos gritan enloquecidos por la sangre de los adversarios, otros por las quemaduras y unos más suplican que ya no les peguen, que son ajenos al pleito.
Hasta la madrugada del 11 de febrero, Fuerza Civil y la Policía Federal retoman el control del penal. El saldo es de 49 muertos y 12 heridos de gravedad. Entre los sobrevivientes destacan dos: un casi ileso Credo y un herido Z-27, quienes se han mantenido lejos de la revuelta para que otros pusieran sus cuerpos. Esto será conocido, al día siguiente, como el motín carcelario más letal en la historia de México.
Los Zetas perdieron las plazas y las celdas
El fracaso de la misión impacta en el ánimo de Los Zetas. Ni siquiera un plan elaborado puede desplazar al Cártel del Golfo, que crece en influencia dentro y fuera de la prisión. Han perdido las plazas y las celdas. La reputación de implacables que habían construido ya no tiene el viejo impacto. Y escuchan rumores de que, tras la fallida revuelta, el gobierno planea cerrar el penal y los separará por todo el país. Entonces se fragmentan.
Los aliados de los hermanos Treviño –Z-40 y Z-42– eligen como su nuevo líder a Juan Francisco Treviño Morales, El Kiko, quien bautiza a su facción como el Cártel del Noreste. Otros prefieren seguir los pasos de los viejos militares desertores y se hacen llamar La Vieja Escuela. Y otros, los más jóvenes, se nombran Sangre Nueva. Renovarse o morir.
Ninguno de ellos tiene la presencia nacional que alguna vez tuvieron Los Zetas. Hoy el Cártel del Noreste y su brazo armado La Tropa del Infierno está presente, por mucho, en ocho estados del país, según datos de 2022 de la Secretaría de la Defensa Nacional. La Vieja Escuela conserva unos pocos cotos de poder en la Huasteca y Sangre Nueva sobrevive en Veracruz y Puebla. De vez en cuando usan el nombre de Los Zetas, ¿será una nostalgia por un poder que perdieron y no volverá?
El Penal de Topo Chico cerró el 30 de septiembre de 2019. Sus muros cayeron y derribaron el último bastión de Los Zetas. Ahora, el congal que habitó Jorge Iván es un parque público, ‘Libertad’.
GSC/ATJ