—Presidente, Presidente (…) fue en el 2002, cuando era jefe de gobierno, autografíemela, por favor…—, le dice un señor detrás de la valla, a la mitad del recorrido que Andrés Manuel López Obrador hace mientras saluda a los cientos de personas que lo aclaman y que, una tras otra, le cuenta brevemente sus aflicciones.
El hombre le enseña un bonchecito de fotos antiguas. El Presidente se da el tiempo para verlas una a una. Alrededor, la gente exclama su nombre, “¡Presidente, presidente!”; alarga los brazos para tocarlo, se amontona con el cubrebocas a medio poner.
López Obrador acaba de salir de un acto en las instalaciones de la Comisión Nacional del Agua (Conagua) en Lerdo, Durango. El sol cae fortísimo en el terreno árido de la carretera.
Está contento porque uno de sus proyectos emblemáticos para el norte del país quedó destrabado. Es el programa Agua Saludable para La Laguna. Ambientalistas y agricultores se oponían, hasta un amparo habían tramitado.
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Pero el 15 de agosto, el mandatario vino a dar un ‘manotazo en la mesa’. Instruyó a los gobernadores de Coahuila, Miguel Riquelme, y José Rosas Aispuro, de Durango, para hacer política: convencer a los inconformes
dialogando.
Se sumaron Conagua, la Secretaría de Gobernación (Segob) y los alcaldes de los nueve municipios de la comarca lagunera.
Poco más de mes y medio y la oposición se diluyó. Convencieron a los disidentes y ahora el mandatario viene a decir “manos a la obra”. Por eso está contento. Se le ve. Y también se ve que ya extrañaba su alimento espiritual: el contacto con la gente.
En su discurso, narra un episodio del general Lázaro Cárdenas, en el que detiene su paso para escuchar a la gente. "No hay presidente que le procese más amor al pueblo que el presidente Cárdenas", dice.
—La voz del pueblo es la voz de Dios. Hay quienes no quieren escuchar. Se molestan incluso cuando tienen que escuchar a la gente. Cuando están buscando los votos, ahí sí son buenísimos para hacerle la barba al pueblo, pero una vez que tienen los cargos ya no quieren escuchar al pueblo—, agrega.
Así, sin que la pandemia termine todavía, antes de irse, decide bajarse de la camioneta blanca para estrechar manos, para sentir el amor de su pueblo, para abrazar y prometer soluciones a cada uno de los problemas que le gritan en medio de la multitud.
Hacía más de un año que el presidente no hacía eso. La pandemia lo había obligado a frenar su impulso de tocar a las multitudes. Pero hoy algo cambió.
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La gente, eufórica, tras la valla de seguridad que les llega a la altura del pecho, intenta resumir lo más rápido sus peticiones; el mandatario pasa lento, pero no se detiene. O casi no se detiene.
—¡Necesitamos ayuda en la ciclopista!
—¡No tenemos agua!
—¡Nosotras ayudamos en la pandemia!— gritan dos enfermeras jóvenes.
—¡Gracias por el agua!— dice un señor.
—¡Gracias, señor Presidente!—, añade una mujer.
—Todo lo que podamos ayudar…— responde extasiado el mandatario.
—Salió el laudo de mi hijo y no lo apoyaron…
—Señor Presidente, estoy desempleado.
—¡Señor Presidente, no abuse de su autoridad, nosotros somos ejidatarios!
López Obrador sigue avanzando con una sonrisa por delante.
—¡Ayúdenos a encontrar a mi hija Yahaira Sugey!—, dice un hombre cuya hija desapareció en la carretera hacia Mazatlán, a donde fue de vacaciones con su novio.
—¡Está preso injustamente el profesor Hugo Schulz!
—¡Necesitamos que saque a la corrupta que tiene Alicia García Valenzuela en el sindicato del municipio de Durango!
—¿Qué dice?—, le exclama un anciano sonriendo.
—¿Cómo está usted?—, le responde el Presidente.
—¿Se acuerda que marchamos juntos de Tabasco a la Ciudad de México? Es usted un hombre muy valeroso—, le dice el viejo.
—¿Sabe que lo quiero mucho?—, le dice una señora y le da uno de sus libros para que lo autografié.
—Sí—, dice López Obrador mientras firma.
Un policía de tránsito espera a que el presidente levante la vista. Ya que lo ve, le dice, entre la multitud: “¡bienvenido a Lerdo, señor Presidente!”
—Vamos a iniciar la recontratación—, dice el mandatario a dos doctoras que lo increpan porque las despidieron tras las olas más fuertes de covid.
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Hasta que llega con el señor que le entrega las fotos. López Obrador se detiene. Lo ve y ve las fotos. El hombre, que no cabe de la alegría, se señala la cabeza, el cabello cano y la calvicie que avanza. Y dirige el dedo a la foto. Le hace ver que es él, pero hace casi 20 años.
Es Rosendo Sánchez, del municipio de Tlahuelilo. Le entrega al Presidente una pluma que se saca del bolsillo de la camisa para que le firme las fotos donde sale él, cuando era jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal. El mandatario le firma muy contento.
—¿Cómo ves, Presidente?—, pregunta.
—Estás muy joven—, dice el mandatario.
—¡Y tú estabas más! Mira, enséñale.
Y le enseña a una señora que está junto a él.
Y ella responde muy alegre: “ándele, bien guapo nuestro Presidente”.
—Nos atendiste allá arriba...—, continúa don Rosendo hablándole al Presidente—No sé si reconozcas a Gustavo Guerrero (lo señala en la foto).
—Sí.
—Gustavo Guerrero, luchador social, se murió en la lucha.
López Obrador ve las fotos una a una en sus manos.
—Fuimos a que nos dieras permiso para vender melones en la Ciudad de México.
—Así es, así es.
—Yo también traía el pelo negro, pero pintado ya— se ríe.
La señora de junto suelta una carcajada con el chascarrillo.
El Presidente observa detenidamente más fotos y luego alza la vista y sonríe con el hombre.
—¡Guárdalas!—, exclama, y le regresa las fotos y la pluma.
—¡Claro que sí!
López Obrador, el hombre que se alimenta del clamor popular, sigue avanzando. La gente lo adora. Y él se mueve como pez en el agua. Harto de más de año y medio de pandemia y distancia social, se anima y agarra el rostro de una viejita con cubrebocas que le pide una foto y le besa la mejilla.
Contento, levanta las manos para despedirse y se va. La multitud sigue aclamándolo. López Obrador se sube a su camioneta y, al fin, tras una pasarela de casi 15 minutos, emprende el regreso a la capital.
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