Si llegaran a decirle que no pueden vacunarla porque ha venido sin cita, o porque no vive en Iztacalco, o porque hoy sólo vacunarán a los adultos mayores cuyos apellidos paternos empiezan con A y B, la señora Ángela Poté, de 83 años, vecina de Iztapalapa, se ha propuesto decirles, para convencerlos de que la vacunen, que llegó desde las 04:00 horas para formarse en “la fila de las vacunas”. Que el canijo taxista le cobró 120 pesos y que ya la dejó sin dinero para comprar los dulces que vende en su casa, desde la ventana.
Les dirá que tiene dos hijos, y si no la acompañaron fue porque uno está muy enfermo de la diabetes y porque el otro vive hasta Texcoco y no quiso molestarlo. Es más, ninguno de los dos sabe que a la mochila roja echó el acta de nacimiento, el INE, un plátano y un bolillo con cajeta, que cargó con un pequeño cesto para la basura donde habrá de sentarse; que se puso triple suéter y el maltrecho cubrebocas, que agarró su bastón, y que ahora está formada, esperando a que abran las puertas del Palacio de los Deportes.
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Les dirá que quiere vacunarse porque trae un catarro desde hace más de seis meses y no se le quita. Que por eso le duele la cabeza y carga con esa “tos de perro”. Que les aclarará que la columna chueca, la hernia, el problema de colon, los piquetes de cuerpo y la bronquitis ya eran males que padecía desde antes de la pandemia. Que en los últimos dos meses han muerto tres sobrinos y un nieto: a uno lo mataron a balazos, otro murió de un infarto, y dos más por covid-19.
—¿Y si no la vacunan? —
—Mañana vengo otra vez. Yo ya me quiero vacunar, señor. Tengo mucho miedo.
A las 10 de la mañana con 22 minutos, más de seis horas después de haber salido de la colonia Tepalcates, la señora Ángela saldrá con la vacuna Sputnik V puesta en su hombro izquierdo.
—¿Qué les dijo para que la vacunaran? —
—Nada, me tocó una señorita bien amable. Ella me llevó con un doctor y él me vacunó. Que en 21 días me van a hablar por teléfono para la otra vacuna.
—¿Y cómo siente?
—Por un rato se me olvidó todo. Fue bonito, señor. Ahorita ya me duele todo otra vez, pero el miedo como que sí se me está quitando.
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Dicen que las filas son una suerte de precio que se paga por conseguir un desenlace. Las filas nos reconocen como iguales, además de que administran el caos humano. Las filas son esos lugares donde uno reflexiona si formarse tiene sentido. Las filas, según leo en un artículo académico (“La teoría de las colas”, de Victoria Pérez), se asocian a la ansiedad, al estrés, a las fobias, a la ira e incluso a la violencia. Incluso las filas tienen su propia aversión: la macrofobia.
Los mexicanos, como tantos otros, hacemos fila para todo y, desde que empezó la pandemia, hemos hecho filas para abastecernos de oxígeno, para tomarnos la prueba de covid-19, para recibir atención hospitalaria, para el panteón, para el crematorio y, claro, ahora también hacemos fila para que nos vacunen, aunque no sea estrictamente necesario hacerla.
Tal es el caso de Salvador González, de 33 años, vecino de la Agrícola Oriental, que ayer martes llegó a formarse a las 19:00 horas. Es decir: casi 14 horas antes de que su mamá, la señora Irma Aguilar, 63 años, fuera vacunada.
Todo empezó porque una tía de Salvador vio que ya había gente formada. Y como Salvador había escuchado sobre la desorganización que ha habido en Ecatepec para vacunarse, supuso que, si su mamá llegaba a la hora de la cita, a las 16:00 horas, seguro no alcanzaría ni las disculpas. Así que a la mochila echó una cobija, una bolsa de chocolates y dos botellas de agua, que no comió o bebió porque no había baño.
“La espera se me hizo corta porque formarse ya es parte de uno”, dice Salvador y recuerdo otro texto sobre las filas (“Hacer cola”, de Valentín Muro), donde se pide concebir a la fila “como parte de la gestión”, como un “tiempo invertido para solucionar una responsabilidad ineludible”.
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“A lo mejor fue muy egoísta de mi parte venir a hacer fila, pero yo no me iba a arriesgar a que no vacunaran a mi mamá”, dice Salvador, quien se había formado por última vez en 2002, cuando acompañó a su abuela a ver al papa Juan Pablo II.
“Quizá nosotros mismos hacemos el desorden por venirnos a formar desde antes, pero las autoridades nos tienen acostumbradas a que nunca hacen lo que dicen”, dice y luego cuenta que la organización lo sorprendió. “Todo ha sido muy rápido, a lo mejor hice fila a lo tonto, pero ya está vacunada mi mamá”.
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La señora Ana María Aguilar, 83 años, vecina de la Ramos Millán, sabe que cualquiera de sus dos hijos la hubiera acompañado a vacunarse. Pero uno se le murió de covid y el otro casi no la libra. Por eso viene agarrada del brazo de su nuera, Laura Ruiz, quien también se contagió y quien, por esas cosas del patriarcado, tuvo que hacerla de enfermera de su esposo, de su hijo y de ella misma. Hoy están muy endeudados. “Pero podemos contar la historia”, dice la señora Ana María después de que la vacunaran. “Llevo encerrada un año, ¿Cómo cree que no voy a llorar si estoy contenta?”
La señora Aguilar llegó a las 07:20 horas, entró a las 9:32 y salió a las 10:10. Tres horas. Por eso no hay que hacer filas.
FS