En 2009 la crisis de influenza AH1N1 tenía a muchos mexicanos con miedo. Por las calles, en el transporte y en plazas públicas la gente usaba cubrebocas, estornudaba en su antebrazo y cargaba con un bote de gel antibacterial. Yo era entonces un adolescente que cursaba segundo año de secundaria y fui uno de los más de 9 millones de infectados en México. Así fue mi experiencia.
Como cualquier otro día, me preparaba para ir a la escuela ubicada en Iztapalapa. Comenzaba a sentirme un poco mal, pero no lo suficiente para justificar una falta. Asistí y tomé una clase o dos, pero el malestar fue creciendo y decidí ir a la enfermería. Era como una gripe: escurrimiento nasal, fatiga y dolor de cabeza, nada inusual.
Con el temor ya propagado, la primera acción de los encargados, sin meditarlo, fue llamar a mis padres y mandarme a la clínica más cercana, la número 25 del Instituto Mexicano de Seguro Social (IMSS), ubicada en la misma alcaldía que el lugar donde estudiaba. Allí, contrario a otras visitas realizadas, la atención fue rápida y sin demoras.
Inmediatamente fui alejado de otros pacientes. Con trajes que parecían espaciales, los médicos me hicieron pruebas que concluyeron lo ya esperado: tenía influenza. El semblante de mi madre al oír la noticia fue de temor. La enfermedad ya había causado muertes; había pánico y mitos. Yo, aunque preocupado, celebré inocente la orden de no presentarme en la escuela.
Las instrucciones fueron claras: debía quedarme en casa sin que nadie más entrara al cuarto. Para evitar contagios, sólo una persona podía tener contacto conmigo para entregarme alimentos. Me recetaron Tamiflu, que ya entonces era imposible de conseguir en farmacias y sólo estaba en poder del gobierno.
Mis cubiertos debían desinfectarse, tenía que beber muchos líquidos y estar en reposo al menos dos semanas. Cualquiera que entrara al cuarto debía hacerlo con cubrebocas y lavarse las manos de inmediato al salir. Mi mamá decidió ser la que me cuidaría; sin embargo, toda mi familia tuvo que vacunarse.
Así, pasé 14 días en cama únicamente levantándome al baño, experimentando lo que puedo describir como una gripe muy fuerte, con un cansancio que me robaba toda la energía. Me movía de un lado a otro, veía televisión y leía. Aunque totalmente aburrido, poco a poco me recuperé del agotamiento que experimentaba.
Pasado el tiempo de reposo fui al seguro social para otra consulta. Me dieron de alta, una suerte con la que no corrieron los cerca de ocho mil muertos que se registraron en el país.
MRA