Desde el momento en que le indujeron el coma para intubarlo, lo que ocurrió el 10 de mayo, hasta el día de hoy (domingo 21 de junio), Luis Quevedo no recuerda nada y de lo que se acuerda desconfía si es real o se trata de otra de las variadas alucinaciones que ha estado teniendo desde que despertó.
"Es una angustia no saber qué es verdad y qué es mentira", me dice desde su casa en Guadalajara, donde todavía se encuentra aislado, enganchado a un tanque de oxígeno.
Entonces, por ponerme un ejemplo de esa confusión mental en la que está sumergido, don Luis me cuenta que de pronto se encuentra en un sótano, que es un lúgubre laboratorio, donde lo ponen de cabeza y lo inyectan y lo golpean todo el tiempo.
"El doctor me dijo que por el poco oxígeno que le llegó a mi cerebro, estoy creando vivencias que chocan con la realidad".
La memoria de don Luis le da para acordarse de que su esposa, que es médica en Acatlán de Juárez, a unos 50 kilómetros al sur del Guadalajara, lo aisló en cuanto la pandemia apareció en Jalisco. Los Quevedo, por lo que me cuenta, fueron extremadamente cuidadosos y por eso aún no sabe en qué momento se contagió.
“Un día desperté hirviendo de fiebre, con una tos que parecía sacarme los ojos y con un dolor en la cabeza que retumbaba. Fui al hospital y ya no tuve conocimiento de nada”.
Lo que sucedió después lo ha ido reconstruyendo con ayuda de su familia, del médico que lo atendió y del personal de enfermería, a quienes nunca les vio el rostro, pero recuerda sus nombres y, cuando pase todo esto, espera conocerlos y agradecerles que lo hayan regresado a la vida. Por ahora, sigue armando el puzzle de los diez días en que estuvo intubado.
“En el coma, siempre hablé con mi esposa, pero en realidad estuve solo, sin la familia para reforzarme”.
—¿En sus alucinaciones, murió alguna vez?
Vi una luz blanca, entré y unos señores me dijeron que me estaban esperando, parecía agradable el lugar, pero mi esposa, que iba conmigo, me jaló de la mano, me dijo que teníamos que regresar y nos regresamos.
—¿Cuál ha sido la parte más difícil?
No poder integrarme a la realidad, tener el conflicto de no saber qué día es. El doctor me dijo que poco a poco iré superando la amnesia.
Don Luis ya no tose; en la última tomografía no hay nada de qué preocuparse. Y ya habla: la intubación le lastimó la garganta. El oxígeno lo auxilia a que el cerebro distinga más rápida la realidad de los engaños de la mente. Algo real, por ejemplo, es que los hijos de don Luis tuvieron que desembolsar mucho dinero extra por el mes que estuvo hospitalizado.
“Que Dios me haya regresado es para seguir amando a mi familia y cumplir mis proyectos”, me dice y, antes de despedirnos, quiere añadir algo: “Estar vivo me obliga a compartir mi tremenda experiencia para decirle a la gente que se cuide, que esto sí existe y que lastima al enfermo y a su familia”.
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Muchas cosas han sucedido desde aquella madrugada cuando la fiebre despertó al comerciante Duals Pacheco con dolores en los dientes.
Sucedió, por ejemplo, que esa misma madrugada, Duals buscó unas pinzas de electricista y se arrancó los brackets. “Veintiún horas al día me dolía todo el cuerpo: las manos, los pies, la cabeza, las uñas, pero lo más doloroso eran los dientes, por eso me levanté a las 3 de la mañana y me quité los fierros y las ligas”, me dice mientras tose y pide disculpas por toser.
Sucedió, también, que Duals tuvo que aislarse en el cuarto de las visitas, en la azotea de su casa. Desde ahí jugaba con su hija de dos años. Desde ahí también presenció las fiebres que lo obligaban a ponerse trapos mojados en la cabeza. “No quería que se me calentara la sangre”, me cuenta. El paracetamol, los antinflamatorios y los anticoagulantes que le recetó el pediatra de su hija los combinó con un té de jengibre con cebolla, ajo, limón, eucalipto, orégano y miel.
Sucedió, además, que uno de sus trabajadores en la Central de Abasto, Armando, le mandó un mensaje de voz donde le decía que no podía respirar, que en el consultorio donde lo tenían con oxígeno no había ventilador y que necesitaba uno con urgencia.
“Yo estaba sude y sude, así que le sugerí llamar al 911 y que le consiguieran una ambulancia para trasladarlo”. Acompañado de su mujer, Armando visitó diez hospitales entre el Estado de México y la Ciudad de México. “En ninguno lo admitieron”, me cuenta Duals. “Falleció en la ambulancia”. Ese fue el 24 de abril. Semanas antes, la hermana de Armando también había muerto.
—¿Te dio miedo la noticia?
Sí y hubo dos noches muy complicadas en las que pensé morir. Era tal la intensidad del dolor y de debilitamiento que pensé que al día siguiente no despertaría. Y pensaba en mis hijos, en qué iba a ser de ellos.
Sucedió, además, que los pulmones de Duals se deterioraron. “El neumólogo me hizo una resonancia y me dijo que mis pulmones están muy inflamados, que no tienen flema, pero sí coágulos de sangre”, me cuenta y tose otra vez, y otra vez se disculpa. “Me mandó terapias de oxigenación y anticoagulantes, y me avisó que la tos no se me va a quitar hasta drenar los coágulos”. Si las terapias no funcionan, ya le dijeron, tendrán que desaguarle los pulmones con una sonda, y eso requiere operación.
Duals desea añadir que desde que se enfermó empezó a darle miedo la cercanía con la gente. “Ya no beso, ni abrazo, ni saludo a nadie. Creo que el distanciamiento es mi mayor trauma del coronavirus”.
—¿Cambiaste otro hábito?
La alimentación. Antes comía en la calle todos los días. Ahora sólo como en la casa.
Duals no se siente inmune: “He estado leyendo reportes y prefiero no confiarme. Me da miedo pasar otra vez por lo que pasé. Me da miedo contagiar a mi hija, a mi esposa y a mi familia”.
Duals ha pensado en irse del país, no sólo por el covid-19, sino por la inseguridad. “Tengo dos niñas y escucho casos de desaparición de mujeres, problema en el que no ha tomado medidas este gobierno”.
Duals no se volvió cristiano con el covid-19, ya lo era. “No creo en santos ni en la virgen, pero sí en Dios y él me ha dado fortaleza para lograr mis metas”.
Al final, le pregunto a Duals qué le dijo su dentista de que se haya arrancado los bracktes. “No le he contado”, me contesta. “Ahorita ese es el menor de mis males”.
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Octavio R. ya sabía que sus pulmones estaban afectados. Lo que ignoraba es que el daño fuese severo y que la rehabilitación sería larga.
"Dejé el cigarro hace 25 años, pero el doctor me dijo que con el coronavirus se me dañaron los pulmones como si hubiera fumado en dos vidas", me dice al otro lado de teléfono, justo antes de que lo agarre un ataque de tos.
Minutos antes, Octavio me había contado que él era de las personas que tomaba a la ligera las medidas de la sana distancia, que apenas y usaba el cubrebocas. Me había dicho, además, que era de la gente que no cuidaba la alimentación, que se desvelaba. “Nunca había pisado un hospital, creí que estaba sano”.
Octavio también me platicó que primero le dolió un oído, luego empezaron las dolencias en el cuerpo, pero cuando se asustó fue ese día en que llegó a su casa y ya no olió nada:
"Estaban pintando el baño y le dije al maistro que en mis tiempos nos mareábamos con el puro olor; noté luego que tampoco olía la comida, ni el jabón, ni el gel. Fuimos al doctor, llegué con fiebre, y ya no me dejaron salir del hospital".
En los días en que la fiebre parecía quemarlo desde adentro, Octavio reflexionó sobre su vida: “Pensé en el distanciamiento con la familia, y me propuse cambiar, acercarme más a ella y a Dios. De lo peor hay que sacar lo bueno”.
Eso bueno no parece encontrarlo ni en su trabajo ni con los vecinos: “Como mucha gente supo que me enfermé, la mayoría me da la vuelta, creen que soy la peste. Cuando paso a su lado, hacen como si estuvieran hablando por teléfono, hacen como que van hacia otro lado, o hacen como si no lo vieran a uno, y eso que soy el supervisor en la empresa. Eso, el rechazo, me lastima más ahorita que la tos”. Por eso me pide que cambie su nombre. “En Guadalajara les han pegado a enfermeras, a doctores y a enfermos, no quiero que pase eso conmigo”.
Cuando Octavio regresa del ataque de tos me dice que la desinformación de la gente es peligrosa: “Es más probable que la gente me contagie a mí que yo a ella, yo ya no tengo covid, sólo quedé tocado de los pulmones”.
—¿Y qué le dijo el neumólogo?
Que tengo lesiones en varias partes de los pulmones. Me dio esperanza de mejorar; no estoy jovencito, tengo 57 años, pero con ayuda de Dios saldré adelante.
* * *
Al día siguiente que lo dieron de alta, el reportero Ramón Sevilla notó que veía borroso a la distancia. Pensó que era algo pasajero, algo que desaparecería como habían desaparecido las fiebres de cuarenta grados que el covid-19 le había suscitado durante semana y media a principios de abril. Para paliar lo que él pensaba era vista cansada, se compró unos lentes en el Walmart de Lindavista, pero los dejó de usar porque la visión le disminuyó. Luego le vino una sed lépera. “Todo el día quería morder hielo”, me cuenta Ramón. “Fui a hacerme análisis y, no mames, wey, traía 400 de glucosa”. Su diagnóstico: prediabetes. “No sólo había quedado con los pulmones puteados, sino que también me había caído la diabólica”.
—¿Crees que el coronavirus te la detonó?
Pues nunca me había enfermado, wey.
(Mientras escribo este texto, me entero de que el King’s College de Londres ha dado a conocer un estudio donde la proteína ACE-2, a la que se une el covid-19 dentro del cuerpo humano, no sólo se encuentra en los pulmones, también está en los órganos involucrados en el metabolismo de la glucosa, incluidos el páncreas, el intestino delgado, el hígado, los riñones, lo que lleva a la aparición de diabetes en gente previamente sana).
—¿Y ahorita cuál es tu mayor temor? —le pregunto.
Qué tanto va a cambiar mi vida con la diabólica, ese es mi mayor temor; trato de informarme, de escuchar experiencias.
—¿Y te sientes inmune al Covid-19?
Me siento diferente, wey, a lo mejor porque quedé todo puteado, a lo mejor porque me la peló (fui la primera generación), pero me sigue preocupando alguna recaída, leo casos. No sabes si eres o no inmune. Y, aunque lo fuera, con diabetes no creo que pueda donar sangre.
—¿Pensaste en no librarla?
No, pero sí pensé en el infierno, wey. Estéfana, mi chava, dice que a veces no podía respirar, que me daban ataques de temblorina en los pies…
Entonces Ramón evoca aquella noche del viernes 27 de marzo cuando empezó la fiebre, cuando ya había perdido el olfato y el gusto y todo le sabía a metal, como si en vez de comer estuviera chupando una moneda. “Ahí fue cuando dije: ya valió madre”. Recuerda que el domingo llamó al 911 y que un médico le dijo que se estaba sugestionando. “Chale, wey, la verdad me sentía de la chingada”. Se acuerda de que el lunes fue a un consultorio particular y que ahí le diagnosticaron infección de la garganta. Rememora que el martes fue a uno de los Hospital Ángeles a hacerse la prueba, pero no se animó porque “estaba bien pinche caro”: le cobraban 25 mil pesos. Se la aplicó por 8 mil 500 en una carpa que se instalaba afuera del Hospital Español. El miércoles 1 de abril, a las 6 de la tarde, bien que se acuerda, le dijeron que era positivo, pero que no necesitaba hospitalización.
“Lo único que me dieron para enfrentar al coronavirus fue paracetamol, wey. Me dijeron: ‘la vas a pasar mal’. Tragaba cuatro gramos al día. Cuando la fiebre no bajaba, me echaba un regaderazo con agua fría, o me ponía una bolsa de hielos en la cabeza y en el pecho. Mi chava me decía que sí necesitaba ir yo al hospital porque me costaba respirar. Me sentía muy débil, me quedaba dormido donde fuera. No comes, todo te sabe mal. Pesaba 85 kilos y bajé a 78. Al día 11, cuando ya estaba mejor, me asomé al espejo y no tenía cachetes, wey”.
Como Ramón supuso que alguien debería darlo de alta, acudió a la clínica 20 del IMSS, en calzada Vallejo. Como todavía tenía tos y su saturación de oxígeno era de 90, lo mandaron a aislarse otra semana. “Me recomendaron un aparato para inflar bolitas, pero me aburrí”. Si su esposa se enfermó, lo desconoce. “No tuvo ningún síntoma, también se aisló conmigo”. El 28 de abril, Ramón regresó al hospital y lo dieron de alta. Entonces le vino la diabetes.
—¿Qué cambió en ti?
La manera de ver la vida, wey. Entiendes a los enfermos, a la familia que carga con el enfermo, entiendes a los amigos que se preocupan, entiendes que eres igual de vulnerable que cualquiera, y entiendes la importancia de llevar una vida lo más sana posible.
—¿Tomaste alguna decisión después del covid?
Mi chava dice que nos vayamos a Los Ángeles, pero no hay garantía de trabajar allá en lo que nos gusta. Nos quedaremos en Ciudad de México y nos adaptaremos.
Conocí a Ramón hace treinta años. Le digo que extrañaba escuchar su mal hablada y desmadrosa voz. Todavía usa lentes, pero ya no del Walmart.
bgpa