Un milagro. Eso fue lo que pensó el inspector Lucio Arturo García Gil cuando entró al pequeño departamento en Chimalhuacán, Estado de México, donde un hombre tenía como mascota a un tigre de bengala. “Es un milagro que no haya un muerto aquí”, pensó mientras recorría las habitaciones. “Si nadie hubiera descubierto a este animal, estarían aquí los peritos sacando un cuerpo. O varios”.
La sala era la zona de desastre que deja un huracán cuando los vientos se apaciguan: el sillón hecho trizas, la mesa reducida a astillas, las cortinas convertidas en jirones de tela, pero lo más impresionante era el piso: hasta en el cemento, las garras habían dejado surcos profundos. Esa fuerza anunciaba que en segundos partiría un fémur o un cráneo humano.
La noche anterior, el inspector García Gil —titular de la delegación de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente de México (Profepa) en la Zona Metropolitana del Valle de México— había recibido una llamada de sus superiores con un encargo que se ha vuelto común en los últimos años: "vamos a decomisar un gran felino que podría pertenecer al crimen organizado".
Foto: René Soto
La odisea comenzó a las 19:25 horas del viernes 11 de marzo, cuando vecinos de la colonia Adolfo López Mateos detuvieron a la patrulla 334 para avisar a los oficiales que un tigre asomaba la cabeza por la ventana abierta de una casa en la calle Águila. El policía tercero Alejandro Contreras fue testigo del animal y de las emociones que causaba entre los curiosos: unos estaban fascinados con el hallazgo, mientras otros estaban aterrados por la posibilidad de un escape.
Acompañados por bomberos del municipio, policías tocaron la puerta, pero nadie les abrió. Ante la emergencia, el equipo tuvo que dividirse: unos a custodiar la casa con pistola en mano y otros a enfilar hacia el Ministerio Público Federal más cercano y abierto a esa hora —hasta Texcoco— para intentar conseguir una orden de cateo que les permitiera entrar por fuerza a la casa. Así, entre rondines y viajes en patrulla con el acelerador al fondo, se agotó la noche y la madrugada.
Para el amanecer del sábado, funcionarios locales y federales estaban listos para tomar posesión del tigre aunque su dueño no apareciera. La urgencia era obvia: si el animal sentía ansiedad o hambre, no tendría problema en derribar la puerta.
Lo peor: a menos de 500 metros estaba una escuela, una iglesia y una tienda de abarrotes. Cada hora aumentaba el riesgo de una tragedia.
Foto: Jorge Carballo
Tigres, los preferidos del crimen
Recuperar un reptil endémico, una ave en peligro de extinción o un mamífero protegido no moviliza a los cuerpos de seguridad, pero un “felino mayor” suele ser propiedad de un criminal que podría tratar de recuperarlo con una jauría de sicarios. Por eso, cuando el inspector García Gil llegó hasta esa casa a las 09:00 horas estaba escoltado por Guardia Nacional, Ejército mexicano y policías municipales armados hasta los dientes.
El inspector García Gil conoce los peligros que ocultan estos operativos: en 2008 recuperó varios tigres de una mansión al sur de la Ciudad de México, propiedad del cártel de los Beltrán Leyva, y lo ha hecho en zonas de dominio de cárteles en la capital mexicana y Estado de México. Su colaboración en recuperaciones de “felinos mayores” se ha extendido por todo el país, especialmente donde el crimen organizado ruge más que el gobierno.
“De unos 10 años para atrás hemos visto cada vez más tigres en posesión del crimen organizado. Es una forma para ellos de demostrar poder y violencia. Y también hay fines oscuros para tener estos grandes felinos”, asegura el inspector García Gil.
Una cifra oficial ilustra este fenómeno: 32 felinos mayores fueron rescatados por autoridades federales entre 2018 y 2021, según Profepa. A esos decomisos hay que sumarles, al menos, dos más en lo que va del año, según datos hemerográficos. La mayoría son tigres —32%—, mientras que el 26% son leones, 17% son jaguares, 11% son gatos monteses, 8% pumas y el resto son leopardos y tigrillos.
Esos aseguramientos han ocurrido en estados con fuerte presencia del crimen organizado, como Michoacán, Veracruz, Estado de México y Chihuahua, aunque la entidad que concentra la mitad de todos los rescates es la Ciudad de México por ser el lugar donde confluyen las rutas de tráfico ilegal de especies protegidas.
Fue en la capital donde ocurrió el más reciente escándalo sobre estos animales: gracias a denuncias ciudadanas, en junio, la Profepa ingresó al “santuario” privado Black Jaguar-White Tiger, en Tlalpan, para recuperar 177 tigres, leones, pumas, y más felinos mayores, maltratados y abandonados que habían sido incautados —algunos del crimen organizado— y entregados desde el 2015 y por las propias autoridades al empresario Eduardo Serio para su cuidado.
La organización Anima Naturalis denunció que la falsa fundación defensora de derechos animales era, en realidad, un millonario negocio para atraer donativos y que fomentó el interés entre grupos criminales para tener leones y tigres como mascotas.
En tierra de cárteles
Un mes antes del operativo armado en Chimalhuacán, la Fiscalía General del Estado de Guerrero incautó tres tigres de bengala en Quechultenango, un municipio controlado por el grupo criminal Los Rojos, ligado al caso Ayotzinapa.
Los vecinos —que impidieron al Ejército llevarse los animales a un lugar seguro— disiparon el rumor de que el grupo criminal los alimentaba con los cadáveres de sus rivales.
Foto: Aurelio Vargas
Esa misma historia se contaba en Tamaulipas durante la década pasada sobre las intenciones de los hermanos Treviño Morales, fundadores de Los Zetas, para montar zoológicos privados. Nunca se comprobó, pero en el noreste tampoco se descarta.
En junio del año pasado, un joven de 23 años murió a causa de otro tigre. Su agonía fue larga: primero perdió dos brazos, luego apareció una infección en la sangre y lo fulminó un infarto. Ocurrió en un rancho en Peribán, Michoacán, en la frontera con Jalisco, donde Cárteles Unidos y el Cártel Jalisco Nueva Generación disputan cada centímetro de tierra y donde ambos grupos llevan un control estricto de los animales que llegan a los ejidos.
La última noticia de un tigre que se paseaba suelto como perro callejero ocurrió en Tecuala, Nayarit, donde los pistoleros del capo Nemesio El Mencho Oseguera Cervantes controlan cada aspecto de la vida cotidiana.
Un breve video del animal en la banqueta se volvió viral, pero no registró el momento en que alguien le puso una soga alrededor del cuello y lo devolvió a una casa de la que nadie quiere hablar. Los vecinos se negaron a dar más información a inspectores que llegaron días después al municipio.
Toleran sequías, hambrunas, plagas o que los recursos gubernamentales se enfoquen más en felinos mexicanos como el jaguar, el puma o el ocelote. Pero no pueden contra dos tipos de hombres: los embozados con rifles de alto poder que los coleccionan porque los consideran un símbolo de estatus y los que desde sus oficinas de gobierno no tienen idea de cuántos sobreviven en territorio nacional.
Foto: Javier Ríos
MILENIO pidió a la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad y a la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales saber cuántos tigres quedan en México.
“No se tiene sistematizada la información de ejemplares de Tigre que demuestran la legal procedencia”, fue la respuesta oficial. Y sin información, no puede haber un plan efectivo de protección.
A la guerra a Chimalhuacán
“Muchas veces los propietarios desgarran o descolmillan a los tigres, pero no por eso dejan de ser peligrosos. Frente a un humano, en cualquier circunstancia, son mortales”, dice el inspector García Gil con un gesto de fastidio por tener que aclarar lo que debería ser obvio para todas las personas, pero en México no lo es.
Por eso aquel viernes llegó a Chimalhuacán preparado como si fuera a la guerra: de un lado de la puerta, el tigre hambriento; del otro, él con un pelotón de uniformados listos para abrir fuego ante la primera dentellada y ocho personas de su equipo “armados” con rifles para dardos de anestesia, medicamentos, jaulas, vehículos y la adrenalina a tope.
Foto: Javier Ríos
En cuanto la puerta fue abierta, un dardo cargado de ciclohexaminas se clavó en la piel del tigre. Tan fuerte como para dormirlo, tan suave como para no matarlo. Ya anestesiado, los expertos le calcularon ocho meses de vida, probablemente todos vividos junto a una cadena y en cautiverio.
“Una verdadera belleza”, recuerda el inspector García Gil. “En el mercado negro esos felinos son caros. Un león cuesta unos 100 mil, pero un tigre cuesta 150 mil o más. Son compras que hace la gente con mucho dinero y en efectivo… ya te imaginarás el tipo de gente”.
A las pocas horas, un abogado de aspecto extraño se presentó a la guarida del tigre. Aseguró que representaba al dueño del animal, pero ocultó datos relevantes del propietario. Sin los documentos necesarios para acreditar su legal posesión, aquel litigante no pudo impedir que el tigre fuera cargado hasta una jaula en la batea de un vehículo de la Profepa.
Por tratarse de Chimalhuacán, una región que en los mapas del gabinete de seguridad federal aparece como zona de dominio de La Familia Michoacana, la caravana de vehículos fue escoltada por la Guardia Nacional desde el municipio hasta el Parque Ecológico Zacango, en Estado de México, donde descubrieron que el tigre era, en realidad, una tigresa desnutrida pero con una alegre personalidad.
Foto: Javier Ríos
La estancia en Zacango pronto le quedó chica y se decidió darle un nuevo hogar: desde marzo es una de las atracciones principales para las familias en el área de los felinos del Zoológico de Chapultepec en la Ciudad de México.
“¿A poco no es hermosa?”, pregunta sin esperar respuesta el director del zoológico José Francisco Bernal, mientras observa a la tigresa correr de un lado a otro en el ecosistema que han adaptado para ella. El cambio de dieta de carne de res a carne de caballo, dice, ha surtido efecto en sus gruesas patas que le permiten dar imponentes saltos para atrapar un pájaro que vuela muy arriba de ella. “¿Quién, en su sano juicio, la tendría como mascota?”
Ahora, tiene un nuevo nombre: en hindú significa tigre y en la novela “El Libro de la Selva” representa a una felina que escapa del cautiverio para ser guía de un niño curioso, como los que van al zoológico. “Bagheera”, le llamaron, para darle una nueva vida a la tigresa de Chimalhuacán escoltada por la Guardia Nacional.
JLMR