Largas filas de personas se hicieron presentes en las inmediaciones del panteón municipal de Pachuca, poco a poco los contingentes accedían al cementerio para visitar a los familiares y seres queridos que se adelantaron en el camino a la otra vida; el silencio no cambió entre las tumbas que por un año completo se vieron abandonadas, incluso en el Día de Muertos, pues la pandemia de covid-19 mantenía fuertes limitantes para que los pachuqueños visitarán las sedes de descanso de quienes tienen el camposanto como su hogar permanente.
Si se pregunta qué caracteriza la celebración de la muerte en México, o en este caso en la capital de Hidalgo, sin duda alguna se piensa en la flor de cempasúchil, ese vivo color naranja que no sólo adorna el exterior del recinto de descanso de miles de fallecidos, sino que al paso de las horas también se refleja en sus pasillos, en sus tumbas, como si de alguna forma se prendieran faroles que recuerdan que la vida después de la muerte existe y no por la presencia de seres sobrenaturales, sino por recuerdos que llegan a los visitantes para que un día al año comulguen con sus seres queridos que ahí reposan.
A diferencia de otros años, la celebración es callada, hay pocas zonas en las que una bocina emite las notas que en vida muchas personas disfrutaron y bailaron, la ausencia del sonido de vasos o copas con bebidas alcohólicas acompañado de risas que son características de esta celebración no limitó la alegría de convivir nuevamente con los seres queridos, que hoy ya no están en forma física. El uso obligatorio de cubreboca, la prohibición de consumir alimentos y bebidas en el recinto tampoco fue factor para olvidar el festejo.
Debajo de cada cubreboca había sonrisas y caras largas, los ojos de las personas presentes evidenciaron el sentimiento de reencontrarse con padres, madres, hijos, hijas, amigos y amigas, esposos y esposas, el silencio sólo se mantenía en el ambiente, pero no en los corazones, ni en las almas.
Mientras algunos visitantes llegaron a las tumbas de sus familiares para dejar una ofrenda de flores, comida y algunos artículos que disfrutaban sus seres queridos en vida para retirarse al poco tiempo; otros más aprovecharon sus 40 minutos de estancia para platicar con los ausentes, algunos parecían silenciosos al oído humano, peros su conversación resonó en el alma de quienes los observaron, el sentimiento retumbó en cada pasillo, en cada tumba e incluso hizo eco hasta las afueras del camposanto, la fiesta regresó y la pandemia no pudo abatir la alegría de convivir y celebrar la muerte que tiene cada mexicano en sus venas.
Después de arreglar el nuevo hogar de su ser querido, una pareja toma asiento frente a una lápida, una cruz gastada y descuidada sobresale de la tierra; una nueva de color naranja hecha de muchas flores de cempasúchil resalta en el sitio donde tres metros bajo tierra yace un ataúd.
Tres personas miran fijamente otra tumba cercana, no se dicen nada, el cubreboca poco a poco empieza a moverse como un corazón latiendo, es su respiración que se agita por la emoción, alegría o tristeza, no es relevante, no hay palabras, se miran entre ellos por unos instantes y se abrazan, se arrodillan lentamente para despedirse, y comienzan el camino de regreso a la entrada del cementerio, no lo notan en primera instancia, pero no van solos, tal vez entraron de esa forma, pero no abandonan el sitio en soledad, es como si alguien fuera con ellos de repente voltean hacia atrás, no lo ven pero el recuerdo sí los sigue, el Día de Muertos hizo lo propio y les brindó el regalo de comulgar con sus seres más amados, al menos por un día más antes de volver a su descanso eterno.