Era un edificio hermoso y hoy es nada; el sismo del 19-S nos cambió la vida

En Sonora 149 murió Lulú en el sismo del 2017. Le pidió a su hija Flor que la dejara ahí y se salvara. Emmanuel estaba en el último piso y a tres años, no se explica cómo bastó un minuto para que sus vidas cambiaran.

Emmanuel se para justo en el centro del enorme espacio vacío. (Omar Franco)
Jannet López Ponce
Ciudad de México /

Emmanuel se para justo en el centro del enorme espacio vacío. Recuerda que ahí estaban los elevadores y describe con nostalgia que le parecían hermosos. Ante la mirada incrédula de todos, se coloca en posición, como si esperara que el ascensor reapareciera y abriera sus puertas para llevarlo a su departamento por arte de magia. Y al menos en sus fantasías, lo hizo.

“¿Un minuto? ¿Solo un minuto? ¿Un minuto fue suficiente?”, se repite una y otra vez al regresar por primera vez a Sonora 149 donde vivió durante siete años con su padre; ese lugar que hoy es un terreno vacío y silencioso, pero lleno de recuerdos.

Le abren la puerta de un portón improvisado con madera y palos. Ve a los alrededores y no asimila cómo es que la naturaleza le arrebató su casa y transformó su vida.

“Era un edificio grande, grande, me acuerdo que pasé momentos muy padres acá y pues bueno, ya no está. Yo no había entrado desde aquel momento y en cuanto entré comencé a recordar. Por aquí era la entrada, aquí era la cochera”, dice emocionado a señas mientras camina de un lado a otro con la intención de que a todos nos quede claro.

Explica con calma cada detalle hasta que se para justo en el centro del terreno, en un cuadro que sobresale por su ligera altura y por conservar los mosaicos morados originales rodeados de las varillas que soportaban los elevadores.

“El ascensor iba directo a los tres últimos pisos y tenían muchos adornos que eran con madera como muy bonitos, ¡muy bonitos! y cristales, pero… hoy día es un terreno, y digo ¡guau! lo que puede hacer la naturaleza realmente es muy poquito tiempo ¿cuánto duró el terremoto? ¡no sé! ¿un minuto?
“Y un minuto hizo que se derrumbara uno allá, que éste se quedara fracturado para que se derrumbara, el edificio de allá también, allá a media cuadra otro que ya no existe, el de la esquina; o sea, solamente en esta calle, en esta cuadrita, en la esquina el de allá, éste y el de acá ¿y qué? ¿en un minuto?, ¿todo por un minuto? ¡te cambia la vida!, te cambia la vida…”.

A todos ahí nos duele lo que dice y la forma en que lo recuerda, esa manera en que fantasea que los elevadores reaparezcan; pero a nadie le lastima tanto como a él, que hoy añora su rutina de siete años y que ya no está.

Era un edificio de siete pisos. Vivió con su papá en el sexto durante seis años y luego se mudó al séptimo donde acondicionó un departamento más pequeño.

Narra que ese 19 de septiembre no le prestó mucha atención al temblor porque en esa altura era común sentir movimientos. Hasta que vio cómo en el edificio de un costado, del doble de altura que éste, comenzaron a caerse pedazos de pared y a reventarse los cristales.

“Ahí sí me dio mucho miedo, mucho, ¡mucho miedo!”.

Entonces decidió bajar y se encontró con nubes de polvo y su familia varada a medio camino. Las escaleras se volvieron lineales. El quinto piso había colapsado y nadie lo sabía con exactitud.

“La diferencia que había entre el techo y el piso era aproximadamente como de aquí, de mi rodilla a mi tobillo era lo que había, se logró mover la escalera de concreto tantito y por ahí no logramos escurrir para salir.
“Fue hasta cuando salí que me di cuenta qué era lo que había pasado con el edificio. Vi que desapareció el piso cinco y fueron muchos sentimientos encontrados porque por una parte era tristeza, rabia y por el otro, gratitud, gratitud porque estábamos vivos”.

Recuerda que todos los inquilinos se sentaron en el Parque México durante 30 minutos sin decir nada. Mudos. En shock. Viendo pasar a personas sangrando, a otras desesperadas y a los edificios aledaños derrumbados, con vidrios rotos o inclinados hacia los costados ayudándose unos a otros para no venirse abajo.

Entonces llegó con ellos Flor, quien esa mañana tuvo que obedecerle a su madre y dejarla morir justo en el quinto piso, ése que se redujo a menos de medio metro de altura. La señora Lourdes estaba en cama tras una operación de columna y le pidió a su hija que saliera, que la dejara ahí porque tenía que ver por su hijo. Ella obedeció por inercia aunque sin imaginar lo que pasaría segundos después. Sin saber que no la volvería a ver jamás.

Esta vez llegó a la entrevista con un pequeño vaso de cristal en color verde con flores negras. Era de una de las vajillas de su madre. Cayó en la azotea del edificio de un costado y de manera explicable, no tiene daño alguno.

“Para mí era importante traer este vaso que misteriosamente salió del edificio ileso, este vaso significa la fuerza de alguien, pero a la vez su fragilidad. Creo que es un mensaje de que hay muchas tragedias, muchas, pero podemos sobrevivir. Podemos encontrar la fuerza y también recordar siempre que somos etéreos, que no somos eternos y que como este vaso, tenemos que sobrevivir”.

Después de meses de trámites el edificio se demolió por completo. Y en estos tres años no ha decidido qué pasará con el terreno pues, por una parte, en Seduvi le dicen que solo le pueden permitir realizar exactamente lo mismo que había antes del sismo y por el otro, califica como “buitres” a los constructores que la acechan sin entender lo que ese espacio significa para ella. Todo lo que ahí perdió.

Flor abandonó a su madre para no dejar solo a su hijo. Ambas se sacrificaron por el niño que hoy, cuenta Flor, comienza a asimilar el terremoto y a surgir sus dudas y miedos.

“Sí es el motor principal mi hijo, porque cuando tenía yo cierta culpa de ¿pero por qué no me quedé ahí?, ¿pero por qué no la rescaté?, ¿pero por qué no pude? me queda muy claro que era porque necesito estar con él y porque para un hijo siempre el mejor lugar es con su mamá. Pero ahora él todo el tiempo me hace comentarios en torno a la muerte y la pérdida, ‘mamá no te vayas a morir, mamá tengo miedo de que te mueras’ y tenemos que arreglar ese tema que no es fácil y que siempre va a doler. Es una herida que no va a pasar nunca”.

El sismo del 2017 dejó un enorme vacío en el 149 de la calle Sonora en la colonia Hipódromo Condesa, aunque no tan grande como el que ocasionó en la vida de Flor. Dice que su historia es impactante y a tres años no logra asimilar la decisión que tomó. Pero sabe que ese día y este lugar, no se tratan solo de ella, es de todos los que perdieron algo ahí, todos los que como Emmanuel, viven de los recuerdos.

“Mi historia es fuerte porque mi mamá murió aquí, pero éramos 70 personas intentando salir. Cada quien tiene una historia, y no sólo sufrieron el duelo de ver morir a alguien, sino de rehacer su vida de cero. De no tener ese día ni dónde dormir, a dónde ir o con quién estar”.

ledz

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