Hay dos clases de obreros: los que ya fueron a la estética por su corte de cabello y los que ya tienen cita para ir. La coquetería de unos 200 bien peinados contrasta con todo lo que les rodea en la gigantesca cuartería en la que viven hacinados en El Crucero, el barrio migrante por excelencia, uno bravo, el más estigmatizado de Cancún, en el caribe mexicano.
Son las cuarterías más grandes de la zona. Están en un edificio de dos plantas dividido en 12 cuartos y tres baños comunes con los retretes sucios. En cada pieza se amontonan hasta 20 obreros. Cuartos sin muebles, sólo con colchonetas o cartones enfilados en los que duermen por varios meses al año, junto a aquello que alcanzaron traerse desde sus comunidades: mochilas con dos o tres mudas de ropa, alguna herramienta y nada más.

–Parece cárcel, carnal. ¡Peor! Ya estuve entambado y no había tantos cabrones en la celda, jajaja. Parece anexo, bueno, no sé, porque ahí sí no estuve, pero me imagino que así son –dice Christian Bautista, de 40 años, un cholo flaco, sucio y medio ido que viene de la Ciudad de México para trabajar como pintor en H10, un hotel de lujo en construcción no muy lejos de aquí.
Quintana Roo pasa por momentos excepcionales. La construcción, la segunda actividad económica más importante de aquí –sólo después del turismo–, registró cifras históricas en 2024. Cerró con 80 mil trabajadores y el valor de producción más alto del país, sobre todo por la infraestructura turística, residencial y de transporte. El detalle es que la mano de obra que detona todo nunca ha sido de aquí.
Desde siempre y cada año la mayoría migra desde otras partes del país, Chiapas, Oaxaca, Campeche, Yucatán o Ciudad de México. Como llegan solos, como los contratos son temporales, como el salario no alcanza, rentan el cuarto más barato –hasta en 2 mil pesos que se divide entre todos los que alcanzan cupo– en las cuarterías que se han ido formando alrededor: casas remodeladas o edificios de varios niveles que se llenan de albañiles, carpinteros, soldadores y demás oficios hoy socorridos en la capital turística de Quintana Roo.
Este febrero recorrí El Crucero. A diferencia de otras geografías, en Cancún el plano urbano se divide, no por colonias, sino en Manzanas y Supermanzanas. El Crucero comprende las Supermanzanas 63, 64, 65 y 66, las de mayor hacinamiento en la ciudad. La vida aquí se divide por turnos: muy de mañana salen los miles de obreros para trasladarse a sus trabajos y por la noche vuelven, manchados de cemento, pintura o aserrín, sudados y en busca de la cena y el desayuno del día siguiente, en las múltiples pollerías, taquerías y puestos callejeros que abundan, porque las cuarterías se rentan sin estufas ni refrigeradores, puro foco pelón.
El Crucero es muchas cosas. Es origen, están los rastros de la fundación de la ciudad más joven de México. Es frontera porque marca el fin de lo turístico y el inicio de lo otro: lo popular, la vida diaria en los márgenes. Es una ciudad dormitorio. Es zona roja, de tolerancia al trabajo sexual y al consumo de drogas. Es Babel y sus laberintos: el barrio que recibe migrantes pero los desprecia.
Si la zona hotelera es el destino al que todo vacacionista quiere venir, El Crucero es el sitio adonde ningún obrero iría si no fuera por necesidad: duermen arrumbados después de exprimirles la última gota de energía, después de que terminan de ser útiles para la industria, al término de las infaustas jornadas de trabajo de más de 10 horas bajo el sol caribeño. El Crucero es también, me han repetido, uno de los barrios más bravos, de los más inseguros y, para constatarlo, me adentro a sus calles.
El barrio obrero que detonó la creación de Cancún
El Crucero tiene su historia. Inició, recuerda el cronista Fernando Martí, cuando Carlos Lazo, secretario federal de Obras, tenía la ambición de conectar vía marítima a Quintana Roo con Cuba para hacer un circuito turístico, por allá de 1956.
“Necesitaba una carretera desde Valladolid, Yucatán, hasta Puerto Juárez [donde parten embarcaciones para Isla Mujeres, a tan solo 200 kilómetros de Cuba]. Pero cuando llegan a la zona ven que hay dos o tres kilómetros de pantano y no la pueden terminar”, dice Martí.
Lo que hicieron fue entonces otro camino, pero hacia el sur, para conectar este pequeño pueblo cocotero y chiclero que era Cancún con Puerto Morelos. A esa intersección entre caminos se le nombró El Crucero. Las obras tomaron importancia cuando el gobierno federal hizo un minucioso análisis para fundar un nuevo polo turístico que atrajera las divisas que el comercio ya no dejaba.
“Si esta carretera no hubiera estado, no hubiera existido Cancún. Cuando Infratur [ahora Fonatur] hizo la evaluación de dónde hacer este nuevo destino, fue preponderante esta carretera, por aquí podían llegar camiones de la construcción y personal”, dice Martí a DOMINGA.
A los trabajadores de estas obras se les instaló un campamento alrededor de un cenote donde podían extraer agua, aledaño a El Crucero, que se desbordó muy pronto de tanto migrante que venía de estados aledaños, que iban llegando conforme se edificaban los hoteles de lo que sería el destino de sol y playa más importante de América Latina.
Aquí nacieron los primeros asentamientos irregulares de Cancún, formalizados hasta los años ochenta, cuando empezaron a brotar las cuarterías. “Era puro monte. No había nada. Me acuerdo que salíamos a jugar cuando había luna llena, porque nos iluminaba […]. Regalaban los terrenos. Mi papá agarró uno aquí, grande, y ahí vivo todavía”, dice Dulce, una vecina.
Cancún, sin zócalo ni catedral, tuvo por muchos años a El Crucero como zona centro. Aquí se puso el primer semáforo, la primera gasolinera, el primer cine y la primera plaza comercial, pero también clubes nocturnos y prostíbulos. Hasta que se tornó salvaje en 2010, con grupos de trata y explotación sexual operando sobre la bautizada Calle de las Sirenas. Por entonces al frente de la Secretaría de Seguridad estaba Francisco Velasco Delgado, El Vikingo, un policía corrupto, implacable en redadas de trabajadoras sexuales y mujeres trans, a quienes ordenaba extorsionar, recuerda Naomhy Hermida, activista por los derechos de la población LGBT+.
Tan sólo en 2015 la policía detuvo a 600 hombres que acudían a la zona por servicios sexuales. También comenzaron los asaltos y atentados. El más sonado fue cuando se prendió fuego a una casa de citas que operaba junto al bar La Jaiba, dejando cinco cuerpos calcinados. La autoridad señaló como culpable al Cártel del Golfo que, junto a Los Zetas y el grupo local Los Pelones, dominaban a sus anchas cuanto quisieran.
En 2017 todo empeoró. Según documentos de inteligencia de la Secretaría de Defensa Nacional fue el año en que el Cártel de Sinaloa y células del Cártel Jalisco Nueva Generación irrumpieron en Quintana Roo para conquistar el territorio y someter al resto. Vino la extorsión, el halconeo, las balaceras y el narcomenudeo, que encontró en los obreros migrantes de El Crucero una importante fuente de consumo.
La metanfetamina que corre por El Crucero
María Soledad es una de las primeras habitantes en la Supermanzana 65. Llegó a los 11 años, cuando todo era monte. Hoy tiene 63. Su papá falleció de tanto tomar alcohol, uno de sus hermanos murió de sobredosis y otro fue ejecutado por deudas con narcomenudistas. Su hijo estuvo anexado por su adicción al cristal.
Hace tres años decidió canalizar todo ese dolor en la creación de uno de los tres grupos de rehabilitación existentes en El Crucero. María disecciona en cuatro las fases de las drogas en esta zona. En los noventa empezó la marihuana; para los 2000, el thinner y otros solventes; después de 2015, la coca; y con la pandemia llegó la metanfetamina. La mayoría de los usuarios son jóvenes y pocos acuden a ella pidiendo ayuda, cuando la adicción es severa. “Como están en su rollo, o en las obras o metidos en sus cuartos, pues no se acercan. Nomás están un rato acá y luego se van a sus pueblitos”, dice.
El consumo de drogas sintéticas, sin embargo, no se ha traducido en más violencia. Las agresiones de alto impacto aquí, desde siempre, se dan entre grupos con puntos de venta o trata de personas. Pero ante todo, esta colonia tiene dinámica barrial, donde los vecinos se conocen de toda la vida y se procuran entre ellos. Desde 2022 esta colonia y las de alrededor son de las más seguras de Cancún, más aún que la zona hotelera.
De acuerdo con datos del Secretariado Ejecutivo de Seguridad Pública se han hecho menos llamadas de emergencia al 911 desde aquí que en la franja de 20 kilómetros de playas de ensueño y resorts de lujo, donde se regodean los turistas del más alto poder adquisitivo que llegan al país. La diferencia en la percepción quizás radica en que aquí la movilidad es por razones económicas, mientras que allá es por placer; acá la policía persigue a quienes ven tomar, allá los celebra; acá hablan tzeltal y allá, inglés.
El corte de moda para que el cabello no estorbe
En las cuatro esquinas que forman El Crucero hay locales. Cada esquina pertenece a una Supermanzana diferente. En una de ellas hay negocios de fotografías tamaño infantil para solicitudes de empleo o gafetes que se usan en las obras de construcción. En el camino aparecen un par de taquerías, cibercafés, chelerías, moteles de a 100 por hora, negocios de venta de celulares de baja gama, cabinas de teléfono con promoción para llamadas a Guatemala o Belice, casas de empeño llenos de palas y pinzas oxidadas.
Crucé a la Supermanzana 65 y entré a una tienda Coppel. Es sábado y la fila es larga. Esperan por hacer envíos de dinero a sus familias, al menos 30% de uno o dos salarios mínimos que ganan los obreros en promedio. Me acerco a uno de ellos, Giovanni Pérez, de Chiapas. Le explico que soy reportero y quiero conocer las historias de los vecinos pero sacude una mano y con la otra hurga en el bolsillo de su pantalón.
–Ten –dice y me da 10 pesos de limosna para que me vaya.
Martín Jiménez, un albañil que llegó hace unas horas a Cancún, y que vio la escena, se burla, así que aprovecho el gesto.
–¿Tú de dónde vienes? –le digo.
–De Puebla. Acabo de llegar. Hoy apenas. En camión… 36 horas –dice y empieza a explicarme que ya encontraron dónde dormir.
Martín, y cuatro personas más con las que viajó, se quedarán en un cuarto en renta por 2 mil 500 pesos, sin menaje, donde dormirán los próximos seis meses que dura su contrato en un complejo que se construye en Puerto Juárez para dar vivienda a militares. Uno de sus compañeros termina la transferencia por la que vinieron, le hace gesto de que tienen que irse y se disculpa.
–Es que no hemos comido nada.
Camino y doblo por la avenida Francisco I. Madero. Veo tiendas de abarrotes, tres pollerías y una, dos, tres… nueve peluquerías llenas, con precios que van de los 20 a los 60 pesos. El corte fade está de moda entre los obreros de por acá, me dice Felipe Jiménez, uno de los peluqueros: degradado, arriba más largo y a los costados y en la nuca casi rapados. Vienen seguido a Alta Peluquería Fashion y salen siempre bien rasurados. Es para que el cabello largo no les estorbe en las obras.
–Al fin sus esposas se quedaron allá –bromea Felipe.
Sigo entre calles y me detengo en la primera cuartería donde encuentro a un viejo flaco y bajito que le acaba de dar un billete de cincuenta a su vecino para comprar algo de marihuana. Minutos después llegan cuatro jóvenes con el torso desnudo y cervezas en las manos.
–¿Tú qué haces aquí? –lanza uno de reojo mientras se mete a su cuarto, va por un objeto que no alcancé a identificar pero que escondió en su pantalón.
–¿Qué haces aquí, eh? –balbucea otro.
–Eh, tranqui. Viene a preguntar por cuartos –miente el viejo.
–Ahhh, pues si rentas, ya sabes, acá te cuidamos –dice y estallan de risa.
Luego se quedan a platicar, me ofrecen cigarros y cerveza y al final me abrazan para despedirse. Son jóvenes de veintipocos que en su vida siquiera se han peleado porque se procuran entre ellos.
La soledad en los obreros de El Crucero
Christian, el cholo flaco que entrevisto en El Crucero, nació en Azcapotzalco, Ciudad de México. Cruzó irregularmente a Estados Unidos cuando tenía 16. A los 30 estuvo en la cárcel por falsificación de documentos y luego fue deportado. Al regreso se capacitó como rapelista, o sea, un pintor especializado para trabajar en alturas. La tarde del 6 de febrero que lo conocí traía la cabeza abierta del golpe que se dio un tubo en la calle.
–Hace tres meses me picaron porque le fui a hacer un paro a mi hermanita y todavía no me repongo –dice y muestra la herida en el vientre sin dar mayores detalles. Cada tanto, se toca el cachete con su lengua en busca de la coronilla que se le cayó hace unos días por comer cacahuates japoneses. Se la pasa encorvado por la ‘picadura’ en la panza.
Llegó a Cancún el 28 de enero y no ha podido trabajar porque no puede obtener su carta de derechos, que lo acredita como una persona que puede recibir atención en los centros de salud del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Es un trámite necesario para firmar el contrato como pintor que le ofrecen en H10 y para que le den cobertura médica, algo importante, ya que los trabajos en las obras son de alto riesgo físico.
“En internet se hace. Te metes y te piden el CURP, el número de seguridad social y el correo, pero yo cuando hago eso me aparece ‘información incorrecta’. Se me olvidó la contraseña porque la tenía en otro cel. Dije: va. Me dijeron: ve a un café internet y ahí te lo hacen, pero los putos ‘internets’, con tal de cobrarte, porque te cobran 60 pesos, me hicieron un número de seguro fake, porque eso hacen ahí en El Crucero, hasta actas [de nacimiento] y todo. Ahora está peor, porque ya hasta fui a las oficinas del IMSS y ahora me dicen que no coincide nada. Entonces en el trabajo que había apalabrado no me aceptan por no tener la carta de derechos”, explica.
Christian tiene hambre, ansiedad y está desesperado. Soy el primero al que se lo dice porque, como todos aquí con los que hablé, evitan compartir sus sentires con sus familias o amigos.
–¿A quién le cuentas cómo te sientes?
–No, pues a nadie. Te digo, mi madrecita se va a preocupar, va a decir “chale”. No. Y mi papá está en el gabacho, pero tampoco porque todos le hablan sólo para pedirle dinero. No, no me late. Ahorita veo cómo le hago.
–¿Y con los amigos?
Me enseña conversaciones en su celular con uno de sus mejores amigos. Le mandó una foto de él en la playa, de hace unas horas. Eso explica que todavía esté empanizado de arena y con la cara enrojecida.
–Qué pasó, pelón. Puro lujo –le responde en un audio. En la foto sale Christian con otros cuatro compañeros de trabajo. Ahí se gastó los últimos 500 pesos que traía, en un ceviche que ni le gustó.
Me despido de Christian, me dice que ya pronto le toca turno en la regadera. Me quedo a platicar con El Güero, uno de los que sale en esa foto y que pide no citar su nombre.
Me habla de lo pesado del trabajo: más de 10 horas que pasan martillando, pintando, serruchando bajo el sol, de cómo le duele el hombro de repetir infinitas veces el mismo movimiento, el echar cemento a la pared con una pala y de cómo se le antojaba ese ceviche y las cervezas que terminaron comprando. Me habla también de las tantas veces que ha visto morir o accidentarse a sus compañeros en las obras.
La última fue en noviembre pasado, en el H10 donde trabaja él y donde no ha podido entrar Christian. Estaban perforando el suelo para la cimentación y un montón de tierra se les vino encima a cuatro trabajadores, de los que tres sólo tuvieron lesiones leves y uno falleció por fractura craneoencefálica, según informó la Coordinación Municipal de Protección Civil. El organismo clausuró la obra y levantó la sanción semanas después: la industria del turismo y la construcción no pueden detenerse.
Las manos obreras que sostienen Cancún, el paraíso caribeño
Los obreros de Cancún son los que han construido este centro vacacional. Son la base y el motor. Estas 80 mil personas cargan con el peso de ser el sustento económico, a veces el único, de decenas de miles de familias en el resto del país. Y cargan también con las consecuencias psicoemocionales de un drama migratorio que implica dejar familias, amigos en sus comunidades; renunciar a las rutinas y lugares conocidos; llegar solos y sin redes de apoyo para emplearse en trabajos físicos extenuantes a cambio de salarios que no alcanzan para llegar a fin de quincena, en un destino que se promociona como un paraíso. Y lo es, en su literalidad, porque sólo caben unos cuantos bienaventurados.
Quintana Roo es la segunda entidad en la lista con mayor porcentaje de población con ansiedad, sobre todo en adultos entre 30 y 44 años, como los que viven aquí; 8.6% reconocieron no poder dejar de preocuparse todos los días, según encuestas del Inegi. La cifra es apenas una décima por debajo de un estado en guerra como Sinaloa.
Dos días después le escribo un mensaje a Christian.
–¿Cómo vas? ¿Pudiste solucionar lo del Seguro?
–No se va a poder, carnal. No pude. Ahora sí que con el dolor de mi corazón voy a tener que pedir ayuda, hablar allá a mi familia para ver quién me presta dinero para regresarme. O a ver ahorita qué vendo o empeño.
GSC