Amor por chat, amor en flor, por cartas o con cheque al portador. Amor con visa, amor de prisa, amor paciente, amor ardiente; amor en fuga, amor a través de apps, amor que sale de aquí y entra por allá; amor de cuatro, amor de dos; colgado de un muro, o con grandes cuernos; amor que hace sonrojar hasta albureros; amor perfecto o, a veces, truncado en el desierto.
Historias de migrantes, las que se quieran: una mujer que creyó dejar al amor de su vida en Veracruz cuando su padre la llevó a California. Un hombre que huyó a Texas cuando su novia lo traicionó en Mérida y lo puso al borde de la muerte. Una pareja que tras conocerse por chats sigue unida después de décadas en Raleigh. Un profesionista de la Ciudad de México que encontró empleo en Atlanta y luego conoció a su novia en el mismo lugar que dejó, ¿cómo podrían estar juntos?
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Décadas de migración hacia a Estados Unidos arroja como resultado un variopinto número de relaciones sentimentales cuyas tramas dejan atrás a cualquier telenovela.
Los protagonistas son más de 37 millones de mexicanos que viven allá y extienden sus historias de miel a uno y otro lado del Río Bravo, en un cruce de pasiones.
El resultado de la encuesta del Pew Research Center (PEW) revela que a los y las mexicanas les gusta el romance con todos sus intríngulis, quizás un poco más que a otros grupos.
Constituyen la población de origen hispano más grande que vive en los Estados Unidos: representan alrededor del 60%, según Un retrato demográfico de los hispanos de origen mexicano en Estados Unidos de este centro de investigación.
De 2000 a 2021, la población de origen mexicano aumentó un 79%, pasando de 20.9 millones a 37.2 millones y detrás de esa explosión demográfica hay tantas historias como trampas, líos, embrollos, complots y traiciones, tragos dulces, finales felices, almas satisfechas, altibajos.
Afirma, por ejemplo, que los hispanos de origen mexicano de 15 años o más tienen una probabilidad ligeramente mayor (45%) de estar casados que los hispanos en general (43%).
Y si son migrantes, el asunto crece: 58% se casan, frente al 34% de los mexicanos que nacieron allá.
Al mismo tiempo, cuatro de cada 10 de las mexicanas que dieron a luz en los 12 meses anteriores a la encuesta del PEW no estaban casadas. ¿Estaban en unión libre? ¿Son madres solteras o autónomas? ¿Mujeres empoderadas que prefieren la crianza en solitario? ¿Abandonadas?
Para intentar conocer la respuesta, el diablo está en los detalles.
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Ante los riesgos: el amor
“Las relaciones sentimentales de los migrantes se vuelven muchas veces más complicadas por todos los obstáculos que tenemos, lo que dejamos, la distancia, la soledad, las ganas de pertenecer”, observa Daniela García, psicóloga familiar en Raleigh, Carolina.
“Todo eso hace un coctel complicado de emociones, mucho más exacerbado que cuando no hay un cambio de país”.
Una deportación puede hacer más febril un amorío, más dramático o algo político. El matrimonio de Yolanda Varona y Héctor Barajas, quienes se juraron amor en 2020 frente al muro que divide a San Diego de la mexicana Tijuana, es una de las muestras más mediáticas de esas circunstancias.
La directora del colectivo de madres deportadas y el líder del grupo de veteranos deportados se desposaron ahí como un símbolo de unión contra lo que significa la valla: separación. Manifiesto político en toda la línea.
Con menos reflectores, pero igual con mucho jaleo, se asoma en muchos entuertos la infidelidad tan común como el mismo éxodo mexicano, que una vez que se tiene más dinero que nunca porque ha logrado con su trabajo diario un salario digno, la gente se lanza a los bailes a divertirse o para olvidarse de los problemas.
Se cuenta que cada migrante ha sido protagonista o conoce a alguien en alguna pista. Así, al ritmo de la música se conoce a una mujer o un hombre que está en las mismas condiciones y cuando menos lo piensan, ambos ya tienen una doble vida, a veces en la misma ciudad o una en México y otra en Estados Unidos.
En otros crucigramas, algunos hijos de migrantes que nacieron en Estados Unidos escuchan tanto sobre las “bondades” de su tierra de origen que regresan y buscan a una mujer ideal en las comunidades de sus padres, como hicieron muchos braceros que lograron papeles con la amnistía de 1986 y volvieron por sus novias o esposas.
Un vistazo general a algunas crónicas de amor de los mexicanos migrantes deja claro que la mayoría de las subcategorías de amor caben en dos grandes bloques: las historias con final feliz y los dramas grandilocuentes, con matices, o en miniatura. En todo caso, inolvidables.
Del romance a la traición
A sus 47 años Alfredo Gris, un reportero de la península de Yucatán, jamás había pensado en emigrar. Mucho menos en que de un día para otro saldría huyendo sin dinero, amenazado de muerte, enamorado, mal correspondido y hasta traicionado.
Ocurrió por culpa de la persona a quien más ha amado. “No me da pena admitirlo”, dice en entrevista con este diario. “Incluso quise suicidarme”.
Alfredo Gris conoció a la mujer en una aplicación para encontrar pareja y pronto hicieron match. Había mucha química, dice el señor Gris. Se engancharon.
Ella trabajaba en la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y él era un desplazado de Cancún por denunciar temas de narcotráfico: el Mecanismo de Protección a Periodistas lo había refugiado en Mérida.
Con el paso del tiempo, la mujer comenzó a pasarle información sobre actos de corrupción interna en la paraestatal, mismos que él publicaba con detalles desde su escondrijo anónimo. Pero la situación dio un giro de 180 grados cuando ella le pidió dinero.
“Pensó que yo ganaba mucho dinero con la información que ella me pasaba y aunque le expliqué que sólo me pagaban con el sueldo del periódico, no entendió”, relata en entrevista.
Al poco tiempo empezaron las intimidaciones por teléfono en contra del periodista y de ahí pasaron al secuestro, a vestirlo de mujer y violarlo.
“Ella dijo que me fuera a Estados Unidos y que luego me alcanzaría. Después descubrí que fue ella quien me delató, dijo dónde vivía y hasta se hizo amante del agente del Ministerio Público que investigaba el caso”.
Alfredo Gris huyó, pidió asilo y tras colaborar con información para el gobierno de Estados Unidos, le dieron la residencia. Ahora quiere rehacer su vida. No sabe si se quiere quedar lejos o regresar a México e incluso a Mérida.
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Veinte años después: nada que ver
Martha Santiago, una activista social y obrera radicada en Los Ángeles, esperó más de 30 años para buscar a su primer amor, el de manita sudada que le puso a galope el corazón cuando era apenas una quinceañera.
No hubo sexo porque en aquel tiempo ella creía en la virginidad y, aunque a veces estaban solos, en casa de alguno de los dos, resistieron las tentaciones bajo las láminas de cartón como techo, bien portados e idealistas, en una relación casi sublime a excepción de los celos y el alcoholismo de él.
“Mi mamá me decía, ¿eso quieres para tu futuro? Pero yo no hacía caso hasta que un día mi papá habló conmigo y me dijo que nos fuéramos a California. Yo no quería, pero pensé que por un año estaba bien”, detalla.
La despedida fue un melodrama: el novio lloró y corrió detrás del autobús que se dirigía a la Ciudad de México, donde visitarían La Villa de Guadalupe antes de ir a la Central del Norte y tomar el autobús hacia Tijuana.
Los meses pasaron y Martha Santiago no volvió. Allá conoció a más pretendientes, se juntó con uno de ellos, tuvo dos hijos y se separó 20 años después. En la soledad del divorcio, una noche se despertó con los recuerdos del viejo amor y lo busco en Facebook. Unos cuantos clicks y ahí estaba su ex: aún en Veracruz, trabajando en la Marina.
Le escribió y acordaron una llamada telefónica. “Entonces me di cuenta de que ya no teníamos nada que ver, que a veces es mejor no mirar atrás”.
Perseverancia con final feliz
La vida da muchas vueltas, reconoce Max Arrechea, un abogado que emigró a Estados Unidos para hacer un posgrado y se quedó para ayudar a la comunidad latina a resolver sus líos legales en Atlanta. Hoy es un mediador de la corte, pero en los ires y venires entre Georgia y la Ciudad de México, se reencontró con una ex compañera de la preparatoria y surgió una chispa: se enamoraron.
El romance con Lilia Mendoza creció poco a poco hasta que se percataron de que requerirían de una visa K-1 (conocida como visa de prometidos) para que ella entrara a Estados Unidos por la puerta grande, con papeles, lista para casarse.
Juntaron pruebas para demostrar que se trataba de una relación genuina de al menos dos años y que no sólo era una escaramuza para quedarse allá. Compilaron cartas de amigos, familiares, conocidos. Fotografías, tarjetas, regalos, recuerdos…
Les creyeron hasta después de año y medio: la tasa de aprobación es de alrededor del 10% de las más de 34 mil solicitudes para visas de prometidos que se presentan anualmente.
“Estamos juntos, pero no fue fácil, lo más complicado es demostrar que eres lo suficientemente solvente para que ella no sea una carga para el Estado”.
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No funcionó pero está bien
Alma Delia Pérez, una migrante mexiquense de 44 años, llegó a Estados Unidos en 2010 desde México con una visa de turista para jugarse el futuro en Nuevo Orleans a lado de su entonces pareja a quien había conocido en Tamaulipas, cuando ella emigró por primera vez dentro de su propio país.
Un día siguió a otro y se distanciaron sentimentalmente. En sus tiempos libres, ella quería quedarse en casa o salir con una amiga. Él prefería cantar en el karaoke o ir de compras al mercado de las pulgas. Pocas veces coincidían en horarios porque hasta en eso estaban desacoplados: uno trabaja por la mañana, la otra por la tarde.
Se separaron sin aspavientos. El amor se agotó, pero no las ganas de seguir en búsqueda de otros quereres, más afines.
Un amigo le presentó a Alma Delia a su segundo esposo, quien se había separado de otra mujer porque no podían procrear. “
Me confié y de pronto, a los 40 años, me embaracé. No me lo esperaba, pero hoy me siento plena”.
Ahora crían a una hija con sangre mexiquense e hidalguense, en Carolina del Norte.
La armaron con calma
La suerte tiene sus recovecos. A diferencia de Alma Delia, Sandra Martínez encontró a su Hot Mexican a la primera. Fue a través de un chat de Yahoo al que ella se inscribió en cuanto compró su primera computadora. Eso fue en el 2001.
El foro consistía en un grupo de ciberamigos que charlaban sobre cualquier tema para no sentirse lejos de casa. Ella vivía en California, en donde había aterrizado con su mamá a los 16 años desde Guadalajara. Hot Mexican (así se presentaba en redes) era de Ciudad Juárez y no se sabía más porque no escribía nada: solo ponía música norteña, los Rieleros, Conjunto Primavera.
“Nos caía mal por eso y queríamos sacarlo pero nadie se animaba”, recuerda Sandra Martínez.
Un día ella le escribió en privado y le preguntó por qué solamente ponía música en un chat para socializar y él dijo que no se había dado cuenta de que todos escuchaban. Así se volvieron amigos para chatear a distancia.
“En algún momento ya sólo entraba a la página para escribirme con él, para saber más de su día, de la familia: así me contó que había sido padre a los 15 años”.
Pasó un año para que hablaran por teléfono, otro más para conocerse en persona y uno más para irse a vivir juntos. Se lo tomaron con calma, sin prisas, yendo de una ciudad a otra en busca de la supervivencia propia.
De eso hace 23 años. Hoy mantienen un hogar en común y una empresa de remodelaciones de casas que ambos administran mientras ven crecer a sus dos hijos en una historia de ensueño, ideal, de 14 de febrero.
O casi, lejos de su país natal.
RM