Tonantzin, alias La Guadalupana. La Virgen india. La Morenita de Tepeyac. La Santa Patrona de los pobres y los desamparados. La imagen más repetida en la historia de México, dijo Monsiváis.
La madre que consuela, serena, aquieta, escribió Paz. La Virgen que visitan más de 23 millones de personas al año y que genera ganancias de mil 200 millones de pesos. La Virgen que para ser la rockstar que es tuvo que vencer a la Virgen de los Remedios, a la plaga de 1544 y a la gran inundación de 1629. La virgen que Miguel Hidalgo convirtió en patrona de su ejército y, desde entonces, es un símbolo asociado a la Independencia. No en balde, Maximiliano usó a la Virgen en contra de Benito Juárez, Zapata la eligió para llevarla a la guerra, y los cristeros la utilizaron para justificar sus asesinatos. “Es un país que reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la virgen”. La virgen. Un acto de identidad nacional. Una virgen que suspende el tiempo el 12 de diciembre.
Tú no vas pensando en eso mientras pedaleas rumbo a La Villa. Piensas, más bien, en doña Elena, tu mamá. En que, si aún viviera, seguro habría violado las medidas sanitarias para acudir a la Basílica. Ningún virus, ni siquiera la diabetes que la mató en 2007, la hubieran detenido. Eso mismo le ocurre a Araceli, una mujer canosa que insiste en atravesar las vallas que ha colocado la policía. Ya intentó por Misterios, por Calzada de Guadalupe y hasta por Aquiles Serdán. Todo está cerrado.
“Vine a agradecerle por haberme curado del coronavirus, pero no me dejan entrar”, se queja la mujer contigo. Quisieras decirle que el gobierno pidió que la gente se quedara en sus casas, pero la mujer te recuerda a doña Elena. Entonces mejor le preguntas por su salud. “Ya puedo respirar, pero sí la pasé mal, con fiebres y dolores de huesos”, te dice y luego te cuenta que vive en Chalco, que gastó más de 15 mil pesos en oxígeno, que vino con unos vecinos que ya se le perdieron, que, si tienes 5 pesos que le prestes, que ya ahorita, nomás le reza desde aquí a la Guadalupana, se va para su casa, para alcanzar a ver las mañanitas en la tele.
Antes de que se marche, observas a Araceli mover los labios, sin emitir sonido, y persignarse desde lejos.
A estas horas, pasadas las 11 de la mañana del 11 de diciembre, “ya hubiera vendido más de 100 veladoras, ¿y sabe cuántas llevo? Ninguna”, te dice F, la vendedora de Valentina Recuerdos, objetos religiosos que van desde las bolas de cristal donde la virgen es golpeada por una tormenta de nieve hasta vírgenes de dos metros, pese a que la leyenda dice que no era muy alta.
A estas horas, “ya no tendría habitaciones para rentar”, te dice el dueño del Hotel La Villa. A cambio, tiene puras cancelaciones. “Toda la semana ha estado vacío, con cancelaciones; la verdad no me esperaba esto”.
A estas horas, pasado medio día, “ya llevaría unos mil pesos”, te dice el viene-viene de la calle de Aquiles Serdán, uno que acaba de fumarse el desayuno del diablo: mariguana en ayunas. “Del 9 al 12 son días que uno no duerme, pero esta vez no: no hay peregrinos”. Te cuenta entonces que él suele sacar 15 mil pesos en esos cuatro días, que en los 17 años que lleva trabajando nunca vio a tanto difunto pasar por el juzgado 13, que está a unos metros, y mucho menos se imaginó que La Villa iba parecer un día el escenario perfecto para la precuela de Doce Monos.
A estas horas, “los peregrinos que vienen del Estado de México ya hubieran estacionado sus camiones por toda la calzada, ya hubiéramos brindado la atención por extravío de personas, por robo de celulares, por deshidrataciones, y hasta ya hubiéramos arrestado a los ratas que se aprovechan de los peregrinos”, te dice un policía en la calle de Garrido, hasta donde llegan quienes burlan los cercos de la policía.
A estas horas, pasadas las dos de la tarde, “ya hubiera filas y filas de gente esperando a que se desocupara una mesa”, te dice el meseero del Rey de la Birria. “Esto va a mejorar hasta la otra semana, cuando se deje venir la raza que hoy no pudo ver a la Patrona”.
A estas horas, siete de la noche, “ya no pudiéramos salir ni entrar a nuestras casas”, te dice Luciana, una vecina. “Ojalá todos los años fuera así”.
A estas horas, “ya hubiera llenado mis tres tambos de basura y ahorita, mire, una bolsa nomás”, te dice doña Lucrecia, una trabajadora de limpieza. “Hasta la basura está jodida”.
A estas horas, 19.50 de la noche, Felipe y sus cinco amigos han llegado a La Villa. Vienen desde Tláhuac, en bicicleta. “Venimos a darle las gracias”, te dice. “Pero dijeron que nos quedáramos en casa”, le reviras. “Sí sé, pero cada año vengo y tenía que cumplir”.
A estas horas, brillan las luces de las dos basílicas: la vieja, herida por un terremoto, y la nueva. Esa que Fresán describe como “estar en las tripas de una nave espacial, en la que nadie tiene demasiada fe a la hora de soportar la travesía de años luz y de años sombra”.
ledz