Sara Martín Yáñez se siente desesperada, encerrada y con la incertidumbre de lo que pasará con su vida, en el transcurrir de las horas y los días, el anhelo se vuelve más impetuoso, mientras limpia y hace de comer en casa de su hija, el momento, la fecha en la que podrá regresar a ser autosuficiente; es tanta la desesperación y la incomodidad en la que vive ahora que asegura: “preferiría que me diera el covid y ya dejar de batallar”.
Antes de la pandemia, la mujer de la tercera edad era puntual en su hora de entrada y salida en una tienda de autoservicio ubicada en Plaza Universidad, donde empacaba las compras de los clientes a cambio de una moneda. Llevaba una buena relación con sus compañeros y disfrutaba el trabajo porque sabía que podría pagar la renta de un pequeño departamento, comprar sus alimentos y hasta ayudarle “con 50 pesos a mi hija para su luz”.
“Pero ahora no sabe cómo es mi vida, mi hija se muestra molesta, enojada porque vivo ahí con ellos y no me llevo bien con mi yerno, así que cuento los días para que todo regrese a ser como antes, a que no deba pedir nada para salir y de verdad, preferiría infectarme y acabar con esta incertidumbre”, asegura la mujer quien no detiene su sollozo detrás del auricular.
Sarita, como la llaman sus compañeros de trabajo, dejó su trabajo hace más de 10 meses, en cuanto se anunció el confinamiento para adultos mayores con el fin de evitar los contagios de covid-19 y pudo salir adelante un par de meses, pero le fue imposible seguir así, por lo que aceptó irse con su hija, quien trabaja en el sector salud, pero justifica su enfado en casa por la presión del dinero que debe llevar al hogar para sostener a sus dos hijos.
“'Dios mío, gracias por el este día', siempre rezo, pero no sé qué será de nosotros si no tengo ni Seguro Social o una pensión, es muy difícil y quisiera trabajar pero mi hija no me deja porque se han muerto muchas personas de la tercera edad; en la cuadra ya van tres”, dice en tono angustiado.
Expone que, durante los primeros meses de la pandemia, el gobierno del estado les ofreció una despensa que contenía tres bolsas de amaranto, frijol, arroz, jitomate y tomate, “alimentos que se agradecen, pero con los que no se puede vivir por mucho, además sólo nos las dieron por dos meses, ya después, nada”, dice.
Ahora, sus días se van en hacer limpieza y en preparar la comida para la familia de su hija, aunque añora su departamento en la Avenida 6, donde podía descansar y disfrutar de su vida, con su propio recurso mismo que administraba bien.
“Pero mire, ayer me sentí muy mal porque por ahorrarle unos pesos a mi hija compré patitas de pollo, higaditos y mollejas para un caldo, pues no, no le gustó y me hizo sentir muy mal por lo que me dijo”, dice en tono desesperado y pidiendo que el milagro de las vacunas llegue lo más pronto posible para poder continuar con su vida.
En este momento de reflexión, Sarita detiene su plática y solo piensa en que los adultos mayores “hemos sido olvidados en esta pandemia y ojalá que me diera la enfermedad para dejar de batallar y de causar lástima”, piensa, mientras vuelve a su realidad para seguir ordenando la casa de su hija a quien le agradece el espacio, pero no el apoyo que le da a su angustiada situación que espera pronto concluya.