Camino por la calle Sinaloa en la colonia Roma; hay una nube otoñal que presagia lluvia; la empuja el viento frío. El cielo está quebrado; la ciudad está rota. Permanecemos con la sensación de estar a oscuras; conscientes, temerosos. El departamento de una amiga ha quedado fracturado. El edificio que lo alberga ha tenido un desplazamiento de cuatro centímetros hacia el frente, de cinco hacia el costado derecho. Eso dijeron los peritos. Peritos. La palabra ahora está en boca de todos. Daños. Estructura. Grietas. Edificios colapsados. Y, sobre todo, derrumbes. Riesgo de derrumbes. La palabra muertos tratamos de evitarla.
Dentro, uno parece que camina inclinado. Hay una vaga sensación de mareo: ya no se sabe si aún tiembla en nuestras cabezas o si la inclinación crea un vértigo perpetuo. Septiembre. Ciudad de México. Le ayudo, a Julieta, a sacar varias pertenencias que no dormirán más ahí, en Sinaloa 145. Salgo por un café con el corazón en estado de vigilia, y a unas cuadras más allá, veo casi todo acordonado. Edificios con riesgo de derrumbe, en efecto.
A mi vuelta, observo sobre la calle Salamanca a un grupo de personas. Me detengo. Son voluntarios formados en fila india a las órdenes de un hombre que les grita: ¡distancia!, ¡flanco derecho!, ¡un paso al frente! Uno a uno, uno detrás de otro, grita un número: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis; así, hasta el 40. Cuarenta voluntarios con casco amarillo y chaleco anaranjado. Sus rostros son de cansancio pero su espíritu está entero; no hay resignación; lo que veo es entereza, su presencia, dignidad, un instante, su aquí y ahora. Jóvenes en su mayoría, de entre 20 y 25 años. Miran al frente. El hombre a cargo, un brigadista, les habla: “Ahora, antes de que cada uno se vaya a casa, antes de que se vayan a descansar, con sus familias, rindamos un homenaje a estos tres hombres”. Pasan delante tres rescatistas con un perro cada uno. Les llaman binomio canino para búsqueda y rescate.
Son los que arriesgan su vida para encontrar personas atrapadas. En ese momento, los voluntarios, a capela, entonan el Himno Nacional Mexicano. Es el himno más conmovedor que yo haya escuchado nunca. Se me eriza la piel. Lo entonan 40 voluntarios del terremoto del 19 de septiembre en una calle cerrada al tránsito, llena de carpas y de lonas y de camiones que recogen cascajo a la luz de una tarde que fenece. Al fondo titilan las torretas de ambulancias y patrullas, el rojo y el azul nocturno que ha invadido la ciudad en estos días; en estos días.
Una mujer suelta lágrimas en silencio, les da la espalda y se marcha solitaria, cabizbaja. Yo no puedo ocultar las mías. No lejos de ahí, apenas a cuatro cuadras, están los derrumbados edificios de la avenida Álvaro Obregón, de la calle Ámsterdam, de la calle Medellín… Ahí donde, aún, hay cuerpos sepultados; ahí donde tardarán años en cicatrizar las heridas. Tiembla. Es septiembre, es mi ciudad y todo duele. Todas las almas.
(1) Este relato de no ficción apareció en el libro de cuentos Las dos Besson y otras almas, publicado en la editorial argentina Campo de Niebla, en abril de 2018.
Septiembre (1)
CRÓNICA / A UN AÑO DE LOS SISMOS
Dentro, uno parece que camina inclinado. Hay una vaga sensación de mareo: ya no se sabe si aún tiembla.
Ciudad de México /
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