Desde las 04:00 de la madrugada comienza el movimiento en el mercado San Bartolo de Naucalpan. En 52 años de historia, este lugar puede presumir de ser uno de los puntos donde los más de 800 mil habitantes de la demarcación han visitado por lo menos una vez en su vida alguna parte de sus instalaciones que cuentan con casi 700 locales.
Considerado como el centro de suministro de alimentos más grande del Valle de México, el interior de la central de abastos se convierte de pronto en un laberinto, por donde unos 60 distribuidores conocidos como diableros llevan a los diferentes locales productos diversos como pollo, carne, dulces, frutas, flores o legumbres, entre miles de productos.
En la entrada del mercado, una estatua de un "Tameme", persona que se dedicaba al comercio y que cargaba los productos en su espalda y acompañaba a los viajeros, recibe a todos los visitantes y rinde un homenaje a los modernos diableros, que con sus vehículos rodantes recorren los 36 pasillos del lugar, sin contar el área dedicada a los textiles, calzado, fontanería y área de comida, entre otros espacios.
Aquí conviven los "diableros" más experimentados, junto con los más jóvenes que son capaces de transportar cargas de hasta unos 400 kilogramos en sus carritos, que al grito de “ahí va el golpe” o de chiflidos estruendosos, avisan para abrirse paso entre la muchedumbre.
Circulan de un lugar a otro lo más rápido posible, puesto que el tiempo se convierte en aliado para ganar más dinero con cada viaje.
Con 79 años de edad y más de 40 de trabajar aquí, don Alfonso Corona Juárez se transporta de la colonia Ciudad de los Niños a la central. Desde las 08:00 de la mañana, se sienta en una de las entradas del mercado a esperar a sus clientes, que le piden echar sus viajes para ganar algo de dinero y mantenerse.
Los claroscuros de la chamba
“Me gusta mi trabajo, me gusta echar viajes. Todo el día ando con el diablo. Me gusta andar entre los pasillos. Yo vivo solo y me mantengo solo. Luego me vienen a buscar mis clientes para llevar mercancía; me pagan 20, 30, 40 pesos”, dice don Alfonso, a quien lo buscan sus compañeros para platicar con él mientras esperan cliente. Con su figura encorvada, observa su entorno inmediato en espera de su próximo cliente.
Historia distinta es la de Humberto, un joven que no rebasa los 30 años, quien viaja desde Atizapán de Zaragoza para laborar en el mercado mayorista, a donde llega entre las 04:30 o 5 de la mañana.
Cuenta que su oficio le viene de herencia y que ya tiene su historia en esto de andar llevando y trayendo mercancía con el diablo.
“Mi papá trabajó aquí casi 40 años, tiene tres años que ya no trabaja y yo llegué aquí a los 9 años de edad; él me trajo y desde ahí para acá ando chambeando. Me gusta mi trabajo porque tengo todo el tiempo para estar con mi hija, toda la tarde. Tengo dos niñas y un niño, bueno la chiquita porque los más grandes están con mi mamá, pero por lo regular la chiquita es la que más me sigue, luego también la traigo y anda aquí conmigo”, comenta.
Agrega que es complicado trabajar entre los pasillos porque hay veces que la gente no quiere dar permiso o hay gente que viene de malas, aunque dice que también entiende que traen problemas.
“A veces uno también trae problemas y andas acarreando y hay veces que te llega un cliente y estás bajando mercancía y porque no te gane el compañero, haces las cosas rápido y tiras algo o rompes algo y ya te sale más caro el viaje”, se lamenta.
“Ahí va el golpe”
De acuerdo a sus cálculos, dice que en un buen día es cuando acuden unas 4 mil personas al mercado y que la nave de artículos de primera necesidad es la más movida y que puede transportar cualquier producto que le pidan.
“Aquí podemos trabajar para descargar zapatos, verdura, vísceras crudas, carne cocida, pollo, hielo, lo que nos digan. Ahorita está muy flojo, pero no nos podemos quejar porque si dejamos de trabajar, no tenemos para comer, es la realidad”, sostiene, ante los estragos que ha dejado la pandemia por covid-19.
También brinda el servicio para llevar la mercancía a quienes llegan a surtirse de productos de diversas partes del municipio y dice que ya cuenta con sus clientes que lo buscan por teléfono. Sus tarifas son más elevadas que las de don Alfonso y su sistema de trabajo es surtir la mercancía y al término de todos sus viajes, pasar a cobrar.
“Hay unos clientes que vienen y te marcan, yo les doy mi teléfono y me marcan y estoy desocupado y ya nomás me hablan, sabes quiero esto y esto, ya lo compro y lo dejo encargado, ya por decir, ahorita tengo unos que ya no tardan en llegar. Ya me dicen, ahí está la camioneta, paso por la llave y todo lo que me encargó, su lista, ya nomás la echo y me pagan y ya”, comenta mientras echa un ojeada al movimiento que hay a su alrededor.
Con sus brazos tatuados y de fondo el grafiti estampado en la nave principal que remarca el orgullo de los habitantes de Naucalpan, Humberto se aleja para continuar en la “carrera” por conseguir más clientes y mantener a su familia en este mercado que fue inaugurado el 10 de febrero de 1969 y que recientemente fue pintado con grafitis en su alrededor como sello de identidad cultural.
MMCF