Vacaciones en pandemia; romper el encierro para ir a la playa

Una pareja, junto a sus perros, deciden romper el encierro y se van a la playa.

Acapulco, Guerrero, entre los destinos preferidos en México. Archivo Milenio
Editorial Milenio
Ciudad de México /

Entonces dejan que su consciente irresponsabilidad triunfe sobre su voluntad y sobre su inteligencia y deciden irse de vacaciones. A la chingada con el coronavirus, piensan a sabiendas de que es el coronavirus el que nos manda a la chingada. Destino: Pie de la Cuesta, Guerrero. Hoteles donde aceptan mascotas: 3. Porque ni modo que abandonen a los perros. Por los precios y la poca disponibilidad, suponen que aquello estará como en verano. Aún así, reservan, pues, equivocadamente, creen que los seis meses que llevan encerrados en casa les han otorgado el boleto para salir tres días del encierro.

Ahora a rentar un carro. El costo también habla de una sobre demanda. Lo que corroborarán cuando tú te presentes a la arrendadora, una cercana a su casa, y el hombre detrás del mostrador y protegido de un cubrebocas con el logo de su empresa te diga: “Cuando estaba más fuerte la pandemia, apenas rentábamos cuatro, cinco autos al día, pero ya ahorita que bajó estamos sobre las treinta rentas diarias”. No sabes de dónde ha sacado el dato de que la pandemia disminuyó, pero tampoco le replicas porque la sola percepción de que el virus en México es opcional a ustedes les sirve de pretexto. El hombre te entrega el coqueto auto con un largo aviso en el parabrisas, donde garantizan que hasta la gasolina viene desinfectada.

Ya en el auto, recuerdas lo que es manejar en Ciudad de México: cláxones, mentadas de madre, peatones creyéndose autos y autos creyéndose peatones. Mientras estás detenido en el tráfico de Reforma e Insurgentes, piensas que, si no fuera porque ves a algunos conductores con cubrebocas, pareciera como si le hubiéramos ganado la batalla al Covid. Quieres suponer que es gente que vive al día o que salió por una emergencia o que está atrapada por las remodelaciones de las calles. Y no como ustedes, que teniendo el privilegio de quedarse en casa, han sacado la parte egoísta que todos llevamos dentro.

Cuando tu pareja, tus perros y un cargamento de desinfectantes ya estén arriba del carro, y manejes por tu barrio, y después tomes avenida Cuauhtémoc, y luego des vuelta en Obrero Mundial hasta salir a Tlalpan, verán a tanta gente caminando y a tanto carro circulando que se preguntarán si ya inventaron la vacuna. Pero como no tienen cara ni el derecho a juzgar, sigues conduciendo mientras Los Prisioneros cantan eso de ¿por qué no se van, no se van del país?, y a ti se te viene a la mente el güey ese de Gilberto Lozano, ese fiel representante del patriarcado.

Pero yo te estaba contando que la primera caseta les cuesta 65 pesos más barata no porque se apoye al turismo en tiempos de Covid, sino porque la caseta está tomada por unos jóvenes enojados con López Obrador. Tu pareja te dice que en su país son tan fachos que los carabineros ya estarían golpeando a los muchachos. Después sortean la lluvia y se van resignando al mal tiempo que está pronosticado para el viaje y, sobre todo, para Pie de la Cuesta. Debieron hacerles caso a las señales y quedarse en casa, conversan mientras serpenteas sobre el pavimento mordisqueado por el agua y los neumáticos.

En el kilómetro 107 se detienen a comer. Acá tampoco parece que haya epidemia, salvo por el chico que los recibe en el restaurante con un atomizador lleno de alcohol, por las meseras que traen puestas caretas y porque solo se permite una familia/pareja por mesa, mesa que, por cierto, nadie desinfecta, así que deben hacerlo ustedes. “Nosotros no cerramos, siempre tuvimos algo clientela, pero ahora viene más desde que el contagio se estabilizó”, te dice una de las meseras y tú no sabes si con “se estabilizó” se refiera al promedio de muertos al día.

De vuelta a la carretera, se topan con otra caseta tomada, con unos policías federales que te permiten rebasarlos a 130 kilómetros y con un cobrador de caseta, la última, que les dice que el turista, en particular el chilango, no ha dejado de ir a Acapulco. “Hubo semanas muy bajas, pero desde junio, cuando ya pasó lo peor, ha venido más gente”, dice y ustedes quieren responderle que lo peor no ha pasado, que es el valemadrismo lo que les ha orillado a salir de casa. Y tan no ha pasado que uno de los militares que están en el retén que hay rumbo a Pie de la Cuesta se les queda mirando con ojos de a qué carajos han venido.

Caso contrario a los lugareños que se desviven por ofrecerte comida, paseos en lancha y el kayak para remar en la laguna. Doña Rosa, una vendedora de trajes de baño y salvavidas, te cuenta que los fines de semana se llenan los hoteles. Pero hoy es domingo y la mayoría de los turistas ya se van. Le preguntas sobre el clima. “Ha estado nublado, a veces lloviendo; este día amaneció cerrado, pero ya se asomó el sol”.

En el hotel, el encargado toma un atomizador y entonces perros, pareja y tú son desinfectados como si acabaran de bajarse de un auto radioactivo. Después se darán cuenta de que al hombre, en realidad, no cree en el coronavirus. “No hemos sabido de ningún huésped que se haya enfermado”, dice y tú piensas que, si se contagiaran, al último lugar que llamarías sería al hotel: el riesgo lo tomaron ustedes. “Van a estar solos hasta pasado mañana que llega otra pareja”, avisa.

—¿Y la habitación está desinfectada? —le preguntas.

—Sí, sí, todo. Ora que si ustedes traen su propio desinfectante, pueden echarle a la pieza, para que estén más tranquilos.

Ni modo. Es lo que hay.

Con las horas sabrás que el precio de la habitación era más barato, pero lo encarecieron para sacar los costos. Que no se puede llevar alimentos a la playa. Que ningún trabajador del hotel usa cubrebocas porque, al igual que ustedes, se sofocan con la humedad. Que la tienda más cercana queda a menos de medio kilómetro. Y que la playa está más segura que nunca porque los militares andan cuidando a las tortugas. Eso lo sabrán por un vendedor de paletas, el único vendedor que verán pasar en los próximos tres días.

Él les cuenta que la mayoría de los vendedores está en Acapulco porque es allá donde se está hospedando la gente que viaja con niños. “Allá está abierto todo, dicen que el último fin hubo como 70 por ciento de ocupación, aunque siempre le inflan para atraer turismo”.

—¿Y por qué no anda vendiendo allá?

—Porque el drenaje tiene bien sucia la bahía, hasta deshechos de hospitales tiran ahí.

—Aquí también está un poco sucio el mar —le dices.

—No, mi amigo, esa es espuma revuelta con arena —te responde y tú le creerás para no complicarte la vida.

Por fortuna, la comida, la inmensidad del Pacífico y los atardeceres irreparables eclipsan los devenires y se quedan con un pobre consuelo: Si nos hemos de contagiar, ha valido la pena.

Entonces, esa noche, te da hambre y el restaurante ya está cerrado. El guardia, que es muy voluntarioso, llama a una señora que lleva comida a domicilio y, enseguida, te pasa su celular para que contestes. A ti se te olvida el contagio y hablas con la mujer. A mitad de la plática te das cuenta del descuido. Cuando cortas, en balde te bañas y empiezas a preguntarte si tendrás suerte de librarla, sin entender que el riesgo ha ido en aumento desde que saliste de casa.

“El turismo bajó ahora que empezaron las clases; venía más cuando estaba más fuerte lo del coronavirus”, les dice la señora que les ha llevado los sopes de pollo y de chorizo con papa, una señora bien platicadora que tampoco usa cubrebocas.

—¿Se ha enfermado mucha gente por acá?

—En mayo decían que estaban saturados los hospitales de Acapulco, pero acá ha estado tranquilo. En la tele dicen que lo más feo ya pasó.

—¿Y usted cree que ya pasó?

—Yo pienso que sí, porque si no ustedes no vendrían, ¿no?

Ni modo que le digas que la contradigas.

—¿Y cómo ha sorteado la pandemia?

—Lo más pesado es ayudarle a mi hija en la escuela porque tengo que trabajar desde la mañana. Por eso ya llegué a un acuerdo con ella: sólo cada tercer día le reviso la tarea. Deberían de abrir las escuelas.

—¿No le ha faltado dinero?

—Apenas ahora que empezaron las clases. La gente está gastada. Yo ya pagué más de 300 pesos por mi niña y eso que va en escuela pública.

A la mañana siguiente, llega una familia numerosa al hotel, y mientras ellos se quitan el cubrebocas, ustedes se lo ponen: vienen de regreso al encierro, ahora obligado. Porque ya que anduvieron por allá, lo menos que pueden hacer es evitar el contacto humano en dos semanas. Hay que ser puercos, pero no trompudos.

​RLO

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