E l verano de 2014 estuve en Madrid y Barcelona por motivos de trabajo. Eran los meses de las olas migratorias y en el Edificio Postal de la capital española había una gigantesca manta que daba la bienvenida a los refugiados.
Sin ser sinónimos, unos en busca de sustento, otros huyendo de la guerra o de la persecución en sus tierras, ambos grupos arribaron a las principales ciudades europeas. En primera instancia, los líderes de las potencias abrieron sus puertas con emotivos discursos.
Por supuesto, la gran cantidad de personas, familias enteras venidas de África y Asia, pronto saturó cualquier previsión y los programas dispuestos se derrumbaron al paso de los días, rebasados.
Los actos criminales de algunos viajeros, como ocurre siempre en estos periplos, dieron pie a que Alemania y Francia comenzaran a poner obstáculos y a cerrar sus fronteras, añadiendo como segundo argumento la falta de empleos y de asistencia social en estos países.
En unas semanas, todo estaba cerrado en Occidente y los países del otro bloque europeo hicieron lo propio.
Aquellos días, una delegación de la Unión Europea visitó Milenio y uno de sus líderes tejió un emotivo discurso en pro de la migración y los refugiados. Pregunté cómo podían sostenerse tales palabras con los irrefutables hechos de la imposibilidad de mantener abiertas las fronteras, con los datos duros de la economía.
El funcionario aceptó que era más un mensaje de buenas intenciones propio del cargo que ostentaba. Tan solo a España, la crisis de empleo le hacía imposible dejar el paso franco a los solicitantes de refugio.
Los indicadores de ingreso, de trabajo, inflación, crecimiento y endeudamiento se van a imponer siempre a la buena voluntad y a la corrección política.
La tradición de refugio de México, ilustrada con los emblemáticos casos de los republicanos españoles escapando a Franco, y la izquierda chilena evadiendo a Pinochet, nada tiene que ver con mantener abiertas sus fronteras a cuanta caravana pretenda cruzar el país.
No es por una posición xenófoba y carente de solidaridad, sino por la imposibilidad real de atender las necesidades de esos miles de migrantes, en muchos casos expulsados de sus países, aunque solo vayan de paso.
Hay que recordar que en esta nueva oleada, ya hubo dos altercados de consideración: uno cuando el primer grupo cruzó el Suchiate desafiando a la Policía Federal mexicana. En el otro, un grupo quiso pasar a Estados Unidos (EU) y fue repelido con gas lacrimógeno por agentes de ese país.
Durante estos altercados, el expresidente Enrique Peña Nieto anunció un programa de empleo y salud a los centroamericanos.
Ellos lo rechazaron y, en cambio, lanzaron demandas con tinte de agenda política, como reunirse con Peña Nieto y con Andrés Manuel López Obrador.
La acumulación de migrantes en Tijuana ya sacó los peores demonios con que carga su alcalde panista.
La ciudad se dividió entre el apoyo a los recién llegados, como manda la solidaria tradición de la zona, y quienes vieron con espanto la invasión centroamericana de sus calles, con quejas sobre los riesgos de inseguridad e insalubridad, no solo por simple posición discriminatoria.
Peña Nieto y su equipo, como quiera, ya libraron el desafío, pues no ha pasado a mayores desde que comenzó la entrada de los miles de personas camino a EU, pero porque se les acabó el sexenio.
La incógnita es cómo va a atender el nuevo régimen el problema, pues los migrantes siguen acumulándose al sur del Río Bravo y Donald Trump no tiene la menor intención de ceder al amurallamiento, militar y de concreto.