La última vez que estuve en Palenque, Chiapas, llegué en tren. Era de noche, julio de 2011. Aquella vez viajaba atado al techo de un tren mercantil, al que le dicen ‘La Bestia’, junto con cientos de jóvenes migrantes de Honduras, El Salvador, Guatemala, Cuba, Nicaragua. Recuerdo que no bajamos del techo ni para ir a mear. Esta vez, 13 años después, llego como un pasajero respetable a bordo del resplandeciente Tren Maya, el transporte del futuro por ser el más barato, el más eficiente y quizás el más sensato.
El Tren Maya ha sido objeto de debate entre los críticos y los que apoyan las políticas del gobierno de AMLO. Para la realización de este megaproyecto, se ha señalado la deforestación de amplias áreas de selva, para permitir que los pueblos de la península, y los turistas, tuvieran un medio de transporte rápido y de vanguardia que por fin pudiera interconectarlos sin los costosos vuelos de avión o los largos caminos de carretera.
Arribo a una estación todavía en construcción. Hay obreros trabajando, se ve que no se ha terminado a tiempo. La estructura es majestuosa, de madera. Los demás pasajeros se quedan ahí, parados frente al tren de color blanco y verde. Se tiran selfies, videos. En cada foto siempre se ve un pedazo del tren. Pero ya no me sorprendo. Yo también agarro mi celular y me tomo fotos, como si se tratara del primer tren de la Historia.
Salgo a buscar un taxi que me lleve al pueblo, dado que la estación, como las demás paradas del recorrido, no está en el centro de las ciudades, queda en un rincón perdido en las afueras. Esto porque políticos locales y nacionales se han opuesto con todas sus fuerzas a que el Tren Maya llegue al centro. El tren del futuro no tiene que pasar por el centro de las ciudades, como es lógico y normal en el resto del mundo, sino por la periferia. Entonces, para subirte al tren tienes que llegar en camión, en combi o taxi, tienes que pedir un aventón o buscar un ride, pero no esperes una estación en el centro. Esto no.
Me lo explicó hace unos días un alux, mientras viajaba en el tren. Iba a uno de esos baños amplios con puerta eléctrica, cómodos, limpios, cuando veo salir a una personita que mediría a lo mucho unos cincuenta centímetros. Vestía un huipil de colores. Recordé, entonces, que en estas tierras viven muchos aluxes, los duendes de la selva maya. Abrió la puerta del baño, me lanzó una mirada socarrona y se dirigió a la puerta del maquinista. Lo intercepté ahí. Quiso saber qué quería, le contesté con otra pregunta: ¿sabría explicarme por qué las estaciones del tren no están en el centro? Entonces me contó lo que ahora sé sobre el tren.
Obviamente el alux es una forma de ocultar la identidad de mi fuente, para no causarle problemas decidí recurrir a la mitología maya. En fin, una vez que se llega a Palenque, hay que buscar un taxi y los taxistas se aprovechan siempre. Pero esto ya es el fin de la historia. Volvamos unos días antes.
Así empieza el viaje del Tren Maya
Unos días antes estaba sentado en el asiento de un minivan, un tour colectivo rumbo a unos cenotes a las afueras de Mérida, Yucatán. Intentaba no enfermarme con el aire acondicionado pero, sobre todo, no escuchar la conversación que sucedía detrás de mí, donde una mujer con acento norteño le explicaba a su amiga española lo maravilloso de su experiencia a bordo en el Tren Maya.
—Mira que a mí Obrador no me gusta nada, no lo he votado y estoy muy feliz de que ya se vaya. Pero me daba curiosidad ver el Tren Maya, así que la semana pasada fuimos a verlo. Te digo la verdad. Está muy bien, limpio, bonito. ¡Habrá que usarlo!
El interior de un autobús turístico es angosto, no es fácil evitar escuchar conversaciones ajenas. La mujer hablaba demasiado fuerte. Finalmente, cuando llegamos al cenote, la perdí de vista. Pero la señora había tenido tiempo suficiente para sembrar una idea en mi mente: subirme al Tren Maya. La decisión estaba tomada.
Dos días después estaba listo con mochila, maletín, sombrero ancho, sonriente y bien dispuesto, en la explanada con un calorón de 35 grados en la estación Mérida-Teya. Me reciben dos agentes de la Guardia Nacional bajo el enorme arco de la entrada. Entonces heme aquí, impresionado por este lugar bizarro, imponente y sencillo, levantado en medio de la nada en el sureste mexicano.
El piso brilla, hay muchas tiendas aún cerradas, y entre las abiertas (no puede faltar la comida chatarra) un puesto de merchandising donde no puedes entrar. Dos mujeres militares disfrazadas de civiles atienden, pero tienes que permanecer afuera. Puedes comprarte tazas del Tren Maya, plumas del Tren Maya, libretas del Tren Maya, camisetas del Tren Maya, termos del Tren Maya… En fin, una cantidad de bonitos regalos, detalles de este viaje.
Los baños son nuevos pero ya tienen mingitorios fuera de servicio y detalles rotos. Parece que, por la prisa de inaugurarse, se han utilizado materiales de pésima calidad pero que se veían bien. Unos minutos antes de la hora de partida una voz metálica anuncia la llegada del tren. En la sala de espera los pasajeros se levantan y entonces se prepara el espectáculo.
En el andén la gente espera. Hace calor. Mueven los abanicos. Los celulares se levantan porque ya viene, se entrevé el morro del tren a la distancia. Se acerca despacio. Me acerco a una señora que se toma fotos con su mamá. Le pregunto si es la primera vez que vienen. La señora se llama Claudia, su mamá Gloria, y vienen desde Chetumal.
—Se supone que iba a llegar a Chetumal pero [el tren] todavía no está listo. Como estoy de vacaciones le dije a mi mamá, ‘vamos a darnos una vuelta’. Y ya decidimos venir. De Chetumal vinimos a Mérida en carro. Aquí dejamos el carro, nos vamos a Campeche, a conocer la ruta, nos hacemos uno o dos días allá y ya nos regresamos.
Pregunto si conoce a alguien más que ya haya viajado en el Tren Maya.
—De la familia y los amigos somos las primeras que van a conocer el tren. Para que se animen. Para muchos acá es la primera vez en un tren. Es bonito. Aquí en Yucatán había tren, nosotras viajamos cuando era niña. Tengo 48 y cuando tenía unos 10 me acuerdo de que mi papá nos llevaba a su pueblo, Tekax, y viajábamos a otro pueblito en tren. Pero obvio era otro tipo de tren. Era así como en las películas en blanco y negro.
—Mi marido no quiso venir… —interviene Gloria, la mamá. Pero voltea hacia el andén, porque hay movimiento, la gente levanta sus celulares a lo alto y parecen invocar los poderes de alguna deidad de esta selva.
—¡Le dije, ven, te va a gustar! [El marido] no quiso y se quedó en casa. Se lo pierde.
Y llega el tren, el Tsíimin-K’áak, el nombre que le pusieron en maya, que significa ‘caballo de fuego’. Un tren de vanguardia de la compañía francesa Alstom, de cuatro vagones para que viajen entre 300 y 500 pasajeros. De pronto me siento como en la selva de Cien años de soledad, con la mirada clavada en este objeto extraño, de la misma forma en la que, imagino, los habitantes de Macondo veían el hielo por primera vez, traído por el gitano Melquiades.
Hay quien toma fotos, quien se pone en pose para una selfie, otros graban videos y los más generosos hacen videollamadas con parientes y amigos que no están aquí, para mostrarles este tren pequeño, puntiagudo, de color blanco y verde. Una multitud espera a que se abran las puertas automáticas y se pueda subir. Me imagino así los primeros pasajeros de un tren: maravillados, sorprendidos, curiosos. El tren chifla, la gente dice ‘¡qué bonito!’ El silbido del tren parece el tono de afinación de una orquesta.
Y aparece el caballo de fuego
Aunque lleva más de media hora de retraso, nadie se queja, nadie está molesto. Al contrario. Parece feria. El tren arranca. La gente se mueve, se levanta, camina. Se habla del tren, de los lugares que se han visitado, de los lugares adonde se llegará. Se habla de AMLO. Hay quien no lo soporta, hay quien lo defiende. Se habla, se discute, se hace política. El tren es la atracción, el protagonista absoluto del espectáculo.
Salimos a las 13:05 horas. De último momento suben pasajeros hasta ocupar los cuatro vagones. Veo a un hombre que viene con su hijo y su padre anciano.
—Mi papá tiene 92 años. Es muy lúcido todavía, pero no escucha.
—Es una edad en la que se lo puede permitir.
—Lleva 5 años diciendo ‘ojalá pueda vivir para subirme al tren’, hoy por fin lo hemos traído.
Al viejo lo veo entusiasta, no deja de comentar, de contar pedazos de su historia, habla con todos los pasajeros a su alcance. Mientras tanto el tren se mueve, pero a los lados del ferrocarril se ve que la obra sigue abierta, hay obreros, electricistas, hay movimiento. Se ve que se tuvo que abrir a fuerza el Tren Maya, el 15 de diciembre de 2023, antes de que acabe el mandato de López Obrador.
Los maquinistas son militares, van de sargentos segundos hasta el grado de capitán. Todos los militares de la Guardia Nacional presentes en el tren, uno o dos por vagón, son subalternos de los maquinistas, aunque sean de grado mayor, porque en el Tren Maya el que lleva el mando es el maquinista. Ahora que lo sé, siento extraño ir en un transporte público civil manejado por militares.
Le pregunto al alux, mi fuente, dónde aprendieron los maquinistas a manejar un tren, considerando que hace más de treinta años que no hay trenes de pasajeros en el país. Aparenta cierta soberbia, pero igual es una impresión mía.
“Los maquinistas han estado en las diferentes fuerzas armadas, manejando motores quizás”, dice. “Deberías saber que, en principio, el funcionamiento de los motores de un avión es el mismo que el de un tren, nomás que uno va a arriba y otro abajo”. De todas maneras, los militares estuvieron en España, tomando un curso de 4 meses con los colegas de Renfe, empresa ferroviaria, después de haber participado en un curso teórico en el Campo Militar 1-A de la Ciudad de México.
Vuelvo a mi lugar, en dos horas llegaremos a San Francisco de Campeche, Campeche. Viajamos a 140 kilómetros por hora, todavía no se alcanzan las velocidades máximas previstas.
Campeche, la ciudad sitiada por piratas, me recibe con calor. Y, para aguantarlo, aquí se suele tomar una bebida conocida como ‘ojo rojo’, como le dicen a la michelada con clamato. Efectivamente permite hidratarse. Dos días después estoy otra vez a bordo, en busca de la emoción del Tren Maya, ya me siento veterano. Ya creo que nada puede sorprenderme.
En los pueblos se sientan a ver pasar el tren
Esta vez me esperan cinco horas de viaje, pasaremos por varias estaciones en minúsculos pueblitos de la península de Yucatán, donde las sillas parecen butacas colocadas solo para ver el espectáculo del paso del tren. Subo la capucha del suéter porque el aire acondicionado está potente. Hay movimiento, un tipo lleva un micrófono, veo a dos hombres y dos mujeres que una muchacha está maquillando, pasa otro tipo con unas luces. ¿Qué pasa?
Lo que pasa es que están filmando un video promocional del Tren Maya. Todos somos espectadores y a la vez muchos acaban siendo extras. Se me acerca un muchacho con una cámara muy sofisticada y me pregunta si puede grabarme junto a la pasajera que está sentada a mi lado mientras miramos el horizonte por la ventana, posiblemente pensativos, absortos. Acepto si a cambio se deja entrevistar.
Le pica “grabar” a su cámara, y después de unas tomas pensativas se sienta detrás de mí. Se llama Hugo, tiene 26 años, es de Campeche. Antes del “caballo de fuego”, nunca se había montado en un tren. Dice que es muy difícil hacer cine en Campeche, que los jóvenes se tienen que ir a otros lados si quieren realizar el sueño de ser cineasta. También dice que le gusta este medio de transporte.
—Se ven paisajes impresionantes. Además, es más barato, seguro y cómodo que el camión. Puedes llevar más equipaje. Por donde lo veas es más conveniente. Entiendo que están empezando y hay dificultades, no están todos los trenes, a veces llega tarde, problemas con los boletos. Pero quitando todos esos errores, que se entiende, la experiencia es preciosa. La comida está chida, puedes ir cheleando con los amigos. Muy padre que exista un nuevo medio de transporte. Además, si puedo decirlo, ¡los baños son una maravilla!
El entusiasmo de la juventud. Su compañero Erick, director de casting en esta producción andante, también es de Campeche. Él tiene 32 años y es actor. Tampoco se había subido a un tren antes.
—Nunca. Y sí tenía curiosidad de saber qué era viajar en un tren de pasajeros. Vine en Semana Santa con mi familia, viajamos a Mérida. Estábamos sentados donde hay mesitas, lo que nos gustó justamente fue eso, que podíamos ir cuatro personas, convivir y pasar el tiempo. Cuando vengamos la próxima vez traemos juegos de mesa. Fue una experiencia diferente a subirse en un avión o camión. Gente que no conoces empieza a interactuar. La señora de al lado empieza a platicar y se hace una fiesta en el tren. Eso en un camión no pasa. Todos se duermen en el camión. Están con la película ahí. Y aquí sí hay interacción.
Empieza a llover. Por las grandes ventanas se ven vacas, caballos, árboles, pasto. Se ve muy verde la cosa. El viaje es agradable, sobre todo si tienes un suéter puesto que reduce la ‘heladez’, como le dicen, al frío del aire acondicionado. Parece una obviedad, pero así es como se viaja en tren. Pero la novedad es precisamente poder viajar en un medio rápido y seguro.
No hay riesgo de asalto, de un accidente porque el conductor de un tráiler se durmió, no hay retén militar en el cual te extorsionan o te desaparecen, no hay horas infinitas desperdiciadas en la espera de un avión, no hay asientos minúsculos de los cuales no te puedes levantar. Es el viaje en tren. Te levantas, caminas, platicas, estás seguro. Así es como se debería viajar en un país inmenso como México, pero durante décadas se ha obligado a la gente a viajar en medios de transporte absurdos, peligrosos, contaminantes, inseguros.
Pronto estarán activos los trenes de siete coches, me dice mi fuente, que los van a armar en Cancún. También me dijo que se va a pasar de los diez a los 42 trenes en los próximos meses. Se construyen en la fábrica de la empresa francesa Alstom en Ciudad Sahagún, y luego se llevan a Cancún para empezar a viajar. Este es un tren diésel, pero pronto se pasará a los duales en cuanto se electrifiquen las vías. Después llegarán los totalmente eléctricos. Cuando le pregunté en qué momento estará lista la ruta al cien por ciento, me mira pensativo.
—Para que quede bien-bien, sin fallas, que ya se tengan todos los equipos, unos tres años.
Me quedé desconcertado. Cómo que fallas. Así que le pregunté.
—¿Qué tipo de fallas tiene ahora?
—Como hace mucho calor, se sobrecalientan los motores, entonces están buscando la manera de cómo enfriarlos mejor. Si los motores fallan, empieza a fallar el aire acondicionado, por ejemplo.
—Y las fallas de los motores, ¿quién las arregla?
— Personal técnico de Alstom, el fabricante. Ellos van en la cabina trasera y van monitoreando. Si pasa algo, por ejemplo, hacen que se reinicie el tren.
Instintivamente pensé en el técnico de computadoras de los años noventa que para arreglarte la máquina se arrodillaba y con cara de confianza apagaba todo y lo volvía a reiniciar. Problema resuelto. Le pregunté su opinión sobre el controversial tema de la destrucción de ecosistemas para la construcción del ferrocarril.
— Pues como todo. Para el progreso y desarrollo se tiene que sacrificar algo. ¿Pero ves esas banderitas rojas a los lados de la vía? Son arbolitos que la Sedena [Secretaría de la Defensa Nacional] está plantando para reforestar.
Los arbolitos estaban, en efecto. ¿Pero serán suficientes?
Así termina el viaje en la selva maya
Vamos llegando a Tenosique, faltan quince minutos para las siete y, en la penumbra incipiente, veo olas lejanas y majestuosas que se estrellan contra la orilla del monte. Necesito unos momentos para entender que se trata de nubes lejanas que se acomodan a la falda de las montañas, inmersas en la neblina de esta tarde de julio.
Por aquí pasa también La Bestia y durante años fue el único tren que transportaba migrantes en su techo. El Tren Maya pasa en medio de unas casas. Un barrio popular se va iluminando con la llegada de la noche. Cuatro hombres trabajan en el motor de una camioneta. Los hombres se detienen, serios, levantan las manos y saludan a estas caras asomadas por las ventanas.
También saludan dos señoras que platican en la banqueta pocos metros después. Luego la vía sube y el tren pasa más arriba del nivel de la calle, ahí abajo los transeúntes levantan la mirada. Todos, por unos momentos, dejan sus ocupaciones y voltean hacia arriba, sonríen, saludan. Está pasando el Tren Maya.
A la salida de la ciudad, antes de que caiga la noche, una docena de niños con camisetas de colores fuertes se despiden del ‘caballo de fuego’ brincando, muriéndose de la risa y lanzando las manos arriba, lo más arriba que se pueda.
Al final logro encontrar un taxi que me lleva a un hotel en medio de la selva de Palenque. Durante la noche escucho ruidos asombrosos desde la cima de los árboles, como de leones enojados. Al día siguiente me entero eran saraguatos, monos aulladores, muy bonitos y no más grandes que un perro, pero con un vozarrón turbador.
¿Qué me quisieron decir los changos? Quizás que no todo es como parece y a veces es mejor ver las cosas con nuestros ojos, en lugar de creerse los ruidos de la noche.
CMOG/GSC