Sala de urgencias en tiempos de covid-19, una estación del purgatorio

Un adulto mayor se fractura la cadera. No hay ambulancias, la sala de urgencias se parece al purgatorio y encontrar una cama es cosa de suerte.

Más tardarán en subir a tu viejo a la camilla que en lo que llegarán a ese foco de infección llamado Urgencias. (Archivo)
Editorial Milenio
Ciudad de México /

Entonces sucede lo que no tenía que suceder: en el peor momento de la pandemia, a tu viejo le ha tronchado un hueso por la región de la cadera y ahora se encuentra tendido sobre la banqueta, adolorido, sin poder levantarse. Tu viejo tiene 77 años, es hipertenso, se ha ido quedando sordo y, hasta hace poco, le diagnosticaron osteoporosis. La descalsificasión y el sobrepeso le han suscitado una fractura basicervical de cadera izquierda; o sea, la cadera se desplazó parcialmente y requiere de cirugía. Pero eso aún no lo saben ni tú ni tus dos hermanos. Lo único que saben en este momento, las cuatro de la tarde del 12 de diciembre, es que algo le tronchó a tu viejo cuando bajó la banqueta y ahora precisa de una ambulancia.

Uno de tus hermanos, el primero en asistir a tu viejo, llama al 911. Le prometen que enviarán una ambulancia a la brevedad. Lo que se aparece, sin embargo, es una patrulla con dos policías que han estado rondando por el barrio, avisando por un alta voz que el número de hospitalizaciones en Ciudad de México ha aumentado y que es mejor que nos encerremos bajo llave. Esos policías solicitan una segunda ambulancia. Pero tampoco resulta. Ya son más de las seis de la tarde y tu viejo no soporta el dolor.

Buscan ambulancias por Internet. Los costos se mecen desde los 3 mil 500 a los mil 500 pesos por traslado, y desde 800 a 500 pesos por cada hora que tu viejo pase trepado en la ambulancia. “Es que como los hospitales no están recibiendo a nadie, hay que andar buscando dónde tienen camas”, te avisa uno, el que cobra más barato, uno que te dice que sí te manda la ambulancia, sólo que en unas dos horas más, o quizá tres, porque “ahorita todas las unidades la tengo ocupadas por el covid-19”.

Cuando están por cerrar trato con una compañía cercana al metro Pantitlán, se aparecen unos paramédicos, de esos que circulan en ambulancias hechizas y que ofrecen cargar con el herido siempre y cuando se desembolse “una cooperación” que ronda los 2 mil pesos. 

“No hay ambulancias y las que hay te andan cobrando, mínimo, 3 mil 500 pesos”, les dice uno de los paramédicos, el que después de una auscultación a tu viejo ha dado el primer diagnóstico: “O es una fractura de fémur o sólo se le dislocó un hueso”. Pobre de tu viejo, cree que con un huesero solucionará el problema.

De pronto surge un sonido del fondo, que suena por todos lados: es el ulular de una sirena. Es la ambulancia que un conocido les ha ayudado a conseguir sin ningún costo. Más tardarán en subir a tu viejo a la camilla que en lo que llegarán a ese foco de infección llamado Urgencias.

Si el purgatorio existe, las salas de urgencias deben ser algunas de sus estaciones.

En Magdalena de las Salinas, a donde han traído a tu viejo, no hay nadie quien tome la temperatura, ni hay quién controle entradas y salidas de la gente. Uno de los guardias te dice que son tantas las personas que deambulan las 24 horas que se decidió “confiar” en que la gente no está contagiada. “Ya ahorita la gente sabe que si tiene síntomas no debe salir”.

—¿O sea, se trata de confianza?

—Pues sí. La gente no es tonta. Yo sé que debemos hacerlo, pero no es humanamente posible”

—¿Y si la gente es asintomática? —le reviras.

—Ora sí que como dijo Cantinflas, ahí está el detalle —te responde el guardia, uno que te dice que no te preocupes, que pasa nada—. Por la cantidad de gente con la que hablo, yo ya me hubiera contagiado. Pero a cada rato me lavo las manos y jamás me quito el cubrebocas. Haz eso.

Los asientos de urgencias, unos que seguramente nadie ha vuelto a desinfectar desde que inició la pandemia, son de acero inoxidable e inolvidable y siempre, como en las terminales de camiones, se abarrotan de gente que, a pesar de estar prohibido, carga con bolsas del mandado, cobijas, cajas, muletas, bancos o sillas de ruedas. Es gente en la que tú y tus hermanos deben confiar de que no está contagiada, así como la gente debe confiar en que ustedes son negativos.

¿Se puede guardar sana distancia? Imposible. Menos cuando hay que permanece de guardia, día y noche, porque nunca se sabe en qué momento saldrán a dar informes de tu viejo. Como sucederá a las 4 de la madrugada del 15 de diciembre, cuando lo “suban a piso” (es decir, cuando le asignen una cama en el hospital de traumatología). Pero eso ocurrirá después. Ahorita, los médicos siguen valorando a tu viejo.

Y mientras le toman la temperatura y le preguntan si ha tenido contacto con algún contagiado, mientras le sacan las radiografías, dos ambulancias más entran al patio de urgencias. En una viaja un hombre, de unos 35-40 años, con la rodilla echa polvo: estaba jugando fútbol en el gimnasio de su barrio. En la otra viene un joven que se cayó de una patineta. Más pacientes llegan caminando: una joven descalabrada, un cuarentón con torcedura de cuello y una niña que se ha roto los dedos de la mano.

A diferencia de ellas y de ellos, en el reporte médico de tu viejo le han colocado sellos de la Fiscalía capitalina. “Mucha gente abandona en urgencias a sus adultos mayores”, les explica la trabajadora social y tú recuerdas todas esas historias que has escuchado de viejos abandonados o golpeados por los hijos. “Si ningún familiar se presenta en 24 horas, entonces se procede penalmente contra la persona que trajo al adulto”.

Dos, tres horas después, te avisan que a tu viejo necesitan operarlo, porque la otra es que se quede postrado en lo que le quede de vida. La cirugía, sin embargo, no puede realizarse ahora: no hay camas para hospitalizarlo. Además, tu viejo arrastra tanta comorbilidades que primero requieren estabilizarlo. Por ahora, tendrá que esperar en una zona en la que espera toda una gama de gente lesionada de los cráneos, las pelvis, las costillas, los húmeros, los cúbitos, las escapulas, las clavículas, las rótulas, las vértebras, los carpios, los tarsos. ¿Puede contagiarse tu viejo en esta galería de huesos fracturados? Absolutamente. Los heridos conviven codo a codo. Y si se contagia, ya les avisó la trabajadora social, entonces tendrían que trasladar a tu viejo a un hospital covid. “Pero cómo ya no hay camas para Covid, a lo mejor lo regresan a la casa y tendrían que operarlo hasta que se recupere”.

Durante las horas en que aguardan a que tu viejo “lo suban a piso”, uno de tus hermanos, el que trabaja en el área de la salud, te cuenta que en los últimos días recorrió hospitales de Ciudad de México para grabar spots, donde el personal médico pide a la gente que no se reúna ni haga posadas. “Doctoras, enfermeras, todas están cansadas, frustradas de que a la gente le valga madre el virus”, les dice y les cuenta, para reafirmar eso de que a la gente le vale madre, que dos jóvenes que se fueron a una fiesta contagiaron a su mamá y ahora la señora está intubada.

Tu otro hermano te cuenta que la gente de su barrio se cree inmune al covid-19. “Toda la familia va al mercado y a la iglesia, como manada; hubo unos que hasta rentaron un inflable para una fiesta infantil”. Después te enseña un video que grabó minutos antes de que tu viejo se lesionara: el alcohólico vecino canta en karaoke, mientras una veintena de familiares siguen festejando a la Morenita del Tepeyac.

“Yo soy taxista y parecía carnaval hace rato que pasé por el Centro”, les dice un señor que ha estado husmeando en la plática entre tú y tus hermanos. “La Lagunilla, Tepito, Corregidora, El Carmen o La Merced, en todos esos lados se amontona la gente. Pienso que para enero la gente se va a estar muriendo en las calles o arriba de las ambulancias”.

—Eso ya está sucediendo —le dices y le cuentas el caso de una conocida tuya, cuyo familiar se les murió en la ambulancia, esperando cama.

—Qué mal que no hayamos escarmentado en mayo, cuando se puso bien feo —te contesta antes de que lo mande a llamar la doctora de turno para darle el diagnóstico de su esposa: fractura de rótula transversal.

Para entonces ya es más de media noche y los gritos de los heridos son una suerte de soundtrack. Urgencias se convierte, entonces, en el lugar más depresivo del mundo.

Apenas amanece, los médicos purgan el pabellón de hombres, donde se encuentra tu viejo: a unos los mandan a su casa con férulas, a otros los despachan con yesos y a los últimos, como el caso de tu viejo, los mantienen en observación. Y mantenerlo en observación significa que aún no hay camas en el piso donde concentran a los lesionados de cadera. En la sala de espera, mientras tanto, se da el relevo de los acompañantes. Gente entra y sale sin que nadie sepa si está o no contagiado. La confianza, te dijo el guardia. La confianza.

Una trabajadora social le avisa a tu hermano que a tu viejo lo subirán a piso esta misma mañana (14 de diciembre). Que en una hora le darán más instrucciones para que empiece con los trámites de hospitalización. Por ahora, le permiten que entre a ver a tu viejo durante 10 minutos. Lo encuentra tiritando, apenas con una sábana encima, rodeado de una docena de lesionados, casi todos hombres jóvenes. “Entre más los dejen en Urgencias, más corren el riesgo de infectarse”, se queja B con tu hermano. B es hija de un viejo a quien también deben operarlo, pero no ha tenido suerte.

Pasada la hora, tu hermano busca a la trabajadora social. “Yo le dije que posiblemente lo subirían pero no; a lo mejor mañana”.

Un señor te dice que sí, que tiene miedo a contagiarse, pero es más el miedo de que su hijo no sobreviva a la operación. “Ahorita no tengo cabeza para el coronavirus”. Una joven, que espera a que atiendan a su hermana, te dice que corre el mismo riesgo en Urgencias que correría en cualquier otro lugar. “Todos los días uso el transporte público y no hay mucha diferencia con Urgencias”. Uno de los guardias no sabe qué responderte cuando le preguntas si alguno de sus compañeros se ha contagiado o se ha muerto: “Tengo tres días que entré a trabajar y no me he enterado de nada”, te miente. Y un enfermero te dice que sí, que personal médico sí se ha infectado, “pero tenemos que seguir”. Entonces entiendes eso: tienes que seguir.

“Subir a piso” es un cambio de dimensión. Es como si vinieras trepado en el Metrobus a las 7 de la noche y, de pronto, te pasaran a un taxi libre. Incómodo y peligroso, pero al menos sin tanta gente.

En el hospital, ya hay quién te tome la temperatura, hay gel antibacterial, ves a un hombre vestido como de astronauta desinfectando sillas, pasillos y camas, y existe la sana distancia. Todo, obvio, con el sello de la austeridad republicana.

Tu viejo comparte habitación con otros tres hombres: uno que se accidentó y se rompió la mitad de los huesos, otro que se cayó en casa y uno más que lo trajeron desde Pachuca. Ninguno está pensando en el coronavirus. Lo que quieren es que los operen ya.

Tu viejo se observa vulnerable. Nada qué ver con el macho de otros años. Ahora debes ayudarlo a cagar y a bañarse. El médico les ha dicho que la edad y la hipertensión son factores de riesgo. Aún así, le pondrán una placa con cuatro tornillos. Tu viejo está consiente de las consecuencias. Ustedes también. Entonces piensas que lo que pase lo que pase, será lo mejor para tu viejo.

Suerte. Que todo salga bien.

ledz