De migrante a pollero; un hidalguense llamado “Sánchez” cuenta la realidad del tráfico de personas

Así es la realidad del tráfico de personas; Sánchez cuenta como es la travesía para llegar a Estados Unidos

Mujeres y hombres de diferentes edades se deciden por alcanzar el llamado “sueño americano”. (Francisco Villeda)
Alejandro Evaristo
Tulancingo /

En 1998 Arturo decidió reintentar probar suerte en Estados Unidos. Justo antes de irse habló con su familia para informarles la decisión y con sus amigos para despedirse como es debido, con una cerveza. 

El acuerdo fue que al día siguiente se encontrarían en la tienda del barrio para ello, pero nadie llegó, bueno, casi nadie. 40 minutos después de la hora acordada “Sánchez” hizo su aparición y ese encuentro cambió su vida. Arturo le invitó a ir con él, que consiguiera lo del costo del pasaje hasta la frontera y sus alimentos. Él se haría cargo del resto: trabajo, comida y casa porque “es una gran oportunidad y la neta nadie te presta”.


“Sánchez” dudó. Ganaba suficiente con la venta de ropa a comisión en diversos tianguis de la Zona Metropolitana de Pachuca; acababa de cumplir tres meses de vivir con su entonces pareja, y toda su familia estaba acá, o en la capital hidalguense o en municipios aledaños. 

A pesar de que por su cabeza no había pasado la idea de irse a probar suerte “al otro lado”, hizo su elección en aquel septiembre. Estaba por cumplir 18 años.

Él tenía un poco de dinero ahorrado, sus hermanos le ayudaron con el resto. Luego de dar algo a sus padres y a su pareja, a quien convenció de la oportunidad porque así tendría dinero para darle su casa, le quedaban alrededor de 5 mil pesos, con eso emprendió la aventura.  

“Un wey de ahí del pueblo se dedicaba a regentear para unos weyes de Ixmiquilpan, regenteaba ahí y los llevaba a Ixmiquilpan, llegamos a ver el bato y y el bato nos dice ‘quiero lo de su pasaje de una vez, no quiero que se me echen para atrás’. Le di mis 2 mil varos y nos citó a las 2 de la tarde”.  
Migrantes esperando cruzar.

Los llevaron a Ixmiquilpan donde se unieron al grupo con las personas que llevaban gente. “Era un camión lleno, carnal, y nos tocó irnos en el puto pasillo hasta la frontera; íbamos como unos cinco o seis weyes en el pasillo turnándonos de a ratito para estirarnos hasta que llegamos a la frontera; llegamos a Naco, Sonora”.

Él es unos dos o tres años mayor que “Sánchez”, quizá por eso sentía algún tipo de responsabilidad por el bienestar del joven de 18 años: “me cuidaba un chingo”.

El plan de Arturo era llegar a Philadelphia, donde su hermano Armando, en ese entonces “encargado de un taller de costura en el gabacho”, les recibiría. 

“Sánchez” recuerda que cuando llegaron a Naco les dieron indicaciones para que fueran a comer algo porque en cualquier momento llegarían por ellos, como finalmente sucedió. Apenas estaban por probar el primer taco de huevo cuando les ordenaron subir a los vehículos que ya estaban ahí; solo pudieron agarrar un taco cada uno, fueron por su mochila y dos galones de agua: “pinches camionetas eran como las pick up y nos llevaban como si llevaran put* ganado, camionetas con rediles, atascadas, y p’al desierto”. 

Inicia la pesadilla

La peor parte estaba por empezar. Recuerda que uno de los que iban en la camioneta estaba tomando y para cuando llegaron a la línea ya estaba ebrio. Los soltaron en el desierto y el sujeto que estaba borracho se empezó a convulsionar, se mordió la lengua y sangró copiosamente. “Sánchez” estaba muy asustado, “ahí empezó el desmadre, con el pinche pánico de llegar a un lugar donde no conoces en la frontera”.

La persona que los estaba guiando terminó por “venderlos”, es decir, cedió la responsabilidad de cruzarlos a otros a cambio de una cantidad, ese era su negocio y a eso se dedicaba: “no sabía si los pasaban, ese wey llegaba y los vendía ahí. Entonces cuando llegamos había un chingo de weyes con radios y decían ‘a ver hijos de put* madre, aquí se va a hacer lo que nosotros digamos, aquí ya chingó a su madre, ustedes vienen con nosotros y nadie se regresa y el que se quiera regresar le vamos a romper su madre y así’. Eran como unos 15 o 20 guías, pero cuando llegamos a la línea que le dicen ellos para empezar a caminar había como seis o siete grupos (…), el más pequeño era de 30 personas, había grupos de 100 de 150, de 80 y había un chingo de grupos que ya habían regresado dos o tres veces”. 

Los dos amigos escucharon sin querer los planes de los polleros. Enviarían a un grupo por la parte alta, conformado generalmente por personas que ya lo habían intentado en dos o tres ocasiones previas y habían sido atrapados por los agentes migratorios norteamericanos, eran la carnada, mientras los demás esperaban el momento adecuado: “en cuanto las pinches perreras se les dejen ir cruzamos a los que están abajo”. La distancia entre ellos y el grupo a sacrificar era de alrededor de 2 kilómetros. 

Sin que los traficantes se dieran cuenta cambiaron de grupo porque ya los habían puesto entre los que fungirían como carnada. Se ocultaron entre todos los demás. Vieron pasar varias camionetas de la migra para perseguir al grupo que había fungido como carnada y atraparlos. 

Entonces recibieron la indicación y corrieron hacia la línea, cruzaron dos o tres tendederos (alambrados de púas) separados unos 10 o 15 metros entre sí y lo consiguieron, ya estaban en territorio norteamericano. Recuerda que empezaron a caminar y lo hicieron por alrededor de dos días y tres noches. Los subieron a través de unas montañas y tenían que aferrarse a lo que pudieran para no resbalar. 

“Me acuerdo que iba con nosotros un wey con unos pinches lentes de fondo de botella; venía atrás de mí. Ya habíamos subido un pinche cerro y en la noche seguíamos caminando en hilera, entonces siento cómo el bato se resbala y me agarra de la pierna y yo le decía ‘no mam*s wey, suéltame’ porque yo sentía que me jalaba y me iba a caer.

Se escuchaba cómo rodeaban las pinches piedras y me compa lo ayudó y ya lo jalamos, pero se hizo un desmadre porque se escuchaba todo pero no veíamos nada. Ya eran como las 3 de la mañana y los weyes esos nos dijeron que ahí íbamos a descansar. Del pinche cansancio la neta nos quedamos bien jetones”.  

Cuando despertaron, “Sánchez” se sorprendió ante el espectáculo porque estaban en la cima de una montaña, en una especie de voladero totalmente vertical, sin ningún tipo de pendiente. “si yo hubiera sabido no subo, yo a las alturas les tengo un chingo de miedo”. 

Ahí tuvieron que quedarse todo el día escondidos tras las piedras para evitar los helicópteros hasta que anocheció y empezaron a caminar otra vez, aunque muchos ya no querían por miedo a caer. El grupo en el que iban había empezado con 90 personas, cuando ya estaban arriba se dieron cuenta de alrededor de 20 se habían quedado porque no aguantaron. 

Cuando alcanzaron el “levantón”, el lugar al que llegaban las camionetas que los moverían en tierras norteamericanas, ya solo quedaban 40. Eran alrededor de las 9 de una fría noche en el desierto de Arizona, en Tucson.

Otra vez volvieron a esconderse en espera de las camionetas, tipo Van en su mayoría. Eso, recuerda “Sánchez”, era “un put* basurero, cuando llegas ahí tienes que dejar todo lo que llevas, era un pinche basurero de ropa, mochilas y cosas de la gente que llega y se queda, estuvimos así un rato hasta que llegaron tres camionetas con las luces apagadas y la gente corriendo y metiéndose sin acomodarse, a lo puro pendejo; nosotros no alcanzamos, éramos como 15 y nos tuvimos que quedar a esperar y los weyes esos nos dijeron que sería un día más pero que se quedarían con nosotros a cuidarnos”. 

Más tarde llegarían otras dos camionetas que no estaban reportadas con las luces encendidas, lo que provocó temor y todo mundo empezó a correr: “los terrenos estaban cercados con alambre de púas y en el corredero chocaban con ellos y no más escuchabas cómo se quejaban, había unos bien madreados, mi compa hasta perdió un tenis y cuando regresamos a buscarlo ya no lo hallamos”. 

Por fin subieron a las camionetas y los llevaron a Phoenix, Arizona, a casas de seguridad en las que había un chingo de gente esperando “estaban como en una zona residencial y en cada cantón había como cinco cuartos y arriba otros tres o cuatro; las salas, las cocinas, todo estaba atascado de gente. Empezaron a hacer los grupos preguntando hacia dónde iba cada persona. Nosotros dijimos que íbamos para Philadelphia y nos dijeron que saldríamos al otro día y que mientras nos iban a comprar ropa y zapatos, todo de segunda…”.

En ese tiempo, dice “Sánchez”, ya estando allá se podía viajar en avión. Les compraron su boleto y los enviaron desde Phoenix, Arizona, hasta Philadelphia, Pennsilvannia. “De la casa salí un domingo y a Philadelphia llegué un domingo, me aventé ocho días de travesía”.

Por fin, el sueño americano

Cuando llegaron a la ciudad Armando ya les esperaba en el aeropuerto. Los llevó a su casa, les dio de comer, les asignó un sitio en la recámara que ocupaba otro hidalguense y que resultó ser un acérrimo enemigo de “Sánchez” pero que, dadas las condiciones y situación en la que estaban, se portó de forma diametralmente opuesta a como lo hacía cuando se encontraban de frente en algún lugar del barrio y siempre acababan a golpes. Esta vez no.  

Empezó a trabajar en el rubro textil. Como no sabía nada y estaba aprendiendo le pagaban 8.50 dólares la hora, luego se pasó a una empresa del mismo ramo ganando un dólar más. Después se involucró en un trabajo que tenía que ver con pintura y de ahí al ramo de la construcción. Ya ganaba 12 dólares la hora.

Así estuvo un tiempo hasta que encontró trabajo en un restaurante lavando trastes. Habían pasado 8 meses y ya se había llevado a su esposa y a su hermana, con algunos inconvenientes porque las detuvieron en al menos tres ocasiones al intentar cruzar la frontera. 

La primera en llegar fue su pareja, en su cuarto intento estuvo a punto de ser atrapada por los agentes de migración, pero su cuñada se aferró a los pies de uno de ellos impidiendo así su captura, a ella la regresaron a México. “Sánchez” le dijo que ya se regresara al pueblo, ella rechazó la oferta porque quería tener un último intento. A los 15 días ya estaba con ellos en Pensilvania.

En Estados Unidos hay personas que hacen la Green card falsa y hasta un número de seguridad social, entonces cobraban 800 dólares, al menos eso fue lo que les costó. Conseguir chamba no era tan difícil, los mexicanos son cotizados porque todos saben que son personas bien trabajadoras dispuestas a hacer cualquier tipo de actividad. 

“Los gerentes estaban bien a gusto con nosotros y nos daban de todo porque sacábamos el jale…”, empezó lavando trastes, luego aprendió a preparar alimentos y así se la pasó durante poco más de tres años, en restaurantes como Bertollinis y Cheesecake Factory, todos ubicados en un mall de los más grandes de Philadelphia, el “King of Prusia”.  

Seguían viviendo en el mismo sitio pero para evitar conflictos decidieron rentar un sitio aparte, “Sánchez”, su esposa y su hermana. Así estuvieron un tiempo.

Pero la tierra llama y ya habían pasado cuatro años lejos de casa, sin ver a su familia. Para entonces ya había conocido a unos paisanos oriundos de Querétaro, quienes le ofrecieron trabajo pero él ya había decidido volver junto con su esposa, solo su hermana decidió quedarse. Le dijeron que si volvía algún día no dudara en buscarlos y le dieron el nombre de una persona en aquella ciudad que se dedicaba a pasar migrantes.

Regresaron a México y él tenía la firme intención de permanecer acá, pero no encontraba trabajo, “no había jale”. Fue entonces cuando pasó. Un grupo de conocidos del pueblo se acercó a él porque habían escuchado de un tercero que “Sánchez” podría llevarlos al otro lado y ellos también querían ir a probar suerte, a ganar dólares. 

Por un momento dudó en confirmar la versión, pero recordó a sus conocidos en ambos lados de la frontera, solo tenía que reportarse con las personas adecuadas para evitar problemas, lo demás vendría solo. No tuvo que pensarlo mucho. Además, para entonces habían pasado alrededor de tres meses. Ya pensaba en volver…

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