• Partir sin encontrarte. Las buscadoras que no pudieron hallar a sus desaparecidos

Enferman en las búsquedas. Y el tiempo cobra factura. Toda familia buscadora tiene un temor: que el reloj se detenga sin encontrar al ser querido. “¿Quién te seguirá buscando?”.

Aimee Guzmán, Ana Langner y Marcela Méndez
Ciudad de México /

Guadalupe Rodríguez Narcizo falleció la noche del 27 de agosto de 2021 por complicaciones relacionadas al covid-19. La pandemia le quitó la posibilidad de irse cobijada por el calor de su familia y amigos: sin el tacto, sin un último abrazo. Pero a Lupita la enfermedad le arrebató además la oportunidad de seguir buscando a su hijo, desaparecido hace siete años en Chilpancingo, México.

¿Cuánto dolor puede haber en el último aliento de una madre que muere con el corazón ardiendo de incertidumbre?

Al día siguiente su nombre volvió a ser noticia pero no por sus actividades de búsqueda, huelgas de hambre o el hallazgo de restos humanos en un campo incierto. 

Morir buscando es uno de los temores que comparten muchos familiares de personas desaparecidas. La respuesta de los Estados es esencial para encontrarles | Media Affairs/CICR

Las noticias decían: “fallece fundadora de colectivo”, “murió mujer buscadora de desaparecidos”. Se fue Lupita sin cumplir el anhelo que le quedaba entre las manos: encontrar a su hijo. Antes y después de ella se fueron también María, Conny, Minerva, Paula. En el país en el que se cuentan más de 118 mil desaparecidos, no sabemos cuántos se han ido sin encontrarles.

Entre febrero de 2022 y junio de 2023 la organización civil I(dh)eas encuestó a 266 familiares de personas desaparecidas para conocer su situación de salud y la relación que tiene con la desaparición de sus seres queridos. Los hallazgos revelaron cambios drásticos en sus vidas a partir de la ausencia, que afectan su salud física y mental: 79% de las personas encuestadas reportó haber desarrollado una enfermedad crónica, 64% indicó tener problemas de concentración, 72% ansiedad, 68% desmotivación y 75% tristeza. También hay quienes enferman en actividades de búsqueda. 

El fallecimiento de Lupita cimbró algo dentro nuestro. Somos parte del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), una organización que acompaña a familias en la búsqueda de sus seres queridos y, día con día, somos testigos del dolor que trae la ausencia y esa preocupación extendida entre otros familiares, el temor de morir antes de encontrarles.

A quienes tienen una hija, hijo, hermana, tío, madre o padre desaparecido sólo la muerte ha podido detenerlas.

La ausencia trastoca todos los ámbitos de vida de las familias que buscan a un ser querido que está desaparecido en México | Media Affairs/CICR

Lupita nos impulsó a contar su historia, una de amor, valentía y dignidad que muchas otras familias viven en México y América Central, a lo largo de más de cinco mil kilómetros de caminos y carreteras, la distancia entre nuestro país y Honduras. Esos kilómetros recorrimos junto con el CICR para conocer los testimonios de las familias buscadoras. Nos abrieron las puertas y nos dejaron entrar a los momentos más importantes e íntimos de sus vidas.

Sus testimonios son parte de un proyecto itinerante. Estas son sus historias, relatos de ausencias y de búsquedas interminables, de familias que se enfrentan a la doble pérdida: la desaparición de un ser querido y el luto por el fallecimiento de un familiar que partió sin encontrar respuestas. Y ésta es nuestra forma de decirles que no están solas.

Teodolinda falleció sin encontrar a Wendy en Honduras

Una tarde de junio de 2023, Iván Manueles nos recibe junto a la puerta de su casa, donde a diario espera recibir noticias de su hija Wendy. Desde Tegucigalpa, Honduras, hemos recorrido una carretera rodeada de verde durante casi dos horas. Cuando llegamos, don Iván nos espera con unos refrescos. Tiene su camisa arremangada hasta los codos y, como todos los días, usa un sombrero café oscuro.

Don Iván tuvo que enfrentar el fallecimiento de su esposa un años después de la desaparición de su hija | ETER/CICR

Es un hombre alto y con las manos curtidas por el trabajo, vive en El Repasto, una comunidad en las montañas. “En cada rincón que exploramos, siempre esperamos ver a esa persona y hasta ahora ha sido en vano”, dice. El recuerdo de su hija inunda las habitaciones. Miramos las paredes de su sala, donde colocaron los reconocimientos escolares de Wendy que dejan apreciar su mente inquieta: el certificado de bachiller técnico agropecuario, certificados en cultivo y computación, y su último diploma como ayudante de enfermería.

Iván tiene muy presente el día en que Wendy le dijo que quería irse de su comunidad. Hasta la fecha, no ha logrado comprender los motivos. “Mire, el problema está en que a veces uno de padre no quisiera, pero cuando ya están crecidos, deben hacer ya lo suyo. Ese día ella me dijo: a mí me falta más, yo me quiero ir pa’ los Estados Unidos”.

Intentó disuadirla pero no tuvo éxito. Desde entonces, la búsqueda de su hija se ha convertido en la misión de su vida, un acto de resistencia y una carrera contra el tiempo: vive con el constante temor de que su reloj se agote antes de saber qué fue de Wendy.

La última vez que Iván y su difunta esposa, Teodolinda, supieron de su hija fue a las dos de la mañana del 17 de junio de 2013, hace más de 11 años. La muchacha, de 22, marcó a su papá para contarle que estaba a punto de cruzar un río. No sabe cuál. Apenas 15 días antes había decidido migrar con la firme intención de huir de la pobreza.

Wendy, la hija de Iván, partió de su país buscando una vida mejor | ETER/CICR

La última década no ha sido fácil para don Iván. A la desaparición de su hija se sumó la muerte de Teodolinda, quien no resistió y falleció un año después. “No pudimos recuperar a la viejita, mi doña cayó enferma de migraña, se pegó un derrame cerebral por la preocupación. Nomás valor le pido a Dios, que me dé fuerzas”, dice.

El dolor que supone la pérdida de una esposa es intenso. Sin embargo, “el dolor de un hijo, jamás lo recupera uno”, se sincera.

Ahora Iván es el único que continúa con la búsqueda. Si Teodolinda viviera, juntos la buscarían. 

“Dios la recogió antes. Eso a veces a uno lo pone más mal […], eso es más duro todavía para mí por el contexto de que, si ella viviera, los dos estuviéramos luchando”.

Los colectivos son una brújula para las familias buscadoras

La colectividad es clave en el proceso de búsqueda para las familias de personas desaparecidas, quienes encuentran refugio y acompañamiento en estos espacios | ETER/CICR

Iván Manueles recuerda cómo fueron los primeros días luego de la desaparición de su hija: no se hallaba. Angustiado, acudió con otras familias que compartían la incertidumbre de no saber de sus seres queridos. Es así como llegó al Colectivo de Familiares de Migrantes Desaparecidos del Centro de Honduras, preguntando por necesidad.

“Cuando llegué al comité yo no era este cuerpo. Si no fuera por ellos, habría muerto a la par de mi doña”, dice.

Con frecuencia, los colectivos y comités de familiares de personas desaparecidas se vuelven la brújula, bastión, consuelo y familia de quienes buscan a un ser querido. Don Iván encontró no sólo apoyo psicológico y compañía. Con los integrantes del colectivo viajó a México para repasar los pasos de Wendy. 

“Me dieron la oportunidad de que fuera a hacer la búsqueda con otros compañeros, pero lo que esperábamos ver no lo miramos”.
En la última década el número de personas desaparecidas en Honduras asciende a 9 mil 838 personas | ETER/CICR

La gente del colectivo se volvió familia: “fueron mis hermanos, fueron mis padres, fueron mi tío y tengo todo”. Insiste una y otra vez que no podría hacerlo sin el acompañamiento de los miembros del colectivo, como José Dolores Suazo o Reina Sánchez.

Hablar de la transformación de Iván, para Reina, es hablar de victoria. Cuando llegó al grupo “era una persona que no podía hablar prácticamente con nadie”, tampoco con las autoridades. Reina explica que los procesos de acompañamiento psicosocial son clave para los familiares. “Ver a un Iván fortalecido que emprende búsqueda y no sólo busca a su hija, es nuestra satisfacción, nuestra alegría”, agrega.

“Como le digo yo a mis 'cipotes’ [hijos]: luchemos hijos, luchemos”, dice don Iván. “Cualquier cosita que podamos, hagámoslo porque lo importante es que tengamos respuestas, que estos casos no queden en impunidad.”

Lupita partió en Guerrero sin encontrar a su hijo Josué

Josué, el hijo de Lupita, desapareció el 4 de junio de 2014, cerca de una secundaria, a tan solo unas cuadras de su hogar en Chilpancingo, Guerrero. Había salido a contestar una llamada. Horas antes, su padre y él compartieron uno de sus momentos favoritos: trabajar juntos en la creación de la “vochocamioneta”, que unía el capó de un Volkswagen con la parte trasera de una ‘van’.

Manifestaciones, huelgas de hambre, extenuantes jornadas de búsqueda: Lupita buscó todas las vías posibles para hallar a Josué | Media Affairs/CICR

Su desaparición transformó para siempre la vida de Lupita: desde aquel día, su cuerpo y alma se volcaron en la búsqueda. Convencida de que algún día lo encontraría, luchó no sólo por él, sino también por cientos de familias que compartían su dolor. Su hijo Carlos lo recuerda: “Ella lo dejó todo para buscar a mi hermano. Tenía un bufete de abogados, socios, pero dejó su carrera para irse a buscar a Josué”.

Lupita no necesitaba trabajar más, estaba a punto de retirarse y pensaba estudiar una maestría para dedicarse a sí misma. Pero la desaparición de su hijo lo cambió todo. En 2016 fundó el Colectivo Padres y Familiares de Desaparecidos, Secuestrados y Asesinados de Guerrero y el País, y se convirtió en una guerrera. Participó en huelgas de hambre, marchas y búsquedas incansables, y siempre mantuvo viva la esperanza.

“Hijo, donde sea que estés, si estás vivo y puedes escucharme, yo te voy a encontrar, no habrá poder humano que me detenga”, decía Lupita en cada mitin, con una convicción que resonaba entre quienes la escuchaban.

Lupita no era sólo líder, se convirtió en refugio. Era la voz más fuerte y decidida en las marchas. Amiga, hermana, confidente de muchas compañeras. No solo las acompañaba por montes y barrancos, también en la vida diaria: se preocupaba por que estuvieran bien, se sintieran seguras, supieran que el colectivo no era sólo un espacio de lucha, también un lugar al que podían llamar “familia”.

Guadalupe falleció en 2021 sin poder ver por última vez a su hijo | Media Affairs/CICR

Por esa cercanía y calidez, sus compañeras y amigas, tras su fallecimiento en agosto de 2021, renombraron el colectivo en su honor: “Colectivo Lupita Rodríguez Narcizo”. Hoy, más de 200 integrantes continúan la labor que inició.

Una pala, un machete y las botas para rascar la tierra

Cada miembro de una familia reacciona de manera diferente ante la desaparición de un ser querido, pero todos comparten un sentimiento: la vida nunca vuelve a ser la misma. Carlos explica que cuando comienza la búsqueda, es común que otros familiares se alejen, provocando un sentimiento de soledad.

Además, empiezan a hacer cosas a las que no estaban acostumbrados y que exigen un gran esfuerzo físico y mental: largas jornadas en carretera, y muchas veces en ayuno, para llegar a reuniones con las autoridades, marchas, recorridos por las calles para pegar fichas y muchas más. También acuden a zonas peligrosas. Todo esto, dice, trae enfermedades. Así como él, muchas compañeras sufren de presión alta, diabetes, problemas de rodillas o espalda.

Buscar a un ser querido te cambia la vida, el cuerpo y el corazón. Para Lupita no fue la excepción. El desgaste físico y mental de las búsquedas, sumado a los peligros y a la incertidumbre, terminaron por agotarla.

La cotidianidad de las familias se transforma tras una desaparición, el ritmo que demanda su rutina termina por deteriorar su salud metal y física | Media Affairs/CICR

Betty, su amiga y compañera, dice que la muerte de Lupita fue inesperada, nadie pensó que enfermaría. “Le faltaban muchas cosas por hacer”, se lamenta, “entre ellas, encontrar a su hijo”. A menudo Lupita compartía: “Cuando regrese mi hijo, cuando vuelva, lo voy a abrazar... y tengo las cosas igual para cuando él llegue”.

La familia conserva objetos que reflejan su lucha: una pala, un machete, una varilla y las botas que usaba para rascar la tierra y recorrer los campos y montañas inhóspitas de Guerrero. Junto con otros colectivos de búsqueda, la abogada se organizaba para seguir cualquier pista que indicara la posible presencia de una fosa ilegal. Nunca le importó lo difícil o lejano del terreno; donde hubiera una señal, allí estaba Lupita.

El estrés, la angustia, y las largas jornadas en campos y montañas, le fueron robando el aire. Carlos, su hijo, dice que las complicaciones respiratorias aparecieron antes del covid-19; que tal vez fue por aquella vez que, en una búsqueda, olió una varilla contaminada por una bacteria. En México es un método común que los familiares claven varillas en la tierra para detectar restos humanos en fosas ilegales.

Cuando los contagios y defunciones por el covid estaban en su punto más alto, la realidad golpeó con fuerza. Su hijo Carlos lo recuerda. "Hasta el último momento, le dije: Oye, ¿vas a permitir que te intuben o quieres que hagamos otra cosa? Y ella, con esa fuerza que siempre tuvo, respondió: Sí, que me intuben. No te preocupes, voy a salir”.

Pero esa fue la última batalla de Lupita.

La partida de la señora Lupita dejó una huella profunda. Aunque ella ya no está, sus compañeras de búsqueda mantiene viva su lucha | Media Affairs/CICR

En Guatemala Conny perdió a su esposo y a sus hijos mayores

Sin importar la causa de la desaparición, miles de familias en México y América Central comparten las heridas que provoca la desaparición forzada. También las une la esperanza del reencuentro. Por ejemplo, la familia Azmitia necesita conocer la verdad, junto con más de 45 mil personas que, según el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, desaparecieron durante el conflicto armado en Guatemala entre 1960 y 1996. No se trata solo de encontrarlos. Saber qué les sucedió es crucial. 

En septiembre de 1981, en un lapso de cuatro días, Consuelo Dorantes Oliveth, doña Conny, sufrió pérdidas devastadoras que cambiaron su vida: la desaparición de su esposo José, quien desde joven participaba en grupos cristianos como Acción Católica, Juventud Obrera Católica y Movimiento Familiar Cristiano, así como la de sus hijos mayores, Menchy y Mario. Con ellos realizaba labores de alfabetización en comunidades y creó un dispensario en una zona vulnerable de Guatemala.

Todo empezó el día 19 de ese mes, en el que Mario, estudiante de ingeniería y miembro del grupo Juventud Estudiantil Católica, fue privado de la libertad. Hombres armados entraron por él a casa de uno de sus amigos. Al día siguiente el joven logró comunicarse a través de una llamada telefónica para asegurar que estaba bien y prometió reunirse con sus padres dos días después, el 21 de septiembre, en la misma iglesia en la que ellos se casaron.

La familia Azmita forma parte del cruento legado que dejó el conflicto armado en Guatemala entre 1960 y 1996 | Verónica Ramírez/CICR

Cuando llegó el día, la familia entera se dirigió al lugar del encuentro. Cada paso hacia la iglesia resonaba con el anhelo de ver a Mario de nuevo, de abrazarlo y sentir que todo estaría bien. Pero no fue así, ese día Conny perdió a otra hija: Menchy, de 23 años, interceptada por un carro blanco al cruzar la calle. A plena luz del día y en presencia de su familia se la llevaron. Nadie pudo hacer nada. Tenía tres meses de embarazo.

Y al día siguiente, otra tragedia. Tras salir de la Secretaría del Arzobispado de Guatemala, a dónde fueron a pedir ayuda, Consuelo vio también cómo se llevaron a su esposo.

Más de 40 años después su hijo Juan José, que entonces tenía 12, relata esa escena que recuerda vívidamente: habían caminado apenas unas calles y de pronto un carro se detuvo de manera abrupta frente a ellos, frenando el tráfico. Cuatro hombres armados bajaron del vehículo. Juanjo, que caminaba detrás de sus padres junto a su hermana Chely, observó como uno de ellos se acercó directamente al padre. “No fue brusco, no hubo golpes, pero sí vi cómo lo tomaban del brazo”, narra.

“[Conny] forcejeaba, pero al final, mi papá tomó una decisión difícil. Sabía que yo ya había salido corriendo y que ni mi mamá, ni mi hermana, ni yo estábamos directamente involucrados. Entonces, sacó una bolsa con papeles, dinero y su pasaporte, y se la dio a mi mamá, diciéndole: Conny, yo me voy con los mayores, tú busca a los pequeños que aún están”, recuerda. Ese evento, de apenas unos minutos, cambió sus vidas para siempre.
Durante el conflicto armado interno en Guatemala desaparecieron 45 mil personas, según el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico | Luis Echeverría/CICR

Un mes más tarde, el 22 de octubre de 1981, Conny y sus hijos lograron huir de Guatemala y se refugiaron en México, dejando atrás su hogar, su vida entera. La angustia y el miedo no cesaron: En su nuevo destino, la familia tenía que comunicarse en clave con sus allegados para protegerse y permitirse esporádicas llamadas de larga distancia.

A pesar de la enfermedad y la diabetes que la aquejaban, Conny sacó adelante a su familia en ese país desconocido, volviendo a comprometerse con su trabajo comunitario para sostenerlos. Doce años después, su hija Chely decidió regresar a Guatemala. Volvió con una misión: encontrar a sus hermanos, a su padre. Guiada por el amor incondicional de su madre, Chely llevó el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Después de años de lucha, lograron una resolución que, aunque no devolvió a sus seres queridos, ofreció un acto simbólico: una placa conmemorativa en la iglesia que la familia Azmitia había ayudado a construir. Ese simple pedazo de metal grabado fue mucho más que un tributo; fue un pequeño bálsamo para el corazón de Conny.

“Cuando fue la entrega de la placa en la iglesia, llegaron fácil unas 500 personas. A partir de ahí mi mamá cambió, fue otra, mi mamá ya no lloraba, como que estaba pendiente de los avances, de la búsqueda”, recuerda Chely. 

 En ese momento, una parte de Conny encontró paz. Pero el pasar del tiempo deterioró su salud y a los 67 años su corazón no aguantó más: Consuelo falleció en 2003 sin conocer el paradero de su esposo, de sus dos hijos, y de su nieto.

La familia tuvo que huir de su país, expulsada por la violencia. No pudieron regresar sino hasta una década después | Luis Echeverría/CICR

Hoy los hogares de Chely y Juanjo siguen guardando ecos de aquellos que se fueron: retratos de su madre, el diario de Menchy, recortes de periódico, las fotos del padre, postales. Cada objeto cuenta una historia, cada fotografía es una pregunta sin respuesta. Estos pequeños vestigios se han convertido en refugios para la memoria, pero también en recordatorios de un duelo que parece no tener fin.

Detrás de un desaparecido hay una familia que espera

La pérdida de un ser querido siempre deja una herida. Pero al menos se sabe dónde sus restos descansan, dónde está. Con una persona desaparecida las heridas siguen abiertas y no se cierran: “En ningún momento se han cerrado las heridas y no las estoy abriendo, siguen abiertas, pero ahí de uno si las continúa, para bien o para mal”, dice Chely.

El duelo no sólo es un proceso individual, también es colectivo. Las familias comparten un vínculo invisible, un lazo tejido por la angustia, pero también por la solidaridad y la esperanza. Para esas personas las respuestas nunca llegaron, y la edad, la enfermedad o la violencia determinaron la imposibilidad de seguir buscando.

Jannet Carmona, coordinadora en México del programa de personas desaparecidas del CICR, lo reconoce: “El impacto en la salud física y emocional de estas familias es inmenso y debe ser abordado integralmente”. Carmona también subraya la importancia de la acción inmediata por parte de las autoridades: “Son ellas quienes deben liderar las búsquedas de manera inmediata y continua para aumentar las posibilidades de encontrarles".

Los objetos resguardan la memoria no solo de quienes desaparecieron sino también de quienes partieron durante su búsqueda | Luis Echeverría/CICR

La muerte de Teodolinda, Consuelo y Lupita son recordatorios de vidas interrumpidas, de sueños suspendidos. “No debemos olvidar que detrás de cada cifra hay una familia que espera. Las familias de las personas desaparecidas tienen derecho a saber, y es este derecho el que les impulsa a no desistir”, remarca Carmona.

En la pequeña casa de Iván Manueles, las fotos de Wendy siguen sobre la repisa, esperando contar su historia. Y don Iván, con sus manos firmes y corazón resistente, recuerda que la búsqueda continúa, que la esperanza no muere. Sus historias son un latente recordatorio de que ninguna persona debería morir sin encontrar a sus seres queridos desaparecidos, ni llevarse la dolorosa pregunta: si muero, amor, ¿quién te seguirá buscando?



Estas historias forman parte de “Tejer memoria”, un proyecto del Comité Internacional de la Cruz Roja.

GSC/LHM






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