Fernando Figueroa
En noviembre de 2013, Alfonso Cuarón le dijo esto al semanario español El Cultural: “Hay películas con una gran recepción en festivales que luego no conectan con el público”. Como si fuese una profecía, eso es lo que ahora le sucede a Roma, galardonada en Venecia con el León de Oro a la Mejor Película y con varias nominaciones a los inminentes Globos de Oro.
Roma sí ha conectado con el público que suele ver “cine de arte”, con la mayoría de los críticos y con una comentocracia cuyo principal argumento parece ser éste: si no te gusta es porque no sabes de cine. En otras palabras, porque eres un pendejo.
Cuarón está convertido en un artista con gran oficio, capaz de crear un interesante fresco en blanco y negro pero que no atrapa al “gran público”. Eso sucede no por una carencia de cultura fílmica del espectador sino porque a la película le falta una bicicleta.
Aunque sí aparecen de pasada varias biclas, el filme carece de una como la que utilizó Vittorio de Sica en Ladrones de bicicletas, obra maestra del neorrealismo italiano que acaba de cumplir 70 años y cuyo protagonista era un obrero que debutaba como actor. Por supuesto que no se trata de la bici en sí misma sino como elemento clave del nudo dramático.
Cuarón la hizo de milusos en Roma y en el pecado llevó la penitencia. Hasta Puccini y Verdi tenían libretistas a los que les hacían caso. Seguramente un buen guionista le habría hecho ver al director mexicano que a sus hermosas viñetas les faltaban dos ruedas para convertirse en una historia redonda.
Premios en festivales, el jaloneo de si la proyectaban o no en Cinemex y Cinépolis, y el tour en pantallas alternas crearon un eficaz coctel publicitario pero, al mismo tiempo, demasiadas expectativas. Al margen de lo que se publique en internet, lo que se percibe en la calle es que a la mayoría de la gente no le gusta; al menos esa es mi impresión como encuestador informal. Que todo mundo la quiera ver, es otra cosa.
Yo la vi en Netflix y me pareció bien pero no genial, así que me di una segunda oportunidad en la Plaza de las Tres Culturas. El cierre del famoso Romatón, en Tlatelolco, fue una experiencia maravillosa, con la proyección gratuita en la gran explanada teniendo a la vista el templo de Santiago Apóstol, las ruinas prehispánicas y la torre que albergaba a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Pero sobre todo el célebre edificio Chihuahua enmarcando una pantalla gigante de 15 por 7 metros, con la imagen nítida de Roma y grandes bocinas a los cuatro costados que envolvían al espectador con los excelentes sonidos ambientales. Pero la bicicleta nunca apareció.
A Cuarón le estaré eternamente agradecido porque en Grandes esperanzas incluyó varias versiones de “Bésame mucho”, detalle que me sirvió de pretexto para entrevistar a Consuelo Velázquez en su casa, donde tocó el piano y cantó para mí solito ése y otros temas. Ahora le agradezco Roma por la experiencia en Tlatelolco.
Bienvenida la existencia de Roma, incluso su fenómeno mediático y los premios que siga cosechando, pero sin olvidar que la gente tiene derecho a decir que no le gustó y que, así como hay críticos que la ponen por las nubes, hay otros que la han apaleado, como Richard Brody en The New Yorker, quien escribe un largo texto que podría titularse “El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”. Dice, por ejemplo, que “Cuarón procede como si la mera representación afectuosa y compasiva de un personaje similar a Libo (la empleada doméstica de la vida real) fuera un gesto cinematográfico suficiente, en lugar de detalles dramáticos”.
No falta quien ya pone a Roma en la cima de ¡toda la historia del cine mexicano! Valiéndole gorro la filmografía de Luis Buñuel, Fernando de Fuentes, Emilio Fernández, Gilberto Martínez Solares, Ismael Rodríguez y Arcady Boytler, referentes locales de Cuarón para el uso del blanco y negro.
Hubiera sido magnífico que este boom mediático se hubiera producido en 1995 con La línea paterna de José Buil y Marisa Sistach, en la que recuperan invaluables imágenes fílmicas del Totonacapan, captadas hace casi cien años por el abuelo de Buil. Materiales arropados con secuencias contemporáneas también en blanco y negro, para así completar el retrato de una familia con olor a la vainilla de Papantla (inolvidables las ruinas de El Tajín y los voladores de ayer y hoy).
No estoy peleado con Roma. La vi con mi hijo Luis y nos hizo recordar a Mati, una muchacha de pueblo que vivió en nuestra casa cuando él era niño. Además nos hizo recordar a doña Rafaela, quien durante dos décadas y casi hasta su muerte trabajó con nosotros como empleada doméstica. A las dos las consideramos parte de nuestra familia. Luis dice que Roma “reviste de novedad una porción del pasado”. También eso le agradezco a Cuarón.