Un día como hoy, hace dieciocho años, el país vibraba con las expectativas del cambio y la posible renovación del sistema político en bancarrota institucional, petrificado por la corrupción, la impunidad, la prepotencia y la ilegalidad, pero el entusiasmo duró muy poco. Las promesas se evaporaron pronto, el foxismo resultó un timo de tintes bíblicos ya que el rezago democrático se mantuvo igual, solo que maquillado con el pálido cosmético de una alternancia retórica sin auténtico progreso. Años después, gracias a las viejas prácticas de la trampa electoral (el tristemente célebre .56% que le dio el triunfo a Felipe Calderón en 2006, y las tarjetas Monex, entre otras artimañas compra votos, que llevaron a Enrique Peña Nieto a Los Pinos en 2012), la corrupción, la impunidad y el manejo sucio de las instituciones volvieron a la alza, mas el deterioro nacional se ensanchó con la violencia irrefrenable de la guerra contra el narco. Los gobiernos mexicanos encarnaron el paradigma del Estado fallido: la crisis de los derechos humanos, el incremento de los asesinatos de periodistas, la censura, la inseguridad como anatema de la vida cotidiana, la economía flotando de muertito, la connivencia entre el poder político y el crimen organizado, el tráfico de influencias, el saqueo descarado de las arcas perpetrado por funcionarios y ciertos gobernadores desde su círculo familiar o con sus cómplices de gabinete o empresariales, la exitosa fábrica de pobres. En suma, la reiterada estafa maestra sexenal.
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Hoy, como hace dieciocho años, las grandes expectativas reflorecen en una enorme parcela ciudadana y volvemos al ritual de lo habitual. Entre las promesas de una genuina transformación y los proyectos de resultado ambiguo, despunta la polaridad social, impulsada, en mayor medida, por los actores políticos, cuya más alta expresión campea en las benditas redes. Así que ante lo incierto, lo único recomendable es esperar porque el tiempo mejora o destruye todo. La espera como curiosidad, como suspicacia, ya lo dijo Cioran: “el escepticismo que no contribuye a la ruina de la salud no es más que un ejercicio intelectual”.
Sin embargo, México no merece repetir el guión de hace dieciocho años. El descalabro, la frustración sería incurable. Y ya que no es justo depositar toda la confianza en un solo hombre ni apuntar hacia ese único hombre el misil de los diatribas porque el éxito de todo gobierno que se presuma democrático también es responsabilidad de sus integrantes, quizá debíamos recordarle a los nuevos miembros del gobierno federal y de los Congresos que ya es hora de cambiar sus exabruptos revanchistas por palabras de concordia, abandonar los alegatos de linchamiento y dejar de ver a los críticos como enemigos que es urgente destruir.
“Se las metimos doblada, camarada”, dijo en la FIL el nuevo titular del FCE, Paco Ignacio Taibo II. Y ese altisonante sentido figurado me recordó la “roqueseñal” que en 1995 meneó el infausto líder de la bancada priista, Humberto Roque Villanueva, en la Cámara de Diputados.
Pero Taibo II volvió al ataque y aseguró que el aplastante triunfo electoral les ha dado el derecho a llamar a las cosas por su nombre (no dijo bien a bien a quién): “ladrones a los ladrones, traidores a los traidores, enmascarados a los enmascarados y culeros a los culeros”. Y entonces pensé que cualquier forma de triunfalismo es un defecto si no se miran los efectos, porque llamando a las cosas por su nombre, lo más culero que podría pasarle a un militante sería que, en su efervescente engreimiento, se convierta en una copia deleznable del contrario al que tanto combatió.