El idioma secreto

Cuento de Navidad

Una pequeña entusiasmada por la época decembrina, es ajena a como se rompe el encanto de las fiestas ante la llegada de su tío

(shutterstock)
Laberinto
Ciudad de México /

Sabina Orozco


Andrés rompió el florero de la sala al pasar con el pino. Ana se agachó frente a los pedazos de cerámica, le gustó observar su reflejo en partes chiquititas: los ojos cafés y la nariz aguileña, idéntica a la de su padre.

—Hazte para allá, linda. No te vayas a cortar —dijo Mónica, barriendo. Y dirigiéndose a Andrés: Le hubieras pedido a César que te ayudara a traer el árbol.
—Lo único que puede sostener mi hermano es un periódico. Según viajó para vernos y ni sus luces. El bueno para nada debe estar dormido en el hotel.
—¿Le avisaste que la cena es a las nueve?
—Si quiere saber, que me marque.
Mónica se quitó el mechón que le cayó en la cara. Solía llevar el cabello suelto, su champú olía tan fuerte que dejaba un rastro capaz de respirarse por varios rincones de la casa.
—Hablé por teléfono con mi prima, le pedí que recogiera el pavo ―dijo Mónica.
Andrés aflojó los hombros y se tiró en el sillón. Ana se le acercó.
—Papi, voy a poner la carta para Santa abajo del árbol.
—¿Ah, sí? ¿Qué le vas a pedir?
—Plumones que cambian de color.
—¿Esos dónde los venden?
—No sé, los vi en la tele.

El comercial del hombre que agitaba un plumón cual varita se repetía en la mente de Ana: “¡Abracadabra! Descubre la magia sobre el papel”.
Andrés fue a tomar una siesta al cuarto. Aunque ese sábado no iba al trabajo, los días anteriores había tenido largas jornadas, en aquella época el vivero se abarrotaba de clientes. Entre otras cosas, él se encargaba de subir plantas y macetas a los autos.
Luego de barrer, Mónica abrió una caja sobre la mesa de la sala.
—Linda, vamos a adornar el árbol.
En la caja había listones rojos. Ana y Mónica pasaron el resto de la mañana haciendo moños que, junto a las esferas, colgarían en el pino. Mónica cortaba un listón a la mitad y se los pasaba a Ana.
—Amárralo igual que las agujetas de tus tenis.
—¿Puedo ayudarte a cortarlos?
—No, este era el último.
Las tijeras parecían hablar. Si Ana hubiera inventado un idioma secreto lo habría hecho con ellas: abrirlas y cerrarlas dos veces seguidas significaría “árbol”; tres, “rojo”.
—¿Qué te pasó ahí?
Un círculo violáceo se extendía en el hombro de Mónica.
—Me pegué contra la puerta. Espérame, voy por un suéter.
Mientras estaba sola, Ana tomó las tijeras de la mesa y se aproximó al árbol: las hojas desprendían un aroma parecido al champú; si cortaba un trocito podía guardarlo en el bolsillo y llevárselo a la nariz en los recreos de la escuela, cuando quisiera sentir a Mónica cerca. Al quebrarse, la rama sonó como el segundero del reloj colocado en la repisa.
—¡Ana, deja eso!
Mónica regresó, traía puesto un suéter verde.
—Eres del mismo color que el pino —rió Ana.
—Si te pierdo de vista empiezas a hacer destrozos. Lo mismo con tu papá, de tal palo tal astilla.
El timbre sonó. Mónica puso las tijeras en la repisa, al lado del reloj, y salió a abrir. Poco después, César entró con ella a la sala. Ana saltó de emoción.
—¡Tío!
César le besó la frente.
—Te traje un regalo.
Dentro de la bolsa que le extendió había un cuaderno y plumones.
—Le pedí unos iguales a Santa.
—Mejor, así tienes suficiente material para tus dibujos.
—Voy a despertar a Andrés —dijo Mónica.
César la detuvo y le entregó un estuche.
—Pensaba dártelo al rato, pero se te va a ver muy bien si lo usas en la cena.
Ella abrió el estuche y sacó un prendedor.
—Gracias.
Andrés llegó a la sala estirándose.
— ¿Por qué tanto ruido? ¿Empezaron la fiesta sin mí? —bromeó.
—Justo iba a despertarte —comentó Mónica.
—Son casi las tres y sigues jetón —dijo César— No cambias, viejo.
—Estoy cansado. Nunca me vas a entender porque en tu oficina no mueves ni un dedo.
—Si supieras lo que es chambear en una Redacción…
Ana le enseñó los plumones a Andrés.
—Mira papi, me los trajo mi tío.
—Pero se los pediste a Santa…
Mónica dejó el estuche encima de las tijeras y preguntó si querían comer, podía preparar algo ligero que no les quitara el hambre para la cena.
—Mejor vamos a algún lugar. Yo los invito —ofreció César.
—No hace falta —dijo Andrés, poniéndose la chamarra para salir—, tú eres el invitado.

Tras acabarse sus platos, los adultos ordenaron más cervezas. Ana pasaba el plumón sobre el cuaderno nuevo. Mónica le acarició el hombro.
—Te los vas a terminar en un dos por tres, linda.
—Para eso son —dijo César—. De todos modos Santa te va a traer más.
Ana le mostró la hoja en la que dibujaba, si la movía el tono del plumón cambiaba ligeramente.
—Te estoy retratando.
—Mi sobrina va a ser artista. Salgo guapísimo.
Andrés se tomó la mitad de la cerveza de un trago.
—Esperemos que lo guapo no se te acabe pronto. Si no, ¿cómo vamos a conseguir que te cases?
—¿Con quién? —preguntó César.
Andrés soltó una carcajada.
—Con quien sea... Se te está yendo el tren.
—Seguro conocerá a alguien —dijo Mónica—. ¿Verdad, linda? ¿Te imaginas que tu tío tenga una hija con la que juegues en vacaciones?
Ana arrancó el dibujo del cuaderno y se lo dio a César.
—Voy a enmarcarlo para tenerlo en la oficina.
—Mejor pon una foto de tus propios hijos —dijo Andrés, empinándose la botella—. Voy a pedir la cuenta.
César hizo ademán de sacar su cartera. Andrés lo frenó:
—Nosotros pagamos lo nuestro.


Mónica peinaba a Ana frente al tocador. Detrás de ellas, Andrés se abrochaba la camisa que estrenaría en la cena.
—¿Cómo me veo?
Ana giró la cabeza.
—Muy bien, papi.
—Quédate quieta, linda —pidió Mónica, poniéndole una liga.
—¿Les gusta la camisa? —dijo Andrés.
—Ajá —respondió Mónica—. Lástima que yo no voy a estrenar nada.
Andrés terminó de vestirse y se sentó en la cama, viéndolas en el espejo. La coleta de Ana estaba lista.
—¿Tú cómo te vas a peinar, mamá?
—No sé... creo que con el prendedor que me regaló tu tío.
—Ojalá tío César no viviera en otra ciudad.
—Ojalá—suspiró Mónica—. Andrés, ¿me traes el prendedor que está en la repisa de la sala?
Él se levantó y le miró la espalda mientras apretaba los puños. Salió del cuarto y, al regresar, sostuvo el prendedor y las tijeras en la misma mano.
—Ana, espéranos en el comedor, voy a peinar a tu mamá.
—Tú no sabes peinar.
Andrés golpeó la pared.
—¡Si no nos esperas allá, Santa no viene!
—Vamos, obedece a papá —dijo Mónica. Su voz había cambiado, hablaba como si, de repente, tuviera mucho frío.
Andrés tomó a Ana del brazo y la llevó afuera; luego, cerró de golpe. Ella ansiaba mirar lo que él haría con el cabello de su madre, imaginó sus dedos gruesos agarrando el cepillo.
Ana pegó la oreja a la puerta: un sonido metálico se abría y cerraba, murmurando en un código afilado, imposible de descifrar.
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Sabina Orozco (Oaxaca, 1993) Estudio Letras Hispánicas en la UAM. Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.


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