Aprendí que la gastronomía es una parte esencial de la cultura gracias a Joël Robuchon. Fue la suerte del principiante, nada más. En primer lugar, jamás pensé que buena parte de mi trabajo reporteril se centraría en el mundillo de los fogones. A mí solo me gustaba comer y muy pocas veces me preguntaba qué había en torno a un plato. No tardé en descubrir, sin embargo, que hay historia, viajes, tradiciones, literatura, ciencia, glamour y personas, claro. Es decir: cultura. Poco después de recibir la encomienda de convertirme en “periodista culinario” (algo que, al ritmo que voy, no sé si algún día lograré porque mi ¿ingenuo? empeño es ser “todoterreno”), el cocinero con más estrellas Michelin del planeta llegó a España para encabezar el cartel de una de las cumbres gastronómicas más importantes del mundo, Madrid Fusión, con una ponencia sobre el menú y funcionamiento del montón de restaurantes que tenía a su cargo en varios países.
Robuchon ya era entonces “el maestro”, “el cocinero del siglo”, “el visionario”, “el que convirtió los sabores en arte”, “el creador de platillos supremos como el pastel de trufas, la crema de coliflor al caviar, los raviolis de langostinos y el puré de papa más exquisito en toda la faz de la Tierra”, “el chef–empresario más condecorado de todos los tiempos”, y el que viajaba en su jet privado (a la manera de las grandes estrellas) para poder atender sus numerosas obligaciones repartidas en distintos puntos geográficos, donde era recibido por una ristra de aduladores. Pero, a decir verdad, el rey de Michelin (una treintena de estrellas en su haber, otorgadas no sin cierta reticencia por la poderosa guía que estipula los criterios gastronómicos a nivel mundial) era heredero de otro grande: Paul Bocuse, inspirador de la Nouvelle Cuisine (que aligeró las recetas típicas de la cocina francesa, en las que abundaba la mantequilla, la crema y el vino) y de la Nueva Cocina Vasca (que, desde España, empezó a resquebrajar la “tiranía gala” en la gastronomía internacional). Porque, siguiendo la estela marcada por Bocuse, Robuchon empezó a preocuparse por difundir la idea de comer de manera nutritiva y de concebir su oficio como un reparto de felicidad a través de los alimentos. Bueno, y de paso, todo hay que decirlo, con eso también contribuyó a inflar y maquillar la burbuja en la que ahora están inmersos miles de pedantes profesionales y aficionados.
Aquella vez, en el auditorio donde se presentó Robuchon, había un exceso de público y el chef francés fue generoso al compartir sus reflexiones: “En la cocina se entremezclan muchos factores que tienen que ver con las distintas aristas de la cultura y con las emociones y yo trato de explorar todo ese conjunto a través de mis recetas. Les ofrezco a los clientes la posibilidad de despertar sus sentidos a través de lo que les sirvo. Y cuido, además, la presentación de los alimentos y el ambiente sonoro del restaurante porque la estética y la música son tan importantes como el sabor”. Desde ese momento, sus palabras se convirtieron en un faro para mí, pues entendía que un texto periodístico sobre gastronomía no podía ser algo frío y frívolo, sino un cúmulo de la riqueza cultural que gira en torno a un plato.
Un año después, en Marbella, el cocinero andaluz Dani García reunió a los mejores chefs españoles para rendirle un homenaje al maestro francés. Fue entonces cuando pude hablar con él de manera distendida y quiso que le contara sobre la cocina mexicana, “la única que es Patrimonio de la Humanidad”, subrayó con una sonrisa. Yo hice lo que pude mientras saboreábamos una codorniz con foie gras y su famoso puré de papa, pero creo que le quedé mal a mi Patria. Él me hacía preguntas muy específicas sobre las especias, sobre el legado de las guisanderas tradicionales y los secretos del mole. Yo, en cambio, contestaba con generalidades.
Comencé a resarcir mi ignorancia el día que conocí a Abigail Mendoza, una oaxaqueña extraordinaria y gran “chama de los sabores” (pero… esa es otra historia). No obstante, ya no podré congraciarme con el hombre que madrugaba para ir al mercado. Joël Robuchon, que comía como un rey (y se ocupó de que sus comensales también lo hicieran), murió el pasado lunes víctima de un feroz cáncer de páncreas. Porque a los órganos periféricos del estómago no les importa vengarse con descaro de quienes los miman.