Era alto, ojón, de mirada gitana, lánguida pero muy vital, y vestía ropa que aleteaba como en flecos según la voluntad del aire y de los vientos. Lo encontré en un programa de la incipiente televisión de los años cincuenta, la casi única estación televisora que había entonces, la XTV. Nos habían presentado como escritores —él había publicado en algún sitio un cuento, tal vez plagiado—. Era muy caminador por el corazón harapiento de la populosa y popular Ciudad de México, muy de todas partes y ninguna, y no creía en nada salvo en la aventura de vivir a todos los vientos, según la voluntad del aire del que parecía estar hecho. No creía en nada, era de un anarquismo natural, no aprendido, no leído en Bakunin, ni en Kropotkin, ni en ningún teórico del pensamiento libertario. Lo encontré como quien encuentra un compañero ideal para ir conociendo, viviendo, soñando, delirando, reinventando ese amasijo de vidas que era la parte central de la Ciudad de México de finales de los años cincuenta. No teníamos rumbo, andábamos por todo un laberinto de calles, y él iba contándome historias que se inspiraban en los personajes que encontrábamos al paso.
Ese anarquismo natural que ya digo que profesaba como sin darse cuenta era acompañado de vivir en cualquier sitio donde lo tumbara el sueño. Su existencia estaba asegurada por pequeños robos hechos por doquier con una naturalidad sorprendente que le permitía evadir siempre la mirada de los policías, que eran como los de Abel Quezada, es decir, casi tan harapientos de uniforme que, oh maravilla, lo hermanaban con este libertario sin teoría ni justificación. Conocía como nadie el antiguo, casi infinito, mercado de La Merced, donde se hablaba de tú con todos los vendedores, que a veces le regalaban frutas, tortas y tacos, pulque o tequila a veces o algún refresco de guayaba que era su preferido, y él los compensaba con historias que iban de lo maravilloso a lo escalofriante. Su idea de la vida era hacer lo que le daba la gana o una flojera que se manifestaba en el hábito de hacer cosas inútiles, o solo útiles para su filosofía no formulada, y tenía muchos deseos de caminar su ciudad como quien explora sin saberlo un mundo pequeño pero denso, intenso, de horrores y de episodios pequeños pero típicos. Me decía: “Mira, hermanito, nosotros somos privilegiados de estar vivos, aunque no lo crean los sabios y los doctos, que solo conocen la corteza de los sucesos y por eso se empeñan en hacer política. No te inquietes si alguna vez nos detienen y nos llevan al bote, allí se cocina lo peor pero también lo más variado del mundo, así que tú tranquilo, ven conmigo por todos los lugares”. Se acostaba y dormía o hacía el amor con las mendigas del bajo mundo, sin distinguir cuerpos: mujeres que lo adoraban y de las que cada una quería ser la esposa o la hermana. A veces nos dábamos un paseo en barca por el lago de Chapultepec y él lo gozaba como si fuese una aventura de pirata o de gran navegante. No sé por dónde andaba o quizá anda todavía, la verdad es que alguna vez quisiera encontrármelo nuevamente en la vida. Querido Eugenio nada ingenuo y nada perverso: ¿dónde estás ahora?, quisiera vagabundear como tú.