'Márcame, amo. La verdadera historia de Keith Raniere' (Fragmento)

Adelanto

Presentamos un fragmento de Márcame, amo, de Roberta Garza, la historia de la secta NXIVM liderada por el empresario condenado el 19 de junio por tráfico sexual y fraude cibernético, entre otros delitos.

Keith Raniere, uno de los fundadores de NXIVM. (Archivo MILENIO)
Guadalajara /

“La veré muerta o en la cárcel”, le dijo Keith Raniere a la madre de Toni Natalie, su pareja de años, cuando ésta le anunció que lo dejaba. Lo que siguió fue más de una década de acoso físico y legal: telefoneándole a todas horas preguntando si sabía el paradero de su hijo de un matrimonio anterior; su casa y la de su madre fueron allanadas, desordenando sus muebles y pertenencias, robando ropa de su clóset. La declaración de bancarrota por el pago de las deudas de la empresa que había formado con él, todas a nombre de ella, se eternizaron en demanda tras demanda, y hubo un intento de atraerla a México con engaños para que, mediante una orden de aprehensión encubierta obtenida a punta de sobornos, desapareciera en las entrañas del sistema penitenciario mexicano. En buena parte, eso explica la expresión de apenas contenido júbilo cuando Natalie escuchó los siete contundentes “culpable” espetados por el jurado.

La transformación de Raniere de un estafador de alcances locales en el dueño de un harem de más de cien mujeres comienza luego del fracaso de su primer negocio, Consumers Buyline Incorporated (CBI). Éste no cumplía ni dos años cuando ya era investigado en veinte estados de la Unión, cerrando en 1993 por órdenes de Robert Abrahams, fiscal general del estado de Nueva York, acusado de ser un “multimillonario esquema piramidal”. La fiscalía fincó el caso en que la compañía estaba más interesada en reclutar gente que pagara los 270 dólares que costaba enrolarse en Purchase Power, un club de compradores con base en Texas, que en proveerles algún servicio; sobre todo porque solo catorce de esos dólares iban al club de compras, mientras que el resto permanecía en manos de CBI en forma de comisiones por reclutamiento. En un video promocional de la compañía se ve a Raniere pidiéndole a los vendedores de membresías que imaginaran un cerro de billetes, uno de diez millones de dólares: “Es grande. Es enorme. Sientan cómo el aroma del dinero hace que sus narices tiemblen como conejitos”.

El flujo desde los últimos reclutados hasta los fundadores era constante: al cierre de la empresa, Pamela Cafritz, Karen Unterreiter y Raniere habrían recibido alrededor de medio millón de dólares a cambio de aire. Raniere corrió con suerte: fue multado en 1996 con cuarenta mil dólares a nivel federal, más un par de multas estatales, sin ser declarado culpable de nada, apenas con el compromiso de nunca más participar en esquemas “promoviendo, ofreciendo o brindando participación en un esquema de distribución en cadena”. Los inculpados tardaron más de cuatro años en pagar esa multa.

Keith explicaría su derrota, como era su costumbre, culpando a otros: en este caso, acusando que la debacle de CBI se había debido a las maquinaciones de Wall Mart que, por temor a la competencia, habría pedido a las autoridades “colapsar a ese tipo”. Lo cierto es que, después de CBI, Raniere evitaría tener posesiones a su nombre, negándose a recibir un salario y omitiendo el uso de tarjetas de crédito o cuentas de banco: todo le pertenecería, oficialmente, a sus siempre incondicionales mujeres, con el consiguiente ahorro de problemas legales y fiscales; año con año Raniere ha declarado vivir por debajo de la línea de la pobreza. Es cierto que nunca fue proclive a la ostentación; estéticamente, su comunidad era un reducto de mediocridad pequeñoburguesa, donde los pants y las sudaderas de baja calidad eran la etiqueta cotidiana. Con todo, Raniere ejercía un control férreo sobre sus acólitos y sobre su empresa disponiendo sin restricción alguna de cientos de miles de dólares en efectivo ocultos en el sótano de la casa de Nancy Salzman, con línea directa a una bolsa de plástico en su biblioteca personal.

***

Keith Alan Raniere vio la luz un 26 de agosto de 1960 en Brooklyn, Nueva York, el único hijo de James Raniere, publicista, y de Vera, una maestra de baile de salón. Al cumplir 5 años, la familia se mudó a los suburbios boscosos al norte del estado, a una casa roja con vistos blancos y amplio jardín, parecida a las granjas que pintan los niños en la escuela. A sus 8 años, James y Vera se divorciarían, quedándose la mujer, enferma del corazón, bebedora de ocasión y madre culpable de tiempo completo, como única custodia del niño, convirtiéndolo en el centro de su universo e instilándole un sentimiento de excepcionalidad desbordada. Las virtudes atribuidas a Raniere en sus biografías oficiales —que hablaba con frases completas al año y que leía de corrido a los 2; cuya energía intelectual interfería con las computadoras y los aparatos electrónicos; que a los 12 dominaba por sí solo y en unas cuantas horas todo el currículo de matemáticas de preparatoria o que a los 13, autodidacta, tocaba piano a nivel concertista— son más falsas que un billete de tres pesos, pero es un hecho que desde muy joven el chico mostró gran facilidad para la manipulación. En entrevista del 28 de mayo de 2018, publicada en el diario The Epoch Times, cinco compañeros de Raniere de la escuela primaria Waldorf describen cómo uno de ellos cuchicheó, en las intimidades infantiles del patio de recreo, sobre una u otra andanza adolescente de su hermana mayor. Raniere le diría enseguida que la confidencia le había dado una botella de veneno que él sostendría por siempre sobre su cabeza; que, de quererlo, podría revelarle a la hermana o a los padres sus indiscreciones. Sobra decir que, de corta estatura, un poco bizco, arrogante y presuntuoso a pesar de su apariencia y sus maneras ordinarias, el joven Keith no era precisamente popular.

Márcame, amo.

La verdadera historia de Keith Raniere y sus esclavas

Miércoles 4 de diciembre, 20:00 horas

Salón Mariano Azuela

Presentación de libro

​ÁSS​

  • Roberta Garza
  • Es psicóloga, fue maestra de Literatura en el Instituto Tecnológico de Monterrey y editora en jefe del grupo Milenio (Milenio Monterrey y Milenio Semanal). Fundó la revista Replicante y ha colaborado con diversos artículos periodísticos en la revista Nexos y Milenio Diario con su columna Artículo mortis

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