Una placa de cerámica colocada sobre un montículo rectangular de cemento es lo único que indica que en medio del Parque Florencio Antillón, en el corazón del Barrio de la Presa, en Guanajuato, descansan los restos del escritor que retrató a la sociedad mexicana como pocos y que hizo del humor un aliado:
“Aquí descansa Jorge Ibargüengoitia en el parque de su bisabuelo que luchó contra los franceses”, dice el epitafio con una tipografía delgada y azulada.
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Frente al monumento hay una fuente metálica circular que por sus manchas de sarro evidencia que lleva un buen tiempo seca. Y alrededor, árboles tupidos que contrastan con las plantas que esperan un mejor clima para reverdecer.
Una señora pasa frente a la tumba y ante la pregunta de si sabe quién descansa ahí, dice que sí, que un escritor. Y luego invita a ir más arriba, hacia la presa de San Renovato, para conocer las estatuas que han dado pie a otra leyenda local, la del cocodrilo y la serpiente.
El bisabuelo de Jorge: Francisco Florencio Antillón Moreno, militar desde los 14 años que combatió en la invasión estadunidense, en la Guerra de Reforma y en la intervención francesa. Tras las armas, fue gobernador de Guanajuato entre 1867 y 1876.
Antes de ‘descansar’ en medio del parque que abraza a la Presa de la Olla, en 1983 el escritor, procedente de París, abordó el vuelo 11 de la aerolínea Avianca con destino al primer Encuentro de Cultura Hispanoamericana en Colombia… Nunca llegó a su destino, el avión se estrelló el 27 de noviembre en la zona de Mejorada del Campo, España.
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Una historia, una pluma
Poseedor de una obra abundante distribuida en dramaturgia, narraciones y ensayos, Jorge fue fruto de la relación entre María de la Luz Antillón y Alejandro Ibargüengoitia Cumming, a quien solo conoció por recuerdos y fotos, pues murió cuando el bebé tenía 8 meses.
La muerte de su padre también significó su mudanza de Guanajuato a la capital del país para estar cerca de la familia materna. Ya en la Ciudad de México, fue alumno en escuelas administradas por los Maristas; fue un boy scout, organización donde trabó amistad con Manuel Felguérez; e intentó ser ingeniero de la Facultad de Ingeniería de la UNAM, pero ahí se decantó por lo que lo encumbró, la escritura.
En los años 50 publicó sus primeros textos de teatro: Susana y los jóvenes (1954), La lucha con el ángel (1955) y El viaje superficial (1959). A la década siguiente, comenzó su producción literaria con una novela esencial de las letras mexicanas - y del tema revolucionario -, Los relámpagos de agosto (1965).
“Se trata de un trabajo en donde se ve su esencia: un hombre original y un gran literato que, como dijo Gabriel Zaid, no escribió El Quijote, pero sí muchas novelas ejemplares y asombrosas como ésta cuyos ejes son la crítica y sátira hacia la Revolución Mexicana”, declaró en 2013 el poeta Eduardo Lizalde (1929-2022) en una charla para la Secretaría de Cultura.
En el mismo texto, Vicente Leñero (1933-2014) definió la pluma de Jorge como “siempre crítica, sarcástica, lúdica y con una mirada muy irónica para todo”.
La tragedia
En 1983, asentado en París junto a su esposa, la pintora y escultora inglesa Joy Laville, el guanajuatense recibió una invitación de Gabriel García Marquéz para acudir a un encuentro literario pactado para noviembre en Bogotá.
Jorge abordó el avión desde el aeropuerto parisino Charles de Gaulle con rumbo a Madrid. Viajaba en compañía de la escritora argentina Marta Traba, la pianista Rosa Sabater, el editor uruguayo Ángel Rama y el poeta peruano Manuel Scorza.
Ya en España, en la zona agrícola de Mejorada del Campo, a poca distancia del aeropuerto Adolfo Suarez, la aeronave presentó una falla humana - determinó la investigación - y se estrelló contra una colina. Así pereció Jorge junto a otros 180 pasajeros - 181 víctimas en total - y solo 11 supervivientes.