La épica wayú

Hombre de celuloide

Dividida en rapsodias, como si fuese un viejo canto griego o romano, Pájaros de Verano aspira a la épica de Shakespeare, de la Ilíada o la Eneida. Y lo consigue

En la cinta hay mal y hay bien, por supuesto, pero ambos superan con mucho el melodrama (Ciudad Lunar Producciones)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

@fernandovzamora


Dividida en rapsodias, como si fuese un viejo canto griego o romano, Pájaros de Verano aspira a la épica de Shakespeare, de la Ilíada o la Eneida. Y lo consigue. Los directores Cristina Gallego y Ciro Guerra (famosos por El abrazo de la serpiente) nos introducen en una fábula que va más allá de la historia humana; hasta ese momento que solo puede contarse en forma de mito creador. Lo más llamativo de esta película extraordinaria es que la creación a la que refiere es la de la guerra del narco que comenzó en Colombia y se ha extendido a toda la región. Hablada casi por completo en wayú, idioma de la guajira colombiana, Pájaros de verano comienza cuando Zaida, una hermosa wayú llega a la pubertad. Pintada en forma ritual sale de su casa para bailar.

Los hombres suenan los tambores. Los pretendientes se enfrentan con ella en un baile que simula el acto de amor. Ella los enfrenta y ellos caminan hacia atrás. Si el varón pierde el equilibrio será indigno de su mano. Cae el primer pequeñajo, el que sigue es sagaz. Rapayet es un tipo bigotón y arrecho que resiste los embates de la niña bailando sin caer hacia atrás. El problema es que la familia de ella no quiere el matrimonio con un desconocido de modo que le fijan una dote espectacular. ¿De dónde va a sacar Rapayet el dinero para comprar los chivos y los cabritos con los que podrá hacerse digno de Zaida? Es aquí donde entran en escena unos gringos que detrás de la fachada de una organización que está luchando contra el comunismo en América Latina, lo que realmente quieren es comprar marihuana. Comienza el negocio y comienza la decadencia. Comienza la tragedia en el sentido en que la entendían los griegos. Porque la transgresión hace indignar a los espíritus que poco a poco abandonan al clan de Zaida. Y como en Edipo o en Hamlet se siguen las violaciones hasta que, en el momento climático de la película, se asesina a la palabra. De ese tamaño. Hay que ver esta película que plantea que cuando muere el verbo solo hay espacio para la guerra. Narrada con cantos que harían la delicia de un antropólogo, Pájaros de verano es la historia del narco desde el punto de vista guajiro y no, como estamos acostumbrados, desde la visión pagana de los hombres del norte que, incapaces de entender otro lenguaje que el de las balas, inundan de dólares la región. La sensibilidad con la que está contada Pájaros de verano es muy distinta de la “épica” hollywoodense, que es “épica” solo porque tiene gran producción. Loving Pablo o Traffic, por ejemplo. En la primera, Javier Bardem interpretaba a un Escobar patéticamente banal, digno de Hannah Arendt, mientras que en la segunda, Soderbergh tenía el descaro de plantear que la corruptísima Administración para el Control de Drogas (DEA), estaba hecha de héroes, mientras que los latinos éramos los auténticos malos de la película. En Pájaros de verano hay mal y hay bien, por supuesto, pero ambos superan con mucho el melodrama. La maldad es una condición cósmica que irrumpe en la guajira a causa de la lujuria de un hombre que quiere casarse y la glotonería de los gringos que quieren llenarse la cabeza de marihuana. Contada en clave que recuerda la alquimia de Cien años de soledad, Pájaros de verano sigue la tradición de García Márquez en el sentido de que narra una realidad ética echando mano del mito. Y mientras la película más se aleja de la producción hollywoodense, más se aproxima a la contundencia de la Ilíada.


Pájaros de verano. Dirección: Cristina Gallegos, Ciro Guerra. México, Colombia, Dinamarca, 2018.


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