La profecía de los zombis

Hombre de celuloide

Obras que gastan tanto esfuerzo intelectual para hablar de monstruos que comen humano y al mismo tiempo tratan de ser poéticas, explican que hay algo en lo que coinciden las mayorías: la realidad es insoportable

A diferencia de sus contrapartes Los Hambrientos son zombis inteligentes que construyen grandes torres Foto. Le Maison de Prod
Fernando Zamora
Ciudad de México /

@fernandovzamora


Nueva película de zombis. Y tiene lo suyo, como todas las buenas películas de género en las que sabes qué va a suceder pero no cómo. Los hambrientos fue dirigida por Robin Aubert, un quebecois que en esta obra exalta al campo y su lengua de origen, ese idioma que tan chocante le suena a los parisinos. Por esta y otras razones, los zombis parecen ser “los otros”, los que irrumpen en la tranquilidad del campesinado de Quebec, una región que tiene motivos para sentirse diferente al resto de Canadá. Y de esto, en el fondo, trata la película: de quien resiste al cambio globalizador; un poco como Astérix el galo que, decía René Goscinny, trata en realidad de un pueblito que se niega a aceptar la imposición globalizadora de un imperio que quiere que todos hablen igual, que todos se vistan igual y que todos comenten la música horrible que “el imperio” (en cualquiera de sus formas) quiere imponernos. Estos son los zombis para Aubert y creo que tiene razón.

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Como es cine de género, no son necesarias demasiadas explicaciones: un hombre besa a una mujer mientras otra lo mira. ¿Siente envidia? ¿Ha atrapado a los amantes en pleno adulterio? La mujer lanza un grito y no hay que ver ya nada más para entender que a Quebec también han llegado los zombis. Cualquier amante de esta clase de cine encontrará que Los hambrientos es una curiosidad indispensable. Algo similar a lo que sucede con quien gusta de las películas de vampiros, que tiene que ver Vampiros en La Habana. Los hambrientos sigue además la escuela del gran cine de la región (Xavier Dolan y otros), de modo que además de zombis de babas sangrantes la cámara ha de retratar el fatigoso andar de un gusano verde sobre un árbol, la estampida de caballos salvajes y unas extrañas construcciones que estos hambrientos (zombis inteligentes a diferencia de sus contrapartes en la mayoría de las películas del género) construyen a la mitad del campo quebecois: apilan, como si fueran pirámides, sillas o juguetes de niños muertos. Luego, enamorados de su construcción, miran absortos sus torres hasta que aparece un ser humano, uno que no está ni sediento de sangre ni de matar y apilar, matar y acumular en un ciclo sin fin. La cosa evidentemente tiene su simbolismo. Recuerda (tal vez en forma peregrina) a la Torre de Babel: los zombis somos estos que nos maravillamos de nuestras construcciones tan altas sin mirar, como la niña protagonista, lo hermoso del campo lleno de colores, las flores, los insectos. Porque, como en aquella otra película extraña, de culto, La carretera (2009), actuada por Vigo Mortensen, el protagonista es un niño, un cachorro humano en un desierto post–apocalíptico cuyo origen el director se niega a explicar. No es necesario. Lo entendemos de inmediato. Y en ello estriba el interés de las películas de zombis. Hay en el mundo una sensación de decadencia y desencanto que parece afectar los ánimos más serenos.

No es necesario pensar mucho para relacionar a los zombis con los nacionalistas o con los globalistas. Que cada quien interprete, pero películas como ésta, obras que gastan tanto esfuerzo intelectual para hablar de monstruos que comen humano y que al mismo tiempo tratan de ser poéticas, explican que hay algo en lo que coinciden las mayorías: la realidad es insoportable y pronto va a suceder algo que acabará con la civilización.


​Los hambrientos. Dirección, Robin Aubert. Canadá, 2017.


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