Cuando la poesía abandona su inusitada claridad ambigua y se pone al servicio de una causa, moral o política, casi siempre resulta pedestre y pedigüeña. A la rebeldía natural de la poesía le van mucho mejor el verso hermano del aforismo, las imágenes múltiples y corrosivas, las burlas enigmáticas e inmisericordes o, en el lado contrario, la creación de idealidades e identidades que aparentemente no tienen nada que ver con el mundo concreto pero que destruyen, bajo el rigor de la quimera y la alegoría, las ocurrencias mentirosas y los lemas fáciles.
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Por esta razón, Ramón López Velarde, consciente de este efecto, elaboró La suave Patria, enmascarándose en el gesto intrépido de un soldado chuán (un bretón contrarrevolucionario pro borbónico) y evocando, con un paralelismo justo y sorprendente, el mar proceloso del Canal de la Mancha de Barbey d’Aurevilly; también por este motivo los contemporáneos, en particular Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, opusieron a la gran muerte “patriótica” la invisible —y mucho más pequeña— muerte metafísica y expresaron el desconcierto que conmueve al ser lleno de sí o sitiado en la epidermis y cobraron conciencia de que “¡Todo!, circula en cada rama,/ del árbol de mis venas”.
Octavio Paz siguió el mismo procedimiento cuando nos hizo comprender en “El cántaro roto” y durante la borrosa paz exitosa del “Milagro mexicano” que la figura remota y chabacana del cacique gordo de Cempoala, el sapo verde en su piedra mohosa, no había dejado de brillar en la noche de México y que continuaba aquí con su despotismo invicto. Del mismo modo, José Emilio Pacheco vio en la caída de México-Tenochtitlan una imagen del tiempo presente.
No hace mucho, pensábamos que el mundo que todos estos poetas habían iluminado ya era sólo una memoria ineludible, transformada en una nueva realidad, difícil pero distinta. Ahora descubrimos que no es así. Nos damos cuenta de que el estado autoritario, que provocó la lucha de los estudiantes en el 68, ha regresado o está volviendo; nos desconcierta ver que el largo proceso de democratización, que surgió de los movimientos sociales y contraculturales, no es una prioridad política, es más bien un obstáculo; nos sorprendemos al comprobar que el INE, que tanto trabajo costó construir, es objeto de la subestimación y de ataques falaces; y, lo que no es menos importante, nos percatamos de que el derecho a pensar de modo diferente tiene un valor negativo, punible, para los políticos que dirigen el país.
Como en la época de La suave Patria, nuestra nación está envuelta en una enorme y creciente violencia y, como en aquel momento, nos duele ver los muros marcados por el odio y callados “en la mutilación de la metralla”. ¿Qué clase de idealidad, qué tipo de identidad debemos asumir para comprender y hallar la clave —ya no la dicha— de una mínima mejoría? Cuesta trabajo saberlo, pero quizá sí debemos hacer como precisamente hizo López Velarde: defender la democracia, rechazar a los caudillos con sus mentiras groseras, luchar por la libertad cada día en mayor riesgo y crear, como en el hermoso poema largo sobre México, un lenguaje opuesto al resentimiento y al vituperio.
AQ