400 años de Molière, padre de la Comedia Francesa

Jean-Baptiste Poquelin nació el 15 de enero de 1622 en la Rue Saint Honoré, en París. Poeta, actor, dramaturgo, es autor de obras como 'El burgués gentilhombre' y 'Las preciosas ridículas'.

Jean-Baptiste Poquelin nació el 15 de enero de 1622. (Wikimedia Commons)
Jaime Chabaud Magnus
Ciudad de México /

Hace 15 o 20 años tuve en suerte hacer la adaptación de El burgués gentilhombre para el Programa Nacional de Teatro Escolar del INBAL, experiencia gozosa sin duda aunque yo desconociera técnicamente en qué consistían los mecanismos que provocaban en el espectador la más hilarante experiencia. El ácrata Jean-Baptiste, mejor conocido con el sobrenombre de Molière, acusado constantemente de libertino, obsceno y anticlerical, en el fondo era un moralista rabioso que fustigaba las taras e hipocresías tanto de la corte como de una burguesía incipiente que peleaba a puñetazos un lugar en el festín de la sociedad francesa. A Molière la tragedia como género le negó la gloria repetidamente y no fue sino en la comedia de costumbres y de caracteres donde finalmente halló su lugar pese a las continuas censuras y críticas de sus muchos enemigos.

El teatro de Jean-Baptiste trabaja sobre recursos formales que, si bien ya existían desde los griegos, él lleva a su máxima expresión, como el diálogo de sordos, el malentendido, los elogios construidos por opuestos (oxímoron), ambigüedad tanto en las situaciones como en los diálogos —no pocas veces cargados de sexualidad—, una proxemia exagerada en las instrucciones a los actores y la figura de la ironía dramática que será clave para conectar con su(s) público(s), cosa que no encontró en el teatro trágico a pesar de múltiples referentes en donde ésta funciona (“ironía trágica” le llama Patrice Pavis).

Toda historia, narrativa o dramática, juega —o apuesta— desde siempre con el grado de conocimiento del lector-espectador. ¿Qué sabe y qué no? ¿Sabe tan poco como el personaje principal? Humberto Eco dice en Seis paseos por los bosques narrativos que “todo texto es una máquina perezosa que le pide al lector que le haga parte de su trabajo”. Para Martin Esslin, en su libro Anatomía del drama, cuando le dedica un capítulo a la estructura, más que dar recetas insiste en que una estructura funciona por arcos de tensión que mantienen al espectador en vilo. Si esa tarea primigenia no se consigue, todo esfuerzo resultará inútil. En Molière la cantidad de expectativas que se abren articulan sus estructuras y modelan la atención de los espectadores de su tiempo y actuales. Es un maestro de la creación de expectativas. Sin embargo, la ironía dramática en los textos del francés funciona en una doble vía, el efecto en los espectadores de halagarlos con una superioridad cognoscitiva respecto a los propios personajes (que viene reforzada por los cómicos apartes) y el someter a los personajes que sufren la acción que fustigará sus vicios a un vivir en la ignorancia. Para que la ironía dramática funcione, se requiere que el protagónico ignore un núcleo semántico que otros personajes sí conocen al igual que el espectador. No es ámbito para la sorpresa salvo para el desgraciado ignorante cuando al fin, tras peripecias varias, cae en cuenta ¡de lo que todos sabíamos! El efecto cómico sostiene al público por la pregunta de ¿cuándo se irá a enterar al fin este engreído y torpe?

Esta figura trabaja en Edipo, que inicia una investigación sobre las causas de la peste sin saber que él “es la peste”, que él la causó. Ignora que ha matado a su padre y se ha acostado con su madre (¡cómo se han divertido los Les Luthiers con ello!). Sin embargo, el público tampoco sabe. Caso contrario, Otelo sigue creyendo que su fiel Yago es un hombre honesto cuando éste y nosotros sabemos que no lo es. O cuando Romeo ignora, porque nunca se ha de cruzar con el mensajero de Fray Lorenzo, que Julieta sólo está en estado inanimado y que en cualquier momento ha de despertar: lo mata su ignorancia.

En Molière es evidente en el Tartufo, Las preciosas ridículas, El enfermo imaginario y, entre otras, El burgués gentilhombre. En la primera, la ceguera de Orgón ante el muy devoto Tartufo que pretende dejarlos en la calle. Y ahí la ironía dramática se exacerba (todo en Molière es hiperbólico) con la defensa furiosa que hacen del devoto Orgón y Madame Pernelle. Todos los secundarios han descubierto poco a poco al impostor, pero quienes han de sufrir sus artimañas son los últimos en enterarse. Y por no abundar, la ironía dramática trabaja deliciosamente en Monsieur Jordan en El burgués gentilhombre, con sus ansias de pertenecer a la aristocracia y así codearse con la corte. Y ese deseo férreo, aunado a su ingenuidad, le harán el foco de la estafa a manos de maestros de ciencia, danza y esgrima, así como del —en bancarrota— Conde Dorante, que ve en el aspirante a hombre refinado una mina de oro para remediarse. Todos, pues, han de engañarle, incluyendo a su hija Lucila, que sigue la corriente con la farsa de que su amado Cleonte se disfrace del Gran Turco, convenciendo a Jordan de darle su mano. La ironía dramática produce una hilaridad calculada que hace cómplice al espectador, desde un lugar de superioridad pues lo sabe todo, sin desengañar al pobre hombre que terminará por decir: “Si hubiera sospechado que ser noble iba a ser tan doloroso, no renegara de ser mercader”.

Hoy se cumplen 400 años del natalicio del padre de la Comédie Française.

ÁSS

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