“Nadie en su sano juicio debería menospreciar las maravillas que encierra el mundo microbiano, en particular el de los virus”, me dijo sir Aaron Klug mientras almorzábamos en el salón de profesores de Trinity College, Cambridge. “Tal vez sea mi entrenamiento en física”, continuó, “pero pienso que las preguntas difíciles son las únicas que vale la pena responder. En ese momento, principios de los años de 1950, los virus representaban un objeto de estudio sumamente complejo, tanto como para atraer nuestro interés, y al mismo tiempo eran de una simpleza tal que nos permitió empezar a entender su estructura y procesos de ensamblaje”.
Sir Aaron fue galardonado con el Premio Nobel de Química en 1982 por sus trabajos seminales sobre la estructura de grandes conglomerados (o ensambles) de moléculas importantes para los organismos vivos, así como por el desarrollo de métodos novedosos para estudiarlas. Si bien nació en Lituania, creció en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en un ambiente más bien rural. Se declaró fan de Los cazadores de microbios, el libro clásico de Paul de Kruif, publicado en 1926. Lo entusiasmó de tal manera que, pocos años después, consiguió una beca para venir a Cambridge. Inquieto, buscó un lugar en el célebre laboratorio Henry Cavendish de Botolph Lane, a fin de aprender de una leyenda: J.D. Bernal. Terminó trabajando con Max F. Perutz y John Kendrew en el Medical Research Council (MRC), semillero de premios Nobel y donde se gestó la primera revolución de la genética molecular.
Sir Aaron conoció bien a la experta en cristalografía de rayos X y química, Rosalind Franklin. La recordó con afecto, pues ella le enseñó a ofrecer soluciones prácticas a la tortuosa, en cierta forma vaga, experimentación biológica que podía llevarse a cabo hacia la segunda mitad del siglo XX. “En ese momento estaba claro que los virus no son organismos vivos, no poseen voluntad, son material genético y pueden permanecer inertes durante siglos. Pero cuando se activan, hacen lo que pueden, esto es, seguir las leyes de la evolución”, aclaró. Le pedí que me hablara más de Franklin. Recordó cómo quedó fascinado con su trabajo cuando le mostró por primera vez las placas fotográficas de rayos X revelando el mosaico del tabaco, un virus que ataca dicha planta. “Hermosas”, afirmó sir Aaron, “en términos estéticos, pues es cuando prevalece la riqueza de significado. Eso fue lo que nos ofreció Rosalind a Perutz, a Kendrew, a mí, a Crick y a Watson. Era una mujer llena de ideas propositivas”. Citó al matemático y filósofo Alfred Whitehead: “Es más importante que una idea sea fértil antes de que sea correcta”. Según me ilustró sir Aaron, Rosalind ayudó a resolver el problema de pasar de dos a tres dimensiones cuando se quiere conocer mejor entidades tan pequeñas. “En realidad, lo que hicimos juntos fue ensayar una rara combinación de bioquímica, cristalografía de rayos X y microscopía electrónica”, asevera.
Él descubrió los “dedos de zinc”, que están en la base de las terapias génicas. Hoy se conocen más de 200 “dedos”, esto es, pequeños rizos de unos treinta aminoácidos, agrupados alrededor de iones de zinc, esenciales en la actividad génica de miles de especies vivas. También explicó las causas de que polivirus y otros virus esféricos tuvieran esa y no otra forma geométrica. Esto ha ayudado a diseñar estrategias de defensa. Como director del MRC, fue fundamental su labor en la instrumentación del Proyecto del Genoma Humano. Durante aquel almuerzo me asaltó una idea aterradora: ¿Qué hubiera pasado si gente como sir Aaron Klug hubiese aparecido una generación más tarde? Quizá estaríamos ahora en mayores aprietos. En lo que nos servían el postre, le platiqué lo que me acababa de suceder durante una visita a la Royal Institution en Londres. A un par de cuadras se encuentran varias tiendas de pieles costosas, algunas de ellas todavía de origen animal. Un puñado de radicales protestaban frente a sus puertas por la crueldad contra la naturaleza. Otros portaban pancartas exigiendo acabar con el uso de ratones de laboratorio. “Entiendo a los primeros”, replicó sir Aaron, “y comparto su enojo. Pero los segundos se equivocan, pues de otra manera no solo los humanos, sino también otras especies veríamos diezmadas nuestras poblaciones. Gracias a estas investigaciones ellos tienen la posibilidad de vivir sanos al menos otros treinta años”.
Para acompañar el postre, algo ligero. ¿Qué fue lo que más le gustó de la ceremonia donde recibió de manos de la reina, junto con otros británicos distinguidos, el nombramiento de caballero del Imperio Británico por sus aportaciones a la prosperidad común?, le pregunté. “Los canapés”, contestó, “una delicia, aunque me quedé intrigado cuando noté que uno debía tomar siete, no seis ni ocho, precisamente siete”. Esbozó una sonrisa, alzando al mismo tiempo los hombros, como diciendo: “¿qué le vamos a hacer?”. Enseguida llevó a su boca una última cucharada de tiramisú.
AQ