Acapulco: las cicatrices que el huracán nos dejó

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El huracán 'Otis' golpeó a todos por igual. Esta crónica narra cómo se vivió la devastación en tiempo real.

Casas y edificios dañados tras el paso del huracán Otis en Acapulco. (Foto: Félix Márquez | AP)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Hace menos de un año tuve que venir a vivir a Acapulco, donde pasé mi infancia. Y sé que el pretexto más estúpido para justificar lo que sucedió a las cuatro de la mañana es decir, no lo sabía, pero es verdad; la única señal de lo que iba a suceder me la dio el muchacho que hace un trayecto de cuatro horas para llegar a vender pan de horno en la zona de Costa Azul. Ahí, la última tarde perfecta pude hacer la nueva rutina que me había propuesto: nadar y escribir. La verdad, siento que me metí demasiado en aquello del post horror y por eso no pude entregar la semana pasada la reseña para Laberinto. El cine de género es un asunto que me comenzó a interesar desde que, ya habiendo dejado la orden religiosa a la que pertenecía, me dieron ganas de ver una película de terror. Ahora tenía que entregar una reflexión en torno a Beau tiene miedo, de Ari Aster. Durante la última tarde perfecta, aún tuve tiempo de decirme: quiero volver a ver el final. Y encendí la pantalla. Empezó el post horror.

I

Últimamente ya no me guía el tiempo litúrgico sino, más bien, el tiempo a secas. Cuando termine la temporada de huracanes comenzará, en el puerto en el que viví, la temporada vacacional. Además de los signos meteorológicos están los signos humanos. Aunque es octubre, han comenzado a vender pan de muerto y es tiempo del horror. Había pensado escribir sobre El Exorcista (2023), pero me pareció tan mala que decidí que no valía la pena ni siquiera intentar compararla con el original. Mauricio me había sugerido, como pretexto para hablar de El Exorcista, una curiosa interpretación: que la película es en realidad una metáfora de la Reforma Litúrgica de 1975, cuando se acabó el latín y la Misa al Oriente. En aquel tiempo, pienso yo, se vivía conforme al movimiento del Universo. Desde nuestro limitado punto de vista, al consagrar por la mañana el pan y el vino, el presbítero está invocando al sol. Imagino sus primeros rayos penetrando por la mañana un vitral gótico. La idea de retomar El Exorcista era comparar a un cura que conoce el rito en latín con uno que ya no lo sabe y que es incapaz de lidiar con el mal. Decide mejor suicidarse. Con Mauricio últimamente ya solo hablamos de cine. Últimamente nos distanciamos porque él empujó la idea de que yo dejara la orden y me dedicara a escribir de tiempo completo y yo, a decir verdad, no sé si estoy arrepentido, pero sin duda tuve que volver a la Iglesia. El sábado, cuando ya era evidente que Acapulco estaba completamente arruinado y me pidieron en Laberinto un artículo largo sobre lo que sucedió el miércoles de madrugada fui a la iglesia de Costa Azul. Fui con Víctor, mi hermano. Él está muy enfermo y la verdad es que para cuidarlos a él y a mi madre tuve que venir a Acapulco. En la casa de Víctor tenemos un pequeño servicio de hospedaje y, cosa curiosa, el huracán le tocó junto a cuatro alcohólicos que venían a un congreso contra las adicciones. Desde la mañana del miércoles se fueron a saquear. A Víctor tampoco le gustaba la idea de que yo me hubiese metido a una Iglesia con la que todos guardamos, supongo, una relación ambigua; el sábado me acompañó a regañadientes, su departamento estaba repleto de quesos y vinos de lujo fruto del saqueo de los alcohólicos. Víctor aceptó ir conmigo a la Iglesia solo porque sabíamos que ahí estaban dando agua y se podían recargar los celulares.

     —¿Está el padre A? —pregunté.

     —Por allá.

Entré a la oficina de los catequistas. Me encontré con René, un hombre muy afectado por el VIH. El párroco le permite dormir en la iglesia junto con otros enfermos terminales que no son contagiosos. Desde antes de que golpeara el huracán, René y otros amigos suyos, si no vienen borrachos, se pueden dormir en el cuarto de los catequistas, pero aquel sábado se quedaron a disfrutar de un ventilador que gira muy lento sobre sus cabezas. René vino de la sierra para Acapulco en los tiempos de la gran prostitución. Y hay gente que dice que es la época dorada del puerto, cuando venían los cantantes de moda, cuando entró el narcotráfico, cuando niños como René andaban en eso que llamaban Castillo Verde y que hoy, al menos, está tan prohibido. Los turistas sexuales ya buscan otros destinos y se ha tratado de darle a Acapulco el giro de destino turístico familiar. Mientras René andaba en Castillo Verde, Thalía y su novio reventaban botellas de champán en el piso de un antro de moda. Fue la propina más grande que he ganado en mi vida, me dijo sonriendo el taxista que a veces me lleva a desayunar, el novio de Thalía pagó todo lo que había roto y en cash. Hasta la propina pagó. Y hay quien, como dice José Emilio Pacheco, siente nostalgia de aquel horror: el Acapulco de un tristísimo cuento de Roberto Bolaño, el de Luismi y el no culpes a la playa; el de la decadencia y la prostitución que ha dejado a René enfermo y mirándonos muy gentil, muy bien bañado y cruzado de piernas, discretamente afeminado mientras espera que en la iglesia, llegue la hora en que dan de comer. Afuera me encuentro con un muchacho portugués que en Estados Unidos se casó con una acapulqueña. Todo mi restorán está destrozado, dice. En el Copacabana, comenta un paramédico, encontraron once cuerpos muertos junto a uno que está bien pero no recuerda nada, está arriba, en la oficina, hay que averiguar quién es. Somos del DIF, venimos a ofrecer a los niños algo con qué jugar. Necesito insulina, hay un hombre que aún está atrapado en los escombros de aquel hotel, una mujer limpia a su niño delante de todos, a nadie le importa un carajo el pudor y la limpieza. Esto ya ardió; Acapulco ya fue.

     —¿Puedes pedir a los guardias civiles que nos den un poco de agua para el albergue y también un poco de gas? —. Le digo que sí al párroco y me sumerjo en el gentío para ver al jefe de la Guardia Civil. Como digo que vengo de parte de la parroquia, el capitán asume que sigo en la Iglesia, tal vez así sea. Grita:

     —¿Sabes lo que va a pasar si les quito una gota de agua a la gente que está aquí afuera?

     —Si, oficial —respondí—, pero a mí solo me mandaron a preguntar.

     —Pues entonces dígale que va a pasar lo mismo que ayer que casi me linchan.

Ayer jalonearon y casi linchan al jefe de la guardia civil porque trató de destinar dos garrafones a la gente de los albergues, está aterrado, aunque no quiere que sus hombres lo noten. Unos metros más allá la gente sigue saqueando. Una mujer dice:

     —Si ya no hay agua, tendremos que tomar cerveza.

Pero ya no hay cerveza, en las tiendas hay pintas que dicen que ya regalamos todo, que por favor comprendan, que gracias. Porque viene la maña, los chicos malos ya bajaron del cerro y se han puesto a beber, unos llegan con picos de hierro y rompen ventanas solo por gusto, porque adentro no hay nada. Golpean con rocas los parabrisas de los coches, solo por gusto y —tal vez— resentimiento.

La guardia civil ya comenzó a detener, dicen que viene otro huracán, que asaltan allá, que mataron allá, que los narcos regalan pan. El canadiense se tomó veinticinco cervezas y salió a las cuatro de la mañana a mentarle madres al huracán. No ha aparecido. Murieron todos los que cuidaban los yates. Pero sus patrones ya tienen luz. Hay salidas gratis de Chilpancingo hacia la Ciudad de México, pero ¿cómo llegamos a Chilpancingo? No sé. Hay vuelos, pero no hay aeropuerto. ¿Cómo así? No entiendo nada. Necesitamos comprar gasolina. En Iguala están vendiéndola al triple de precio; vienen a comprarla aquí y se la llevan allá. Todo es en cash. Esto no es nada, yo viví el terremoto de 1985 en el DF. Pues yo, el 11 de septiembre en Nueva York. ¿Cómo que no es nada? ¿Sabes la cantidad de niños que se llevó el huracán? Dicen que los seguros no van a pagar; no, que los dueños son los que dijeron, mejor abran las puertas para que podamos pedir al seguro pérdida total, pero el restorán aquel no está asegurado. Se oyen gritos de gente que busca a sus familiares. ¿Qué habrá sido del muchacho que me vendió el pan y me dijo, ahora sí cuídese porque va a llover?

II

El miércoles a las siete de la mañana, el departamento de mi madre estaba completamente arruinado, conseguí salir con ella empujando la puerta del baño de visitas y al hacerlo, este golpeó el piano. No tengo idea de cómo trabajan las fuerzas naturales, pero el instrumento estaba relativamente bien, sin embargo las teclas habían sido arrancadas, como si alguien muy meticuloso se hubiese dedicado a torturarlo. Tecla negra y tecla blanca. Así. Un mueble espantoso que dejó aquí mi hermana cortó de lado a lado la mesa del comedor. Como es triangular, supongo que con la fuerza del huracán se transformó en una suerte de cuchillo que cortó la madera como si fuera queso. Los plafones se desgajaron y en las paredes había una suerte de vómito verde amarillo. Supe más tarde que era la tela en el interior de la tablarroca. Con el agua se formó una sustancia mocosa. Como en El Exorcista. Echo un ojo a la alberca de mi madre, todo son escombros. Ahí están las obras del pintor que recientemente decidió volverse figurativo. Deslavado el pastel y la acuarela lo han vuelto abstracto. No sabemos dónde están él y su hija ni el chico que vive con ellos, Isaac. Hubo un tiempo en que fue pareja de mi hermano. Ambos están contagiados de VIH. Mi madre y yo comenzamos a descender hacia la casa de Víctor. Con tres mascotas y mi madre de ochenta y seis años, hicimos un trayecto que se hace en diez minutos a pie, en tres horas. Cuando bajábamos por María Bonita le dije a mi madre:

     —Mira.

El sol ha puesto el mar muy azul. La guardia civil está ayudando a formar un camino entre los árboles desgajados, mi madre viene cojeando. Hemos desayunado queso y vino en el trayecto que conduce hasta aquí. Paso a paso, entre cables y coches volteados hay una alfombra de cristales.

     —Qué bonito —dijo mi madre.

A veces es lindo el horror.

Club de yates. Obligados a quedarse durante el huracán, varios empleados fallecieron. (Foto: Félix Márquez | AP)

III

El miércoles a las tres cuarenta de la mañana había conseguido llegar al departamento de mi madre. El guardia está aterrado, me dice, váyase de aquí. Subo las escaleras, han comenzado a volar los cristales, al abrir la puerta principal otras tres puertas giran golpeando.

     —Hijo —dice mi madre— ¿qué haces aquí?

Nos metemos en el baño de visitas.

     —¿Por qué no nos ponemos bajo esta columna?

     —No está temblando, mamá —contesté— es un huracán.

Es idiota decir no lo sabía. Nadie lo sabía, pero me puse a buscar a los gatos cuando mi madre ya estaba en el baño. Había volado el colchón de la recámara principal y, cuando pisé los barrotes de la cama sentí cómo me arrastraba con ella. Me estaba jalando al vacío.

IV

Ya en el baño, con todo y los gatos, pensé en el tiempo en que estuve en el seminario. Francesco, un italiano, era mi mejor amigo. Y me dijo un día que el sufrimiento es lo único que realmente nos une con Dios. Yo pensé estás loco, eres un fanático religioso, pero no sé por qué ahí, encerrado con mi madre y los gatos, ella dormida y ellos aterrados como yo, supe que tenía razón. El sufrimiento es en verdad lo que une a la gente que todo lo tiene con quien nada tiene. Y no es una cuestión de justicia social, el vecino de mi hermano, sabría yo más tarde, se queja de que alguien rayó su BMW. A su apartamento no le pasó nada, pero enfermó del corazón cuando murió su mujer. Y él ha sufrido, de verdad, igual que el guardia civil, que la licenciada del DIF, que el padre A, que toda esa gente que está emborrachándose afuera de la tienda saqueada; igual que los gatos que jadean y mi madre que mira su departamento desecho, con todas las cosas que hace una semana me preguntó, ¿qué vas a hacer con ellas cuando me muera? El sufrimiento es igual, tanto si pensamos que es estúpida la existencia y que todo es casualidad como si creemos en Dios. Tanto si corremos tratando de atrapar un gato y salimos volando por un ventanal como si salimos a saquear y robamos una botella de siete mil pesos. Todos nos llenamos de vidrio y enloquecimos como los animales cuando, amarrados de una pata, se van para el matadero. Y tal vez uno puede ponerse bravo y tomar veinticinco cervezas para salir, como el canadiense, a mentar madres a la naturaleza, pero uno por dentro está sufriendo igual y se une con todos, con el guardia civil y el moribundo con el hombre que en el refugio murmura a su mujer ¿qué voy a hacer sin ti? Todos tenemos miedo a morir y estamos unidos por el viento de este huracán.

AQ

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