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Escuchar con los ojos al siglo XX

Reseña

Alberto Blanco logra en ‘Música de cámara instantánea’ reunir dos lenguajes que alguna vez estuvieron unidos. La música es poesía sin palabras. La poesía es la música que no debemos olvidar.

Eduardo Rosales
Ciudad de México /

Muchas veces vemos que la poesía —sobre todo la poesía escrita en la modernidad y hasta la mañana de este siglo— ha sido una invitación constante a desplegar la mirada, a ver el mundo y las cosas de este mundo desde todos los ángulos posibles. Sea de manera realista, idealista, surrealista o negándolo, desde un nihilismo que le da la espalda, el poeta ve al mundo y da una imagen de él: lo retrata, lo reta o lo imagina. Todas estas operaciones, sin duda siempre valiosas, pertenecen al reino de la mirada. Sin embargo, aun cuando la poesía es el reino de lo posible, es poco frecuente encontrarse con una poesía que nos proponga, sin apelar a la mirada, un vaso comunicante a través de los otros cuatro sentidos. Por una suerte de cómodo absolutismo los demás sentidos, de alguna forma, se han subordinado a uno, y, así, mirar el mundo significa también paladearlo, olerlo, tocarlo y escucharlo: percibirlo de manera erróneamente homogénea.

Y es que, aunque sea una obviedad insistente, habrá que señalarlo todas las veces que sea necesario: hay una verdadera hegemonía de la mirada. Este mundo y esta realidad privan en distintas medidas a los otros sentidos, colocando en el centro de la experiencia todo aquello que pueda digerir el ojo humano, su capacidad de visión. El campo de acción del olfato, el tacto, el gusto y la audición suelen ser francamente limitados. Al menos dentro de la llamada experiencia poética. Todo o casi todo interpela para ser visto, para ser recibido por uno solo de los cinco sentidos. Y esto, sin duda alguna, tiene que representar una limitación profunda tanto a la sensibilidad como a la inteligencia. ¿En qué momento decidimos o preferimos instaurar un trono en el centro de la pupila?

Cierto: en la —digámoslo así— Gran Poesía asistimos a la evidencia en la cual se crea una amalgama de los sentidos; atestiguamos cómo trabajan juntos los sentidos, en distintas proporciones, para dar coordenadas de alguna realidad percibida por o durante la experiencia poética y de esta manera comunicar esa experiencia, por decir lo más; sugerir la existencia de otros mundos. Pero la Gran Poesía no siempre ocurre. O, tal vez, no siempre estamos en el momento y en el lugar exactos para que (nos) ocurra. Y no estoy hablando ni siquiera de la misteriosa tarea de escribirla sino de algo que suele considerarse —también erróneamente— más trivial y de menor esfuerzo y que, sin embargo, precisa de una condensación vital tremenda: leerla. Basta girar el caleidoscopio de los sentidos, ubicarse en uno solo que no sea el de la mirada, para hallar que cada uno promete incursiones a universos totalmente distintos, insólitos y autosuficientes. Pero, ¿dónde está esa poesía que, leyéndola, sugiere perfumes, sabores, texturas y, sobre todo, música? O que busca que vayamos a buscar el mundo oliéndolo, paladeándolo, tocándolo y escuchándolo.

Por lo que toca a la dimensión auditiva, pienso en un poeta como Alberto Blanco (México, 1951), que ha escrito una obra inspirada casi siempre en series temáticas. Por cada tema un libro que lo atiende. El libro de las piedras, El libro de las plantas, Medio cine, La raíz cuadrada del cielo (poemas que dialogan con la ciencia), La parábola de Cromos (poemas que dialogan con artes visuales), El libro de los animales y una larga lista de poemarios con un eje de fondo unitario pero siempre bajo un tratamiento formal ecléctico y muy creativo. Y es aquí donde se ubica un libro como Música de cámara instantánea (México, Conaculta, 2005), publicado en los Cuadernos de Pauta por Mario Lavistadonde desde el título se sugiere ya que habremos de tratar con un intercambio en las posibilidades de los lenguajes.

A propósito de esto último, con frecuencia se pierde de vista que las artes, de manera general, son, antes que otra cosa, lenguajes. Lenguajes únicos que a través de materiales casi siempre únicos forman y conforman experiencias únicas y universales en la medida de sus alcances. La poesía está hecha de palabras, sí, pero, ¿qué es una palabra? La música está hecha de sonido, sí, pero, ¿qué es el sonido? Y si preguntarse por la naturaleza de uno solo de los materiales presenta en sí mismo un problema tremendo de definición, no entremos ya en la pregunta de qué es un lenguaje. Pensemos, nada más, en lo difícil que es conocer el lenguaje propiamente poético, su ADN, y, con este conocimiento de causa intentar escribir eso que llaman “un buen poema”; y pensemos en lo difícil que es hablar del intrincado e inextricable lenguaje musical o, si mejor se quiere, sonoro. Ahora, pensemos en lo todavía más difícil que es tender un puente entre ambos lenguajes y transmitir información hermosa e inteligente de un lado hacia el otro, es decir, desde la poesía hacia la música en un camino de ida y vuelta. En otras palabras: hacer que la poesía —sin dejar de ser poesía— traiga a cuento la música y hacer que la música —escuchándola como lo que es— arroje su luz a la poesía. No creo exagerar si digo que Alberto Blanco lo consigue de manera admirable.

En Música de cámara instantánea hay por cada poema un diálogo que casi invariablemente precisa de un requisito: escuchar. Y, más allá de esto, escuchar música. Pero, todavía un poco más allá, escuchar la música contemporánea del siglo XX. Y, ¿qué es esto de la música contemporánea del siglo XX? Bien, estrictamente es toda esa música heredera de la tradición musical europea (Bach, Domenico Scarlatti, Purcell, Beethoven, Tchaikovski, Grieg, Berlioz) que en el ocaso del XIX y durante casi todo el horror del XX, conforme la jerarquía de la vida política y social de Occidente se fue resquebrajando y cambiando ante y por la realidad de la guerra, en buena medida, trazó mapas sonoros de los nuevos panoramas de la democracia, los avances tecnológicos y los descubrimientos científicos, la masificación, la visibilidad de otras culturas, otras sensibilidades y otros credos, nuevos paisajes y nuevas ideas que poco a poco fueron delineando el rostro de ese siglo inexacto y prodigioso. Y entonces aparecieron músicos y compositores obsesionados con el vuelo de los aviones, como Claude Debussy; enamorados del paisaje intocado por la guerra, como Jean Sibelius; interesados por la música de su país profundo, la llamada música popular o folclórica, como Béla Bartók; impulsados a encontrar nuevos caminos y a derribar el orden sonoro, la jerarquía musical, como Arnold Schoenberg y sus alumnos Anton Webern y Alban Berg; motivados a experimentar con las dimensiones entrecruzadas del espacio y el tiempo como Charles Ives; transformados por las mediciones y la aceleración del paso del tiempo, como Igor Stravkinski; fustigados por regímenes dictatoriales como Dmitri Shostakovich y Sergei Prokofiev y obligados a crear dimensiones subliminales en su música; o celebrados por el capitalismo y sus ligerezas sociales como George Gershwin y Aaron Copland; emocionados por la ciencia y sus revelaciones como György Ligeti y Iannis Xennakis; movidos por crisis religiosas como Arvo Pärt y Henry Gorecki, o por hallazgos del budismo con John Cage y los minimalismos de Steve Reich y Philip Glass y un largo etcétera de nuevos horizontes musicales. Con cada uno de estos compositores Alberto Blanco crea una conversación en donde el poema es reflejo, referencia, recreación, pero, sobre todo, creación en sí misma que, apelando a la música, se hace más poesía.

Uno de los poemas que más admiro en Música de cámara instantánea tiene que ver con el que está dedicado, o más bien, el que parte de la música del compositor húngaro György Ligeti. Lleva por título “Nueva teoría del caos” y dice lo siguiente:

Dice Rilke
en la primera de sus Elegías del Duino
que la belleza
no es más que el comienzo
de lo terrible que todavía podemos soportar
Siguiendo esta definición
podríamos decir
que el orden
no es más que el comienzo
del caos que todavía alcanzamos a comprender

Lo terrible es la belleza
que no podemos soportar

El caos no es sino el orden
que no logramos comprender

El poema es un universo cerrado, completo. Su efectividad es total y contundente. Es, como decimos, un poema redondo. Y, en otra circunstancia, no necesitaría más. Sin embargo, cuando nos pican la curiosidad —y esto es lo que debería ocurrir todo el tiempo en un libro como este— nos vemos invitados no solo a buscar ese poema tutelar de Rilke, las Elegías del Duino, sino a escuchar la música de György Ligeti y, cuando lo hacemos, descubrir que este compositor estuvo profundamente afectado por las ideas que sugirieron los estudios de la física relativos a la teoría de cuerdas y el descubrimiento de la expansión métrica del universo y que, como Alberto Blanco, intentando una traducción de lenguajes, llevó varias de las ideas científicas a la creación de sus composiciones musicales. Así, el poema adquiere un eco en el que la idea que lo sustenta proviene, a su vez, de un impulso musical-científico. Y esto lo vuelve doblemente rico.

En otro momento la resonancia es puramente formal y de tono. Como en el poema dedicado a Dmitri Shostakovich, titulado “Cuarteto número ocho” (haciendo alusión a su Cuarteto para cuerdas número 8) donde cada verso de la primera cuarteta empieza con las iniciales D, S, C, H, que no fueron otras más que las mismas iniciales con que el compositor creó un motivo a partir del sistema de notación musical alemán, en donde D corresponde a la nota Re, S corresponde a Mi bemol, C a la nota Do y H a la nota Si. Motivo que, naturalmente, se escucha a lo largo de todo el Cuarteto para cuerdas. El tono del poema es lúgubre, melancólico, fatal y desolador. Como la música de Shostakovich.

El mismo caso formal lo vemos en el poema titulado “X”, que parte de la obra musical del compositor griego Iannis Xenakis, uno de los primeros músicos en incorporar las matemáticas rigurosamente a la creación sonora. El poema, como una especie de haiku, es lo siguiente:

X = Xenakis
Y = Yannis
Z = Zen X

La complejidad se despliega de manera hermosa y sutil como si se tratara de una ecuación matemática que suena (tal como la vieja premisa de Leibniz), en la que se despeja una incógnita para dar un resultado fonético de cinco sílabas por verso. Muestra maravillosa de que la poesía también ocurre en estos instantes de suma racionalidad.

Por último, hay poemas en donde la resonancia o el homenaje se dibuja sobre la página como un cáliz y sobre el silencio de la meditación. El poema “Fratres”, dedicado al compositor estonio Arvo Pärt, creador de una obra singularísima de inspiración religiosa —católica—, y que forma parte del movimiento llamado “minimalismo sacro”, carga con su dosis de una música silenciosa, antigua y que redime:

Rey

de la noche

hunde tus clavos

en la carne celeste

para que las luces

del firmamento

nos restituyan

a la forma

original

de ser

un ser

humano

Alberto Blanco logra en Música de cámara instantánea reunir dos lenguajes que alguna vez estuvieron unidos. La música es poesía sin palabras. La poesía es la música que no debemos olvidar.

AQ

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