Alberto Lomnitz: “Una obra perdura cuando revela algo profundo”

Doble filo

El director y dramaturgo, quien participa como actor en la controvertida obra Indecente, de Paula Vogel, juega ping pong con Laberinto.

Alberto Lomnitz, director de teatro. (Foto: Ariel Ojeda | MILENIO)
Fernando Figueroa
Ciudad de México /

Integrante de una familia de científicos, Alberto Lomnitz nació en Chile y desde niño llegó a México. Cursó la carrera de Investigación Biomédica Básica en la UNAM (medalla Gabino Barreda) y después viró hacia las tablas. Estudió actuación, dirección e improvisación en Nueva York; teatro para sordos en Connecticut y una maestría en Comunicación y Teatro en Chicago.

En los noventa creó en México la compañía Seña y Verbo: Teatro para Sordos, de la cual fue director durante dos décadas. Ha sido codirector de la Compañía de Teatro de la Universidad Veracruzana y titular de la Compañía Nacional de Teatro y de la Coordinación Nacional de Teatro. Actualmente es coordinador del Programa de Inclusión Social, Diversidad e Igualdad del INBAL.

En su faceta de actor, con buena presencia escénica, interpreta varios papeles en la estupenda obra Indecente (2015), de Paula Vogel, que se presenta en el Teatro Helénico bajo la dirección de Cristian Magaloni.

Teatro dentro del teatro, Indecente habla de las peripecias en torno a la obra El dios de la venganza (1906), de Sholem Asch, que fue censurada en Europa y Estados Unidos por su contenido crítico del judaísmo y por mostrar una singular relación lésbica.

Indecente le parece a Alberto Lomnitz “una obra conmovedora, contada con humor y con música bellísima”. También le resulta sorprendente que El dios de la venganza haya abordado de una manera tan abierta el amor entre dos mujeres en 1906.

Luego de una emocionante función de Indecente, Lomnitz jugó ping-pong con Laberinto.

—¿Qué es el teatro?

La representación de relaciones interpersonales.

—¿Cuál es la razón principal por la que perdura una obra?

Cuando revela algo profundo de la naturaleza humana.

—¿Shakespeare ya lo dijo todo?

Es una bonita frase, pero no es cierta.

—Una obra de él.

Noche de epifanía.

—La primera obra que lo marcó como espectador.

Equus.

—Su momento más feliz como profesional en el teatro.

Parado entre cajas, vestido de Quijote en el Teatro Insurgentes, oyendo la obertura y listo para salir a escena en El hombre de La Mancha.

—Si supiera que sólo le queda tiempo para un proyecto teatral como actor y director, ¿qué haría?

Rey Lear.

—Un personaje femenino que le gustaría interpretar actoralmente.

Estoy muy barbón y ya no tengo la edad, pero que sea Hedda Gabler.

—¿Qué le dejó Manolo Fábregas al teatro?

Además de ser un gran artista, creó un público fiel.

—¿A qué se parece hacer un monólogo?

Es como construir una catedral a una sola mano.

—¿El traductor es un traidor?

No. Yo diría que es un coautor.

—Del 1 al 10, ¿cómo están su inglés, español y yiddish?

Creo que diez en inglés y español, pero en yiddish apenas uno o quizás menos. Conozco algunas groserías y alguna que otra palabra más.

—Un dramaturgo extranjero.

Friedrich Dürrenmatt.

—Y uno mexicano.

LEGOM.

—Emilio Carballido o Hugo Argüelles.

Carballido. Creo que hace falta redescubrirlo. Luego de que él murió, monté Rosalba y los llaveros, que es magnífica.

—Una ópera.

Carmen.

—Usted es funcionario público, actor, director, dramaturgo, productor y maestro. ¿Vende mole los domingos?

No, pero me gusta el diseño de iluminación.

—¿Qué faceta es la que más goza?

Actualmente, la actuación.

—¿Actuar es un acto de humildad para quien también es director?

En cualquier caso, actuar es una renuncia y entrega al ego. Algo paradójico.

—Un trabajo como actor en televisión que lo enorgullezca.

Trabajé en una serie que todavía no se estrena y que, tentativamente, se llama El repatriado. Ahí hago el papel de un hombre sordo.

—¿Qué le ha aprendido a los sordos?

Varias cosas, pero la más importante: el lenguaje de señas, que es un gran tesoro.

—Dos libros en una isla desierta.

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks. Impro, de Keith Johnstone.

—¿Bob Dylan merecía el Nobel?

Absolutamente… sí.

—Ingmar Bergman o Woody Allen.

Es difícil, pero me inclino por Woody Allen porque él pudo imitar a Bergman en Interiores y no sucedió nada parecido al revés (ríe).

—Su mayor temor.

La violencia física: golpes, balazos.

—¿Qué es la felicidad?

El disfrute de la vida.

—La mejor lección que le dejó su mamá (Larissa Adler, antropóloga social).

Eso mismo. Viajamos mucho y siempre nos decía: “¡gocen, niños, gocen!”.

—¿Y su papá (Cinna Lomnitz, geofísico)?

También el goce, pero del conocimiento.

—Dos libros de su hermano Claudio.

Idea de la muerte en México y Nuestra América. Utopía y persistencia de una familia judía.

—¿Qué aprendió en Chicago?

Que el teatro se basa en la representación de símbolos en escena.

—Un día de reventón allá.

Un picnic en el parque Grant, oyendo un concierto de rock, tomando vino y fumando mota.

—A partir de sus investigaciones como biólogo, quisiera preguntarle si me puedo morir por comer pan con moho neuroespora crassa.

No. Seguramente ya lo comiste sin darte cuenta.

—Su epitafio.

“Aquí yacerá un hombre que no ha muerto aún”.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.