Al escritor peruano Alonso Cueto (Lima, 1954) siempre le ha interesado la novela policiaca, la luz que lanza sobre las zonas más oscuras de la naturaleza humana, por lo que reconoce que, de algún modo, en muchas de sus novelas que cuentan la historia de Perú, el subgénero ha estado siempre ahí.
“A veces escribimos sobre asuntos que no sabíamos que nos atormentaban”, confiesa el narrador.
El Fondo de Cultura Económica acaba de reeditar Deseo de noche a tres décadas de su publicación en 1993, una novela corta que sigue acompañando a Cueto y cuyos personajes sigue sin entender, con un protagonista anodino que da un salto en su vida para ayudar a una desconocida a ocultar un asesinato.
“Hay algo de criminales y detectives en todos nosotros”, afirma el premio Herralde 2005 por La hora azul y autor de la columna “La guarida del viento” en Laberinto, en entrevista desde Lima, en la que repasa su obra y la historia de su país, hoy en crisis tras la destitución de Pedro Castillo de la presidencia, una historia de la que Cueto se ha apropiado de varios protagonistas, como Vladimiro Montesinos o Alberto Fujimori, pero también Francisca Pizarro, la hija mestiza del conquistador, que da vida a su más reciente novela terminada y que el autor de Grandes miradas espera esté en librerías para abril, cuando vuelva a México para participar en la Cátedra Mario Vargas Llosa en Guadalajara.
Hijo de educadores, su padre incluso fue ministro de Educación, Cueto apuesta por la educación, no por la política, como solución posible para erradicar problemas en países divididos de Latinoamérica.
—Deseo de noche cumple 30 años. ¿Por qué este relato sigue acompañándolo?
Esta historia tiene como protagonista a un personaje oscuro, gris, que está a punto de resignarse y asumir la rutina como una forma natural de vida y que pertenece al grupo de los solitarios, de los temerosos, una de esas personas que tienen una relación de temor con el mundo y que al mismo tiempo se cuestionan esa vocación de la soledad. La pregunta de la novela tiene que ver con los dilemas que todos podemos tener en nuestras vidas: si estamos dispuestos a dar un salto, a arriesgarnos, a salirnos a nuestra vida cotidiana o si estamos demasiado aferrados a esas cadenas de las que después nos quejamos pero que nos protegen. Una novela siempre tiene que hacerse preguntas desde el inicio que tienen que ver con la posibilidad de dar un salto hacia una nueva entidad, una nueva realización de nuestro ser oculto, o de mantenernos, de aferrarnos a las cadenas que detestamos pero que al mismo tiempo amamos. Y esa es la pregunta que se hace Julián en el comienzo de Deseo de noche. El título tiene que ver un poco con eso: ¿vas a dar un salto a la oscuridad, hacia el abismo, de acuerdo con tu deseo? Y él va a aceptar ayudar a esta mujer, muy atractiva pero también desconocida, a encubrir las huellas del crimen que ella en apariencia acaba de cometer.
—Como el protagonista de este relato, Julián, usted empezó escribiendo libros policiacos, pero después da un salto al abismo que es la historia de Perú. ¿Julián es su alter ego?
Exacto. Siempre me ha interesado la novela policial. Me parece un género muy antiguo; de cierta manera, la tragedia griega asume muchas veces el rol de una novela policial porque tiene que ver mucho con el cumplimiento de la ley y con la transgresión. Por ejemplo, Edipo rey es la derivación de la realización de una novela policial: Edipo quiere buscar quién es el autor de los crímenes que han estado ocurriendo y esa es la historia en la cual Sófocles hace que el detective, que es Edipo, resulte también el criminal. Me parece que es un género que tiene que ver con la manera de ser de los latinoamericanos, todos en realidad vivimos transgrediendo normas desde que nuestros padres nos ponen o no unas normas. En cierto modo, la primera historia de la Biblia, Adán y Eva, es una historia policial: les ponen una ley y ellos la incumplen y se vuelven unos criminales y unos forajidos. Pero, al mismo tiempo, creo que este esquema de la novela policial siempre me ha acompañado, incluso en novelas como La hora azul, que escribí varios años después de Deseo de noche, se mantiene la idea de una pesquisa, de una búsqueda, de alguien que ha desaparecido y que alguien lo está buscando. El esquema de la novela policial como búsqueda de la verdad, de alguien desconocido, se mantiene.
—Ese leit motiv aparece también en Grandes miradas, con Gabriela, que busca la verdad y la justicia. ¿Cómo dio el salto de una novela como Deseo de noche a involucrarse con la historia real de Perú, que parece historia policial, criminal, con Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos como personajes en Grandes miradas, o con Sendero Luminoso en La hora azul?
Sí, es una historia policial, realmente sí. El gran tema es eso: la ley, la búsqueda de la justicia. Todo eso tiene que ver con quiénes somos como sociedad ¿Somos capaces de cumplir con la ley o estamos condenados a vivir al margen de la ley? Y eso se extiende porque, en el fondo, el personaje de Grandes miradas, Gabriela, toma en sus manos la justicia y se vuelve una vengadora, se convierte en una detective y a la vez en una ejecutora de una ley, que es la ley de la venganza, que para ella es la justicia. Sí, es verdad, el tema de Grandes miradas también se puede analizar desde la perspectiva policial. Todos cometemos crímenes y, al mismo tiempo, todos queremos castigar los crímenes, hay algo de criminales y de detectives en todos nosotros.
—En La hora azul, en Grandes miradas y aun en La pasajera, los personajes son reconocibles en la historia de Perú. Pero, la frase de Flaubert de “Madame Bovary soy yo” me parece que no se le puede aplicar a usted en este caso con Fujimori y Montesinos, como autor de sus personajes. ¿Cómo puede usted hacer protagonistas de sus novelas a personajes como estos, literalmente?
En realidad, me identifico más en Grandes miradas con Gabriela, con el deseo de hacer justicia; ya que el sistema no me da justicia, yo tengo que hacer justicia. Y a la par me siento asombrado de la capacidad para el mal que tenía una figura como Vladimiro Montesinos, y al mismo tiempo creo que hay una banalidad en el personaje, en Montesinos, en sus cursiladas, en sus cartas, en sus mujeres, en sus frases, en su manera de ser, hay una banalidad, un poco lo que hablaba Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. Montesinos es un ser bastante primario, primitivo; sin embargo, con una enorme capacidad de hacer el mal. Él, cuando era niño, soñaba que el mundo era una manzana y que él se la comía, la tenía en sus sueños. Me parece que lo que hay que ver en el personaje es esa vocación por la grandeza dentro de una persona banal, cotidiana, despreciable. Y esa contradicción es curiosa. Yo me fui a todos los sitios posibles donde él había estado, leí muchas biografías sobre su vida. Y llegué siempre a la misma conclusión. Una de las preguntas que yo me hice con Grandes miradas es qué cosa es lo que más mueve las pasiones humanas, si es el poder o es el dinero. Y creo que el incentivo más profundo de la naturaleza humana es el ansia de poder. El dinero es un dato dentro de ese sueño de tener poder. El sueño del poder es eso: un sueño absoluto para una persona, el placer de mandar, de ser el centro del universo, aunque sea de un modo secreto. Eso es lo que me han enseñado los personajes de mis novelas a lo largo de los años, y Montesinos es uno de los ejemplos más claros.
—Retomo esta pregunta que usted se hizo para esta novela, o la parafraseo: ¿Qué mueve a un escritor entonces? ¿Cuál es su mayor incentivo para escribir?
Lo que motiva a un escritor de un personaje son sus contradicciones, su capacidad de negar su identidad. Te pongo un ejemplo: Julián, el personaje de Deseo de noche, es un ser anodino que, sin embargo, decide ayudar a Laura. Otro: Gabriela, en Grandes miradas, es una maestra de escuela, que tiene una visión muy optimista del futuro, pero que cuando matan a su novio (el juez incorruptible Guido Pazos), cambia totalmente y se vuelve en una sanguinaria vengadora. A mí lo que me interesa son los personajes contradictorios, capaces de ser quienes son y a la vez contradecir lo que son. Son capaces de abrazar causas y modos de ser opuestos a los suyos. No me interesan los personajes unidimensionales, sino los multidimensionales, contradictorios, llenos de contrastes, de contradicciones, porque me parecen los más interesantes con los que uno puede convivir, un escritor necesita convivir con los personajes durante muchos años, y hay que convivir con gente interesante, que son contradictorios; las personas con una sola dimensión no son interesantes. Uno tiene que amar a sus personajes y, para amarlos, necesita sentirse atraído por su misterio.
—En Deseo de noche, la mamá de Julián en algún momento define a Laura como la maldad, pero hay una dimensión muy distinta entre la maldad de este personaje con la del padre de Adrián Ormache en La hora azul o El coronel y Arturo en La pasajera, o Montesinos y Fujimori en Grandes miradas, por ejemplo. ¿Qué lo seduce a usted del mal, de la maldad?
La capacidad de descubrir capas ocultas en cada uno. Vivimos reprimiendo el mal que tenemos dentro de nosotros, ocultamos el mal que está en nuestra naturaleza. Pero hay circunstancias, episodios, eventos en nuestras vidas, que despiertan esas zonas oscuras y que hacen que nos revelemos en el mal, en las zonas más malignas que habíamos postergado o reprimido. Y esto es lo que hace la literatura: una exploración de cómo esas zonas oscuras, reprimidas, misteriosas de nosotros, generalmente malignas, pueden salir a la superficie y revelar la plenitud y la dimensión de lo que somos. Eso es lo busco con mis personajes, pero al mismo tiempo también busco la idea —y es algo que me atormenta desde hace tiempo—, de que los personajes que me interesan tienen un instinto por vivir. Más allá de catecismos, ideologías, consignas, reglas, condiciones, creencias, hay un instinto natural por seguir con sus vidas, en medio de las desgracias que los rodean. Y no lo hacen por fe en una ley o una ideología o religión, sino por un instinto natural. Y eso es lo que más me asombra de los humanos, en un país que ha sufrido tanto como el nuestro, tener la capacidad de poder continuar, de seguir adelante.
—Cuando escribió estos libros, poco después de la caída del fujimorismo, ¿vislumbraba lo que está ocurriendo ahora en Perú, toda esta cadena de problemas políticos y sociales, con 10 presidentes en tan poco tiempo, con la actual crisis desatada por Pedro Castillo, toda esta situación terrible de corrupción no sólo en Perú, sino en toda América Latina? ¿O qué esperaba cuando escribió estas novelas en las que revisó el pasado inmediato de abusos en el fujimorismo?
Me parece muy interesante tu pregunta. Las sociedades divididas por factores éticos, culturales, lingüísticos producen escenarios políticos también divididos; las sociedades donde hay divisiones, racismo, discriminación producen sociedades fragmentadas, desintegradas, y en estas es más fácil que aparezcan caudillos, extremistas, populistas. Y eso es lo que hemos estado viendo en los últimos años, porque buena parte —tal vez no toda— de la historia de Perú se divide en dos etapas, que son gobiernos autoritarios largos y gobiernos caóticos cortos, con excepciones. Y con frecuencia, salvo excepciones, no hemos logrado salir de esa dicotomía, son gobiernos autoritarios largos o caóticos cortos, y ambos expresan las falencias de nuestra sociedad, de nuestra cultura. Por otro lado, tenemos una gran cultura. México y Perú tienen una cultura extraordinariamente diversa, rica. Creo que la salida para Perú y para cualquier país de América Latina es buscar un proyecto nacional, pero que tenga raíces sociales y culturales integradas, que asuma las divergencias y diferencias, y que se exprese eso en un líder que represente a todas las partes. Es algo muy difícil de lograr, pero uno no pierde las esperanzas. Ante estas situaciones recientes, pues uno solo tiene que reafirmarse. La solución no es política, la solución tiene que ser cultural, social, de integración. Y el motor de ese cambio tiene que ser la educación. Si eso no funciona, vamos a seguir viviendo estas turbulencias, que son producto de las diferencias.
—¿Cómo analiza la actual situación de Perú, después de la destitución de Pedro Castillo, que trascendió a países como México, para crear incluso una crisis diplomática entre ambas naciones?
Pedro Castillo intentó un golpe de Estado. Hizo cerrar no solo el Congreso sino el Tribunal Constitucional, el Ministerio Público. Y eso es un acto delictivo. Merecía ser bajado, en mi opinión. Merece el castigo. Y lo que correspondía, de acuerdo con la ley, es que asumiera la vicepresidenta (Dina Boluarte). Que en el camino ha habido cosas terribles, como las muertes, eso es algo espantoso que habrá que investigar, pero lo fundamental es que el expresidente Castillo dio un intento de golpe de Estado y fue bajado de una manera correcta por el Congreso. Si no hubiera hecho eso quizás no habría merecido ese voto de vacancia. Todo lo demás tiene que ver más con la afinidad ideológica, que con el estado de derecho.
—¿Ve alguna salida para Perú? ¿Ve la posibilidad de cambios positivos en América Latina? ¿O ve el futuro con pesimismo?
Siempre he sido un optimista y lo seguiré siendo. Pero tenemos que darnos cuenta que la educación es el único camino hacia el futuro, no hay otro camino. Necesitamos programas agresivos de educación, de conciencia de la pertenencia a un país, adquisición de conocimientos científicos, técnicos y culturales masivos. Lo que pasa es que la educación no da réditos políticos inmediatos; a un gobierno le da más subir sueldos indiscriminadamente que hacer un programa de educación; subir sueldos a lo mejor le da más votos, mientras que en el tema educativo va a ver sus frutos dentro de muchos años. El culto por la inmediatez, por la gratificación pronta, es uno de los grandes males del caudillismo latinoamericano, y creo que lo seguiremos sufriendo. Pero uno no puede dejar de ser optimista porque creo también que hay algunas reservas. Por ejemplo, durante la pandemia, muchos niños del altiplano aquí, incluso en (el departamento de) Puno, caminaban durante varias horas a lo alto de un cerro para poder recibir las señales en sus teléfonos y asistir a clases, o sea: hay un intento por salir adelante y por progresar, y es ese intento que está presente en las poblaciones de nuestro país.
—¿Sobre qué personaje político e histórico de América Latina le gustaría escribir ahora?
He terminado una novela muy larga sobre Francisca Pizarro, la hija de Francisco Pizarro. Es la primera mestiza de Perú, no es la primera de Latinoamérica porque el hijo de Hernán Cortés fue anterior. Francisca nace en el año 1534. Cuando el último inca Atahualpa es tomado preso por los españoles, le ofrece a Pizarro su hermana, la trae desde Cusco a Cajamarca, y Francisco Pizarro tiene una relación con ella y nace Francisca Pizarro, quien tiene una vida extraordinariamente agitada, turbulenta, ve cómo asesinan a su padre, en 1541, en Lima, y ella tiene que huir, va a Ecuador, regresa, la mandan a los 16 años a España, en 1550, para que se case con su tío Hernando, el hermano de su padre; vive en la cárcel con él... En fin, hay una cantidad inmensa de aventuras y desventuras que ella protagoniza, pero siempre con una enorme templanza, con una enorme fuerza. Yo me quedé muy prendado de este personaje desde que lo conocí, y he dedicado varios años a esta novela, que va a salir probablemente en abril o mayo, y que se llama Francisca. Princesa del Perú.
—En todos sus libros, las mujeres tienen roles muy fuertes, fundamentales, son quienes llevan el peso de la acción.
Yo también me doy cuenta de eso. Tal vez tenga que ver con la admiración que tuve siempre a mi madre, porque fue una figura muy importante. Cuando yo tenía 14 años y murió mi padre (Carlos Cueto Fernandini), mi madre (Lilly Caballero Elbers) fue una figura fundamental para todos nosotros. A veces me pregunto si tiene que ver con eso, a veces escribimos sobre asuntos que no sabíamos que nos atormentaban, que nos obsesionaban.
AQ