Su nombre es Tadeo y solía mandarse regalos a sí mismo. Se mandaba regalos envueltos en papel dorado y, ante el asombro de todos sus vecinos que no se explicaban cómo, él recibía en la puerta de su modesto domicilio, cada semana, un montón de cajas de regalo que les quedaban excesivamente grandes a las cosas que llevaban dentro. Una mañana decidió superarse a sí mismo y enviarse algo vivo. El ser vivo llegó muerto o murió en la espera. Y es que Tadeo trabajaba la mayor parte del día, pero a veces sus jefes, hombres de pestañas blancas, le pedían ser para el trabajo, lo que significaba trabajar horas extras sin salario. Para eso se le había entrenado con dinámicos videos y audios sobre EL DEBER Y EL SERVICIO. Para eso se le insistía en lo amable y generosa que había sido la empresa en contratar a alguien como él, de ese color, de esa estatura, con esas tristes características.
Tadeo encontró a su ser vivo ya agonizante y ni con toda el agua tibia de la bañera logró salvarlo de esa terrible hipotermia. Hay que decirlo: Tadeo vivía en un país gélido a pocos metros sobre el nivel del mar, lo que quiere decir que el agua salada que lograba evaporarse se congelaba en el aire, abatiendo a todos con un viento helado. La gente no podía mirarse a los ojos, porque el frío hacía salir sus lágrimas y las lágrimas congeladas empañaban todo lo que veían.
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Tadeo no estaba satisfecho. Tadeo decidió enviarse a sí mismo por correo para superarse. Había leído, o alguien le había contado, la vieja y maravillosa historia de una mujer cubana que intentando salir de su país se lanzó por mensajería, reducida por las paredes de una caja, en posición de defecar y silenciosa para no ser descubierta. La mujer llegó a otro país, casi sana y casi salva, aunque víctima de terribles calambres. Tadeo se imaginó que esa caja debía oler a mierda, a orines, pensó en la dificultad de mantener durante horas la misma postura, pero igual llevó a cabo su plan y eligiendo un contenedor lo más cómodo posible, se metió dentro. Había contratado a un hombre para que lo forrara de papel dorado. Lo descubrió en el baño de una biblioteca mientras trataba, inútilmente, de encontrarse las venas bajo la luz azul. Esa luz se había implementado en todas las bibliotecas del país y era la manera más discreta para echar a los cada vez más numerosos adictos que entraban ahí para inyectarse un líquido oscuro que les hacía descansar de su miseria. También les habían puesto buzones en los parques dónde depositar las jeringas usadas para que los niños no jugaran con ellas. El hombre le pidió una moneda y a cambio, Tadeo le ofreció un empleo. Cosas así pasan pocas veces en la vida de un yonki.
El hombre que fue contratado para forrar la caja no se explicó nunca ese extraño trabajo, agradeció el pago y no hizo preguntas. No pudo evitar inventarse historias en su cabeza, pero quedó preso de una obligada discreción porque, contra las expectativas, ese extraño trabajo ni siquiera tuvo la calidad para una anécdota.
Tadeo fue enviado por correo. Un carro de recolección pasó por la caja y hacia la tarde, Tadeo llegaba a su propia casa. Fue la caja envuelta de dorado más grande nunca antes vista por los vecinos, que se morían de envidia. Algunos se quedaron expectantes, con el pretexto del paseo de los perros dejaban su vista puesta en la puerta de Tadeo, pero les daba frío o se avergonzaban de sí mismos y terminaban por entrar, buscando algún lugar no empañado en la ventana para mirar de lejos.
¿Quién le hace esos exóticos envíos a este idiota? Se preguntaban.
Tadeo no salió a recibir la caja. La nieve volvió a llenar los huecos desde donde miraban los curiosos. Se aburrieron, se metieron a dormir, fueron a ocupar sus puestos como vigilantes nocturnos a otro lado.
Y entonces qué pasó. Nada. No pasó nada.
Muerto de sed y de frío, Tadeo rompió su propia caja. Por suerte no había nadie mirando. Entró en la casa. Se sentó, tomó aire. Estaba por romper a llorar cuando escuchó ruidos en la cocina y, de pronto, salió Tadeo con dos copas servidas diciendo: bienvenido, te estaba esperando.
Clyo Mendoza.(Oaxaca, 1993)
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