“Mi ángel de la guarda, de mi dulce compañía”. El trapo o la bandera
con el que habla Elena encendida por el alcohol
que escurre entre las hojas de un papel corriente y amarillo que mis manos y mis dedos,
el reflejo del foco, sobre el cristal de mis lentes, acompaña.
¿A quién, a Elena, a mi ángel de la guarda, a la soledad que se derrama en la piscina
de mi cuarto?,
¿el frío —metálico y azul—,
tan lejos de mí, en una cajita de madera
que me ve, acompaña, sin que Elena, mi ángel de la guarda, el camino entre los pinos,
el usurero de abajo, el vagabundo que cruza la calle, se enteren?
En esta habitación tan desprovista, tan solita, como diría de sí mismo Jaroslav Seifert
en un pisito de Praga, en los años ochenta, cuando esto que me rodea
ni siquiera asomaba con su paso de gallina, con sus alas plegadas y su mirada tan hueca,
con su cuerpo blanco y etéreo como una nubecilla en un rayo de luz
que no veo,
pero que aún hoy me es posible imaginar.
ÁSS