Conociste tus primeras noches de libertad a orillas del río. Os bañabais junto al peñón, al atardecer de aquellos veranos de infancia, en aguas que eran puro escalofrío en la piel. Nadabais deprisa, intentando escapar a aquella brida helada. Caía el sol sobre vuestro pelo mojado, sobre las ranas que refrescaban la tripa en los nenúfares y sobre el chirriar de los grillos. En el camino de regreso, las luciérnagas encendían los cañaverales como constelaciones a ras de tierra. Con una diminuta luz viva en el cuenco de la mano, iluminabais vuestros pasos hasta los muros de San Juan de Duero. Llegabais a casa increíblemente tarde, pero nadie os reñía. Sentada en una silla de enea, nimbada por la frescura del aire castellano, tu abuela os hablaba de los tiempos lejanos, antes de la guerra.
El japonés Junichiro Tanizaki escribió Las hermanas Makioka en el fragor de otra guerra, también hoy lejana. Sus páginas recrean, durante las décadas previas al abismo bélico, un racimo de vidas corrientes con sus afanes menudos, con sus fulgores cotidianos, con esa invisible placidez que tanto añoramos cuando nos la arrebata una catástrofe. La protagonista, Sachiko, recuerda una excursión familiar al río: “En el último instante de luz, con las tinieblas ascendiendo desde el agua, apareció un infinito número de puntos luminosos en dos hileras apacibles, sobrenaturales. La caza de las luciérnagas, tenebrosa, soñadora, poseía algo del mundo de la infancia, con la atmósfera de un cuento de hadas”. Los científicos advierten que estos coleópteros titilantes se están extinguiendo en Europa, amenazados por la contaminación lumínica. Nuestros faros y farolas los desorientan, los confunden y los apagan. Dejan de brillar, engullidos por la luz artificial del continente más urbanizado del mundo.
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También nosotros, frágiles insectos humanos, hemos vagado desorientados y oscuros durante la pandemia. En los atardeceres de este verano sin primavera, sobrecogida por otros escalofríos, desearías volver al semicírculo de sillas de enea, a las historias de tus abuelos y a los pasos borrados junto al río. El tiempo necesita que le enseñemos de nuevo a andar. Entre las constelaciones rotas de los cañaverales palpita el antiguo carpe viam, de Ovidio: disfruta cada instante del camino. Recordemos a los que se apagaron, escuchemos a quienes viven, protejamos todo lo que es fugaz y luminoso. Los viejos cuentos saben que, después de las desgracias, aprendemos a reconocer la pequeña felicidad con mayor facilidad.
El poema de Gilgamesh, un milenio anterior a la Ilíada y la Biblia, es el más antiguo relato humano de catástrofe y de luz, un viejo mito que invita a celebrar el hecho simple y extraordinario de seguir con vida. Gilgamesh, rey de la ciudad de Uruk —en el actual Iraq— deseaba más que nada en el mundo vivir para siempre, así que emprende un largo viaje en busca de la inmortalidad. Tras atravesar un oscuro túnel, emerge en el deslumbrante jardín de los dioses, donde charla con Shiduri, divina tabernera que sirve cerveza en el confín del océano. Shiduri le dice: “¿Por qué están tus mejillas demacradas, tu corazón tan triste y tan cansado tu rostro? No alcanzarás la vida que persigues. Tú, Gilgamesh, saborea tu comida, haz de cada día un placer, lava tu cabeza y báñate; cuando un niño te tome de la mano, atiéndelo y regocíjate; y que tu esposa goce siempre en tu abrazo. Esa es la mejor manera que tiene la humanidad de vivir”.
Gilgamesh no logra ser inmortal. El viaje le enseña la inutilidad de su búsqueda. Al aceptar su fracaso, descubre con otros ojos la luminosa, erótica y apasionante realidad que le rodea. “Contempló las palmeras, los jardines, los huertos y mercados, las casas y las plazas. Reparó en las tierras de su ciudad y en el brillo de los baluartes como cobre al sol”. Aprendió a mirar, aprendió a escuchar. Tras la peste negra, floreció el Renacimiento europeo; tras las grandes guerras y las bombas nucleares, hemos vivido la más larga etapa de paz. Entre rayo y rayo, hay tiempo de salvar las luciérnagas: a todas luces, sobrevivimos a la oscuridad.
AQ