Antonin Artaud: teatro, crueldad y tedio

Columna | Bichos y parientes

Los flagelantes del siglo XIV derramaban su sangre para el perdón de los pecados. A nosotros nos toca lavarnos las manos y no tocar nada ni a nadie.

Antonin Artaud, poeta y director de teatro francés. (Archivo MILENIO)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Antonin Artaud comienza El teatro y su doble con un trompicado recuento de las pestes y las conductas absurdas, excesivas, de las sociedades y los individuos amenazados por un mal que no saben explicar sino bajo el misterio del espíritu. Incluso aunque sepamos de virus y bacterias, necesitamos un comportamiento ritual en presencia de una muerte que acecha según su puro azar. Y el dramático Artaud fue a hallar en el teatro esa reunión donde el ritual engendra una espontaneidad espiritual: los flagelantes del siglo XIV derramaban su sangre para el perdón de los pecados. A nosotros nos toca lavarnos las manos y no tocar nada ni a nadie. Literariamente, somos más absurdos: asperjar cloro es más extraño que derramar sangre para salvar al mundo.

En todos los casos, advierte Artaud, queda el registro de que “bajo la acción del flagelo las formas sociales se desintegran. El orden se derrumba… el hijo hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso se convierte en puro. El avaro arroja a puñados su oro por las ventanas. […] Ni la idea de una ausencia de sanciones, ni la de una muerte inminente bastan para motivar actos tan gratuitamente absurdos en gente que no creía que la muerte pudiera terminar nada… Y en ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho”.

Algunos ricos se recluyeron. Los más se arrojaron a la crudeza de la vida como a una danza, macabra, pero vitalista, y de esta “libertad espiritual” con que se desarrolla la peste surge “la acción absoluta y sombría de un espectáculo”: una dinámica que apura a la búsqueda de la verdad, ritual, pero despojada de costumbres y del tedioso tráfago de los días iguales.

Creíamos que el teatro surgió de las representaciones catequéticas de historias bíblicas para educar a la inmensa mayoría que no sabía leer. Pero, ¿es eso suficiente para que surgiera un teatro de las plazas, los patios, la gente y chusma común? Para Artaud, el teatro no pudo irrumpir sino ante la presencia de lo sagrado en su forma siniestra: la crueldad de la vida misma, que sólo existe transformando la vida que se extingue en otras vidas.

Una muerte que no puedo explicar, que viene de lo siniestro, el lado zurdo de lo sagrado, no de su luminosidad sino de sus sombras más hondas, es una interrogante que pone en juego la relación con mi propio cuerpo. No la certeza silogística de ser mortal sino la presencia de una muerte que llega cuando se le da la gana y acaba una vida que nunca fue de veras mía. La presencia de la peste me dice que he vivido falsamente, a media vida, obedeciendo al tedio. Puedes morir y el rito absurdo es, quizá, tu única oportunidad de actuar con esa feroz libertad que siempre te ha urgido y has acallado. La máscara no es un recurso que adopte uno para que los otros vean a alguien o algo diferente: es la voluntad de mi propio rostro que busca ser otro, cambiar, salvarse. ¿Y de qué se puede uno salvar sino de ser uno mismo?

¿Qué clase de teatralidades vamos a ver, si ahora se arman y desarman plazas espontáneas y efímeras, con cibernéticas, con encierros del cuerpo pero no de los sentidos, las percepciones? La oferta gratuita de televisoras y productoras de cine, editoriales, compañías de danza, clases, cursos y generosidades hasta excesivas que han elegido regalar su oro a puños por la ventana a quienquiera que pase por la plaza virtual.

Situación teatral muy distinta, la nuestra: nos calculan según triaje y deciden quién puede entrar en un respirador. Desde el cubículo, la ética no es cosa negociable, pero luego está la aritmética, y, ¿cómo metemos a mil en diez respiradores? Participamos en las procesiones del absurdo, la comedia ridícula de los memes, la rabia ante el mal sin poder intervenir; la generosidad, la codicia, la cursilería, el horror y la belleza, y nos flagelamos de modo virtual. El cuerpo está en riesgo mortal, pero no participa de los actos, sólo de las afecciones. Y somos tantos, que el número espanta.

Encerrados como estamos, somos a la vez la peste que ignora serlo y el público, conocedor de que el otro es la infección. Es el teatro de la crueldad, pero se equivocaba Artaud: no nos mueve una feroz vitalidad del ser; obedecemos al tedio y al miedo. Somos público que sabe, respecto de los demás, por vía de nuestras computadoras y teléfonos, y eso nos permite seguir ignorando que somos el protagonista y portador de la peste.

SVS​

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