Apuntes sobre Ignacio Trejo Fuentes

In memoriam

Al fallecido escritor le faltó tiempo para escribir las historias que había en su mente y vida para compartirla con sus amigos.

Nacho Trejo, 1955-2024. (Foto: Omar Meneses)
Ciudad de México /

Para Julio Ramírez

El escritor Ignacio Trejo Fuentes murió el jueves 30 de mayo, alrededor de las 16:30, en Pachuca, Hidalgo. Le faltaban cinco días para cumplir 69 años. “Hoy entierran a Nacho”, me dijo Virgilio López Ortiz la mañana del viernes a través de un mensaje de WhatsApp. Unos minutos después me llamó el poeta Julio Ramírez, director de la revista Cantera Verde, confirmándome la noticia, que pronto se extendió por las redes sociales. Virgilio fue ejemplarmente solidario con él en los últimos años; con Julio lo unía una amistad nacida en la juventud y la complicidad del Encuentro Internacional Hacedores de Palabras que éste organizaba anualmente en la ciudad de Oaxaca, durante el cual Nacho impartía un taller de narrativa y Jorge Esquinca, otro de sus grandes amigos, uno de poesía.

Nacho nació el 4 de junio de 1955 en Pachuca, aunque su infancia y adolescencia transcurrieron en Tlachichilco, Veracruz, a donde regresó a pasar sus últimos días y donde el viernes lo sepultaron en el mismo panteón donde están sus padres. Estudió Periodismo y Comunicación Colectiva en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y la maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Nuevo México. También en la UNAM estudió el doctorado en Letras Mexicanas, pero no pudo titularse por diferentes razones, entre ellas la kafkiana burocracia universitaria y las trabas de algunos sinodales más preocupados por el marco teórico y las notas a pie de página que por el contenido de una investigación en la que Trejo analizaba la obra de Ricardo Garibay, que conocía a la perfección.

Durante muchos años impartió un taller de crónica en la FCPyS, disfrutaba el trato con los alumnos y la conversación con profesores como Froylán López Narváez (autor de la frase “La rumba es cultura”), quien había sido su maestro en esa institución. Era profesor de asignatura y ganaba una miseria, pero se sentía orgulloso de su materia, del talento de sus discípulos y de trabajar en la UNAM.

Conocí a Nacho a comienzos de los años ochenta, él y sus compañeros de la Facultad: Josefina Estrada, Roberto Diego Ortega, Fernando Figueroa, Sergio Monsalvo, Arturo Trejo Villafuerte, José Buil, Víctor M. Navarro, Emiliano Pérez Cruz, Juan Manuel Asai, Arnulfo Domínguez, Óscar Cantón, Andrés de Luna, Enrique Aguilar, entre otros, llevaban ya tiempo en el periodismo y la literatura cuando comencé a publicar. Éramos de la misma edad, pero yo había incursionado antes en la academia y en la administración pública y llegué tarde al mundo de la letra impresa.

Leía a Nacho en La Semana de Bellas Artes, liderada por su amigo y maestro Gustavo Sáinz, donde formaba parte del consejo de Redacción; lo había visto algunas veces en lecturas en la Sala Manuel M. Ponce, pero nunca había platicado con él. Coincidíamos con frecuencia en las mañanas en la librería y cafetería Reforma, frente a Excélsior; él llegaba con un periódico o un libro, pedía su bebida, buscaba un lugar y se ponía a leer, siempre solo, lo mismo que yo. Un día me acerqué a su mesa, le dije que lo leía y me invitó a sentarme; en poco tiempo nos hicimos amigos. Era un lector agudo y con gran sentido del humor. El investigador estadunidense John Brushwood en su ensayo La novela mexicana, 1967-1982 (Grijalbo) lo menciona como uno de los más enterados estudiosos y críticos de la narrativa mexicana contemporánea.

A la muerte de Brushwood, en mayo de 2007, Nacho escribió en la Revista de la Universidad: “Cada año me reunía con él en el DF y le informaba de las novedades, de la aparición de algún libro o de un autor que pudiera interesarle o de plano lo llevaba con ellos”. Admirado por los conocimientos de su joven amigo, el también autor de La novela hispanoamericana del siglo XX le propuso que fuera a dar clases a la Universidad de Kansas, en el campus de Lawrence, pero él prefirió “arreglárselas” en México.

Nacho era bromista. En las tertulias del Salón Palacio o El Mirador, cuando algún escritor le regalaba un libro, invariablemente decía: “Fírmamelo, no vayan a decir que lo compré”. En esas cantinas de la colonia Tabacalera, sobre todo en la primera, nos reunimos durante varios años con José de la Colina, Jorge López Páez, Juan José Reyes, Severino Salazar, “El Ciudadano” Salvador Camelo, Francisco Cervantes, Ernesto Herrera, Javier García Galiano, Armando González Torres y muchos otros amigos dispuestos a la bebida, a la risa, a la polémica, inevitablemente bulliciosa, sobre literatura, música, cine, deportes. Nos sentíamos y éramos “inmortales del momento”, como decía De la Colina, a quien Nacho y yo acompañamos en 2005 cuando recibió el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez de la FIL de Guadalajara.

Fue colaborador del suplemento sábado del periódico unomáuno, dirigido por Huberto Batis, de la revista Siempre!, de Nexos, Cantera Verde y muchas otras publicaciones, entre ellas la sección cultural de El Nacional y Laberinto, donde en la edición digital del 7 de julio de 2023 publicó “Mi encuentro con una bruja”, uno de sus últimos relatos. Me lo remitió con un mensaje muy breve: “Buenas tardes, te envío la presente crónica, espero que te interese”. En agosto de 2022, Armando González Torres y yo lo habíamos visitado en el departamento que le prestó Virgilio en la colonia Obrera para que pasara su convalecencia después de que le amputaron una pierna. Nos dijo que se sentía bien a pesar de todo y que ya tenía dos novelas en la mente que comenzaría a escribir en cuanto se recuperara (seguramente lo hizo porque en su computadora —dice su hijo Érick— se encuentran textos que estuvo trabajando en los últimos meses). Con Nacho siempre era así, siempre estaba pensando en nuevas historias y muchas cosas de su vida cotidiana las llevaba a la literatura, como sucedió con su viaje a Israel en 2007, a donde fue invitado a impartir la Cátedra Rosario Castellanos. De esa experiencia surgió Diario de Jerusalén, en cuya presentación, en agosto de 2017 en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, estuvimos con él en el presídium Nedda G. de Anhalt, Carlos Bracho y yo.

Guardo muchos recuerdos de Nacho. Ixchel Cordero Chavarría y él me dedicaron su libro Autoentrevistas de escritores mexicanos (Conaculta, 2007) en el que Víctor Hugo Rascón Banda, con un cáncer avanzado, se pregunta: “¿Qué es ahora lo que más necesita?” Su respuesta es contundente y dramática: “Tiempo, tiempo y más tiempo”. Eso le faltó a Nacho, agobiado por la emperrada enfermedad que le arrancó la vida: tiempo para más libros, tan dolorosos como Besos del diablo, sobre el alcoholismo de su hermano mayor, o tan divertidos como Crónicas romanas, en el que cuenta sus aventuras en una casa de estudiantes en la colonia Roma de la Ciudad de México. Tiempo para seguir enseñando a los jóvenes. Tiempo para leer y promover a los autores de editoriales marginales y de otros lugares del país, porque nunca fue centralista. Tiempo para seguir conviviendo con sus amigos en esas noches que parecían eternas.

AQ

  • José Luis Martínez S.
  • Periodista y editor. Su libro más reciente es Herejías. Lecturas para tiempos difíciles (Madre Editorial, 2022). Publica su columna “El Santo Oficio” en Milenio todos los sábados.

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