Fueron muchos años de amistad con Arturo Rivera, con quien me encontré por primera vez gracias al fotógrafo Pascual Borzelli. Con cierta frecuencia nos reuníamos a tomar café en La Toscana, a veces comíamos en su casa o platicábamos en su taller, donde pasaba gran parte de su tiempo pintando, escuchando música, meditando, ordenando cosas. La pandemia suspendió nuestras reuniones y el jueves 29 de octubre supe que jamás volveríamos a encontrarnos, que había muerto uno de los grandes artistas de nuestro tiempo.
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Arturo se ponía retos cuando pintaba. Le gustaba citar a don Antonio Rodríguez Luna, quien le dijo: “El cuadro es un problema a resolver”. Es verdad —me decía—, un cuadro es como una novela: “Debe ser compacto, concreto y bien hecho; desde el inicio te tiene que agarrar”.
La pintura era su mundo —“un mundo inacabable”— y al pintar se olvidaba de todo. “Cuando pinto me desconecto; pasan las horas y no escucho nada. Me olvido de todo. Estoy viendo qué color debo o no utilizar, qué trazo debo hacer. No estoy en mí”.
Un día, mientras escuchábamos a los Rolling Stones, su banda favorita, mientras lo recorría con la mirada, me dijo: “En este taller está mi vida. Aquí paso la mayor parte del tiempo; hay veces que no pinto pero igual estoy aquí, viendo qué chingados se me ocurre. Un taller se va haciendo y éste cada vez se me hace más reducido; me faltan paredes para un chingo de cosas”.
Le faltó sobre todo tiempo para continuar su obra impresionante, que tanto cautivó a los poetas.
Autorretrato
© Arturo Rivera | Colección MILENIO Arte
AQ | ÁSS