Roberto Abuín
La revolución de los sentimientos (Lectorum, México, 2017) de Lorenzo León no es un relato autobiográfico, tampoco un cuento, menos una narración ortodoxa. Y sin embargo es todo ello, junto, unido, en cierto modo revuelto, pero con un extraño orden interno, un orden taumatúrgico. Desde Bataille o Klossowski el entendimiento que “lo literario” ha tenido de lo erótico ha trascendido la mera determinación de un placer (sensual) que el organismo vivencia. A través de estos autores, que son de la línea oscura y perversa del Marqués de Sade, se vislumbra la presencia religiosa del acto amatorio. El acto amatorio como una transgresión del orden social, y también como re–ligación con las realidades otras que subyacen a nuestra cotidianidad.
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La magistralidad del texto de Lorenzo León se revela in crescendo como una elevación ascética que —desgarrada en los humores viscerales de lo diurno— llega al clímax de un sacrificio. El Sacrificio, en cierto modo, que todos vivimos en nuestra vida alienada y llena de compromisos, pero con un plus: el de haber transfigurado, quien al sacrificio pornológico se entrega, su ser y haber contemplado la bella flor que redime a lo humano. Pero que, a su vez, le exige reverencia ciega, compromiso absoluto. Quien lee estas cuatro novelas: La revolución de los sentimientos, Concupiscente, Ramal de espinas y Zentro, se introduce en los poros de una trascendencia erótico–religiosa que está llamando por nosotros, por doquier, como una jauría de ménades furiosas que —descendentes de las montañas— claman por el orgiástico estallido de su cólera ciega y extática. Estamos, pues, ante el ascetismo pornocrático, o la pornoascesis como elevación del alma, donde se teje una hibridación entre lo santo y lo perverso. O entre lo demoniaco y lo divino.