El 21 de diciembre se cumplieron cien años del nacimiento de Augusto Monterroso, quien llegó al mundo en Tegucigalpa, Honduras; luego adquirió la nacionalidad guatemalteca y vivió exiliado en México de 1944 hasta su muerte en 2003.
En 2000, año en que recibió el Premio Príncipe de Asturias y el PRI perdió la presidencia, lo entrevisté para Milenio Semanal. Me dijo que se había acostumbrado a que su famoso micro-relato (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”) se hubiera relacionado desde muchos años atrás con el entonces partido en el poder. Agregó que, como exiliado, no quería “echarle mucha sal a la herida”.
Insistí: ¿Pensó que viviría para ver al PRI derrotado? Respondió: “Como dicen los políticos, todo puede suceder en la democracia”, y soltó una risita.
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Le dije que con el PAN podía surgir un Míster Taylor, el gringo de uno de sus cuentos que se enriquece exportando cabezas humanas reducidas por los jíbaros. Contestó: “Ese texto se ubica en 1944, cuando salí de Guatemala por presiones de la dictadura militar, a la que yo combatía en el periódico clandestino El Espectador. Guatemala vivió una larga guerra para que los terratenientes entendieran que los indígenas son seres humanos, pero ahí aún existe resistencia al cambio”.
Mencioné que, en sus fábulas, los animales aman la política y la literatura. Replicó: “Las fábulas satirizan las actitudes de los seres humanos, y los políticos y los escritores están expuestos a ese tipo de crítica. Yo puse al león no como rey sino como presidente, y al intelectual como un mono que quiere el puesto del político”.
Le comenté que sus fábulas dejaban la sensación de que el mundo es como es y no como uno quisiera. Contestó: “Eso es lo que reflejan las fábulas en general. El hombre no cambia, las cosas no cambian, se repiten. El mal triunfa sobre el bien”.
Mencioné que los camaleones son personajes típicos tanto de las fábulas como de la política. Replicó: “Por supuesto, son muy pintorescos porque cambian de color de acuerdo con su conveniencia. A final de cuentas, nadie sabe de qué color son en realidad”.
Le pregunté cómo llegó a la fábula. Dijo: “Sucedió al andar en busca de un género que me permitiera decir cosas que no podía expresar en cuentos comunes y corrientes. Pasé años pensando en eso y me di cuenta que la fábula era la forma que yo necesitaba”.
Acerca del defecto humano que más lo inquietaba, señaló: “Defecto, vicio o pecado: la envidia. El Quijote le dice a su acompañante: ‘Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino rencores y rabia’. Espero haberlo citado bien”.
Al pedirle que mencionara a sus cuentistas favoritos, enumeró: “Melville, Chéjov, Faulkner, Mann, Lugones, Rulfo, Salarrué, Cortázar”.
Respecto a cómo dosificaba la ironía en su literatura: “Debe usarse con mucha mesura y oportunidad; no se trata de ser un irónico profesional porque es dañino para la comunicación. El lector puede llegar al punto en que no sabe cuál es la idea que quiere transmitir el autor”.
Esa fina ironía usó en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias, cuando dijo que aprendió a ser breve en la escritura leyendo a Proust.
ÁSS