“No necesitamos ninguna educación. No necesitamos que controlen nuestras mentes”. Este grito en la película Pink Floyd. The Wall se escuchó tanto en la década de 1980 que terminó por transformarse en un himno. Las imágenes de aquellos niños amotinados, quemando libros, la animación de una flor que devora a otra flor en alusión al acto sexual, el niño que corre por un páramo vacío y recuerda a su padre, todas estas imágenes y esta música se encuentran ya indisolublemente ligadas con un caballero del Orden del Imperio Británico.
Sir Alan Parker murió el pasado 31 de julio luego de una larga y dolorosa enfermedad. En diversas entrevistas, el director inglés dijo que su cine operaba a nivel emocional. Y es cierto. Más que el placer intelectual que ofrecen autores como Ingmar Bergman o la ensoñación que comunica la obra de artistas como Federico Fellini, las catorce películas de Alan Parker apelan a las emociones en su estado basilar.
Ya sea que el director esté interesado en conmover con los horrores de un sistema judicial como el de Turquía en Expreso de medianoche o denunciar el racismo en Mississippi en llamas, su cine se comunica mejor con el estómago que con el cerebro o todo aquello que simboliza el corazón. El cine, decía Parker, no debería ser entendido como un producto que puede enlatarse, porque es una vivencia. Y eso es justamente lo que sucede a los espectadores de aquella escena en que Mickey Rourke hace el amor con una chica mulata. Y de pronto el techo parece sudar sangre. O aquella otra, parodiada hasta el cansancio: un grupo de estudiantes de arte toma por asalto las calles de Nueva York y cantan el tema de la película Fama.
De todas las películas de Parker, tal vez la más desconocida y, al mismo tiempo, la más personal sea Birdy. Birdy es un muchacho de Pennsylvania que, luego de vivir un episodio traumático en la guerra de Vietnam, es internado en un hospital psiquiátrico. Se cree pájaro. Y quiere volar. Al hospital viene a visitarlo un amigo de la infancia que espera que, haciéndolo recordar vivencias adolescentes, el joven que se cree pájaro recupere la cordura.
La película se va armando como un collage de memorias tan bien logrado que los espectadores terminan por aprehender la infancia y la amistad de estos dos personajes en forma mucho más eficiente que si el director hubiese decidido utilizar la narrativa aristotélica y lineal.
El final es sorprendente. Hilarante y profundo. A pesar de que la película se hizo famosa por su contenido antibélico, lo más destacado es el montaje de memorias ya mencionado y la actuación de Matthew Modine. Y es que, aunque ha trabajado con directores del tamaño de Altman o Kubrick, Modine no ha conseguido nunca una actuación tan entrañable como la de Birdy. En ella, más que en loco se transforma en un auténtico iluminado que consigue hacernos sentir el amor que tiene hacia los canarios.
Moviéndose siempre en esa delicada línea entre lo cursi y lo profundo, Birdy es en realidad una pieza que pareciera colocarse en el justo medio entre lo más comercial de Parker (Evita, de 1996) y su obra más desgarradora y profunda (Expreso de medianoche, de 1978). La historia de Birdy trasciende el elogio de la locura y se transforma en el retrato amoroso de un adolescente que, como Ícaro, está dispuesto a dejar atrás la cordura y la vida… con tal de volar.
Birdy puede verse a través de Filmin y Apple TV.
ÁSS